
Una agradable sensación de espontaneidad, como si la mañana transcurriese de la misma manera cuando uno no está. Con una camisa vieja y el trapo al hombro, dejará lo que estaba cocinando y se acercará a saludar, tranquilo, sonriendo, sin la afectación de esos anfitriones que nos convierten en acontecimiento. Él aparecerá sólo un poco después, riñendo a los perros por alborotar. Se disculpará con encanto por un retraso inexistente, y el domingo echará a andar. Sin abandonar la conversación, regresará a lo suyo, quitando importancia a todo cuanto ha preparado. Dirá que llevaba tiempo esperando la ocasión, haciéndonos sentir que le hemos obsequiado con una oportunidad. Y en ese instante aparecerá una botella asombrosa, que llevará enfriándose el tiempo exacto, pero que celebraremos como si fuese una magnífica casualidad. Disfrutaremos de la agradable sensación de que no todo esté hecho, aunque sepamos que es sólo una sensación, y que el día se desliza sobre un guion invisible sobre el que reclinarse y dejarse llevar. La conversación nos acompañará a la mesa, a salvo del día desapacible de invierno. Distraídos, descubriremos con los dedos la textura del mantel mientras alguien inicia una historia. La copa no llegará a vaciarse. El domingo avanzará, suave y delicioso, acomodándonos en una mesa donde sentirnos hermosos y jóvenes, como nos hacen sentir los amigos.
