Cuando Holden me presentó a Caulfield

Dani Portugal

A mi Lama no le gusta contar como nos conocimos. En realidad, se avergüenza un poco. Le habría encantado que hubiese sucedido en un parque o en una librería. Ocurrió un septiembre, a esas horas tristes del domingo en las que los solteros o hacen la colada o hacen planes para cambiar su vida. Tumbado en el sofá, me deprimía con una de esas aplicaciones en las que la gente se vende con frases del tipo: «A veces ángel, a veces demonio, pero siempre yo». Acababa de fugarme de una crispante relación con un informático, y escaldado, sopesaba ablandar mi regla de hierro: ni más viejo, ni más alto, ni más gordo. Entonces, apareció: Dan Caulfield. Con ese nombre no podía dejarlo pasar. Cliqué, y un Holden de Miranda me miró desde una foto minúscula con ojos achinados, sombrero de Erasmus y un moreno en las antípodas de mi ideal de belleza tuberculosa. Él tenía 23  y yo 35. Los números no salían, pero El Guardián entre el centeno fue suficiente para llevarnos a la terraza de la Madame Sans-Gêne y dejarnos con ganas de volver. Han pasado cuatro años. En este tiempo, Salinger murió, a la Madame la mataron, y juntos infringimos todas las leyes de la probabilidad, olvidando los consejos de los que tienen un método y dando esquinazo a las grandes declaraciones de amor. En cambio nos prometimos muy en serio que esto sólo duraría mientras fuésemos las personas que queremos ver a la hora de la cena. Mi Lama todavía duda de que esta sea una historia digna de sobremesas, y yo, que sigo buscando patos en estanques helados, me empeño en recordar como apareció el Caulfield que me ayuda a encontrarlos.

Cuando Holden me presentó a Caulfield

La única foto que salvé

Band a part 2

Hacía frío, y no era mi habitación. Me había despertado en un trois pièces apenas amueblado, una lámpara en forma de esfera en el suelo, y un burro con camisas colgadas. No había persianas y una cortina retenía la luz fuera. Aunque ya era primavera, podía ver el vaho de mi respiración. Escondí los brazos debajo del nórdico, y eché de menos el radiador de mi cuarto.  Oí pasos sobre la madera de las escaleras y lo imaginé, torpe, arrastrando la maleta en aquel edificio sin ascensor. Apareció con su chubasquero, levantando su flequillo y reclamando sitio en su cama. Se quedó dormido con los pies helados. Afuera un domingo de abril empezaba. Se oían familias madrugadoras llegando a la plaza y las imaginé bebiendo chocolate, dejando caer las pepitas de cacao en la leche caliente. Llegaba el ruido de persianas metálicas levantándose y de camareros poniendo las terrazas. Yo también me quedé dormido.

No tenía hambre y  vimos  Bande à part metidos en cama. Era lenta, el francés difícil y se me cerraban los ojos. A ratos me despertaba e intentaba que se olvidase de la película y a veces lo conseguía, después teníamos que retroceder y la historia de aquel robo nunca se terminaba. Me gustaba quedarme dormido y despertarme como si hubiesen pasado días, pero todo era parte del mismo domingo. Cuando comenzó a anochecer  me imaginé como sería el lunes y el martes, como si aquel cuarto no estuviese preparado para  las cosas de la semana. Me despidió metiendo la ropa del suelo en una bolsa azul para llevarla a la lavandería. No me dejó acompañarle y estuvo bien porque pocas cosas son tan tristes como las lavanderías. Cerré la puerta, y le vi sentado en la cama, con su camiseta blanca de invierno y todavía descalzo. Pensé que esa sería la foto, y que cuando borrase el resto  me quedaría sólo con esa. La escondería en un lugar apartado y sólo si las cosas se ponían realmente feas iría a buscarla.

La única foto que salvé

Un sinónimo más corto de ley

 

boss

«Un sinónimo más corto de ley, venga!», me reclamó chascando los dedos, mirando desconfiado la pantalla, como si el ordenador le estuviese haciendo trampa para que su titular no entrase. «A ver… de ley…», repetí, fingiendo pensar en algo. Nadie se atrevió a hacer un chiste. En aquel despacho habíamos visto volar papeleras por mucho menos. De hecho, habíamos visto volar de todo: el tiempo, la educación y los cimientos mismos del periodismo. Así que el maquetador y yo aceptamos no tener vocabulario suficiente. Aquel maquetador era mi héroe. «Bájalo un poco más, otro poco más, más!», y él achicando el cuerpo de letra sin miramientos, estirando las costuras de la maqueta, llegando a donde la gramática no llegaba, levantando titulares como párrafos. Si no llega a ser por él, allí seguiríamos: buscando sinónimos diminutos.

Y es que aquel despacho era un lugar para cuestionar cada regla, para dudar de todo. «¿Pero estás seguro? Mira que si ahora estás seguro y mañana no… Te la juegas, ¿sabes? Te la estás jugando». Dominaba el elemento sorpresa y resultaba imposible anticipar qué dato le parecería sospechoso esa tarde.  «¿Coche o automóvil? ¿Dijo que era un coche o dijo un automóvil? ¿Coche? Juraría haber oído automóvil en la radio.  Tienes que saberlo. Vuelve a tu mesa, revisa tus notas o mejor llama y pregúntale». Y tú allí, sujetándote con todas tus fuerzas a la realidad.

La puerta de su despacho siempre abierta y una cola de redactores fuera esperando su turno, releyendo nerviosos su página,  imaginando la ciclogénesis que se les venía encima, animándose con la mirada al entrar y consolándose al salir.  Así pasábamos las tardes, de la mesa al despacho y del despacho a la mesa y  de fondo el informativo de las ocho, Hora 25 y la sintonía del Larguero. Cada día amenazaba con que sería el primero en que el periódico no saldría. Cada día parecía que le daría un infarto, pero cada día era igual que el anterior. Hasta las emergencias se vuelven tediosas. Fue mi jefe y, a decir verdad, no fue mal jefe. Consiguió mantener el periódico a flote y eso es bastante más de lo que muchos pueden decir. Y yo aprendí sinónimos  y también aprendí que hay titulares que es mejor dejarlos a medias o un día te darán los cuarenta terminando una frase.

 

Un sinónimo más corto de ley

De la calceta a Rucandio

Calceta

Recuerdo todo de aquel viaje, aunque no consigo recordar cuándo fue. Sé que teníamos carné, ganábamos algo de dinero y  aún no había novias, al menos no esa clase de novias que impiden estos viajes. Recuerdo tantas cosas  que podría hacerlo  de memoria, pero seguro me equivocaría y B. me corregiría todo el tiempo y dejaría de ser tan emocionante. Quizá no fue el primero, pero para mí fue el primero. Luego vinieron viajes más largos,  y ya todo el mundo hablaba inglés y tenía una tarjeta de crédito y una novia a la que debían llamar cada noche si no quería acostarse con un lío.  Pero aquel viaje estábamos nosotros solos y ni siquiera fue al extranjero. Sólo nos pudimos permitir un par de horas en Francia. Freímos pollo en el paseo de San Juan de Luz y un gendarme nos echó y nos pareció muy divertido ser un poco bárbaros.

Lo bautizamos el Viaje del Norte, tan épico y adolescente que me sonrojo. Éramos cuatro  y ellas dos en otro coche: una demasiado alta para aquel Yaris y la otra con el pelo rizado y eléctrico. Mi Visa se quedó en casa. Ni siquiera se quedó en el garaje ya que nunca tuvo garaje. Y a nosotros nos tocó la lotería porque H. nos dejó su viejo audi. No se me da bien describir coches, pero era cuadrado, inmenso y duro. Cuatro mocosos en un audi. Nada malo podía pasar. Una tarde, B. nos mandó de repente bajar la música. Había escuchado un ruido. Y a partir de ese momento, siempre estaba en guardia. De vez en cuando nos mandaba callar y todos nos concentrábamos para atrapar ese ruido escurridizo. Yo no escuché nunca nada, casi siempre iba cantando o durmiendo, pero finalmente aquel ruido resultó ser verdad y todos tuvimos que aprendernos  la palabra servodirección y yo, que sólo conocía el taller de mi calle, descubrí que en los concesionarios de audi los mecánicos te reciben con bata blanca.

Fue un verano nublado y con tormentas, como son los veranos de verdad, pero no nos importaba tanto y  nos bañamos en bastantes playas y en un río helado y profundo. A., que apenas nadaba, se atrevió a ir de piedra a piedra. Siempre le obligábamos a hacer tonterías así. Esa día dormimos en  Rucandio. Realmente se llamaba Rucandio, creo que es el único nombre que recuerdo. Allí  un niño nos enseñó los nombres de todos los montes que se veían desde el pueblo y jugamos a las cartas. Todos acabaron odiando a J., con bastante razón porque se empeñó en ganar a toda costa, aunque todos tenían diez años. Dormíamos en albergues, el plan era  gastar poco, y se nos daba bastante mal ese plan. Llevábamos un hornillo en el maletero, pero tengo muchos recuerdos de restaurantes comiendo marmitakos o cosas así.  B. siempre nos convencía de que aquel menú costaba lo mismo que doce cafés  o cualquier otra estadística absurda e imbatible que sólo servía para convencernos de hacer lo que ya queríamos hacer.

No sé  si ese viaje tuvo tantas tormentas y marmitakos, pero así es como lo recordé ayer que fue viernes y me quedé en casa y Dani me contó otra vez lo de ese siniestro club de calceta de Cuatro Caminos. Yo empecé a pensar que es un poco deprimente lo de quedarse en casa un viernes y tener un novio que te hable de calceta, aunque ahora calcetar sea tan  hipster que le llamen knitting, y uno se imagine barbudos haciendo bufandas y escuchando Tindersticks, lo que hace que todo suene más deprimente todavía. Entonces me acordé de Rucandio y me puse a escribir pensando en esos viajes que te llevan a sitios increíbles, sitios a los que tardas veinte años en llegar y que a mí me ha llevado a este viernes y a este novio tan molón que me quiere hacer una colcha porque se me salen los pies con los nórdicos del Ikea.

 

De la calceta a Rucandio

Mi Grindr, tu lunar

Lunar y lista

Se imagina sujetándolo entre la yema del índice y del pulgar, como las camisetas del shopping, examinando la calidad de sus tejidos y la letra de su etiqueta. Sonríe y le escucha, pero en realidad no le escucha. Sus palabras pasan como pasan los extraños.  Sigue hablando y mientras habla, lo explora mentalmente, milímetro a milímetro.  Finge atención y se pregunta si ese gesto será un tic. Lo ha repetido dos veces. O si esa ‘s’ es demasiado líquida. Los primeros intercambios fueron correctos. La ortografía no les ha impedido llegar a este té que escribió con tilde.  Pero otros llegaron más lejos y las caídas fueron estrepitosas. Nadie supera la lista porque la lista es frágil como el hielo. Piensa que es hora de otra pregunta. Podría verle envejecer en esa silla haciéndole hablar de sí mismo.  Entonces aparece ese lunar diminuto que no estaba y que le mira como nos miran las puertas abiertas. No ha tenido tiempo. No lo ha decidido, pero su paso está ya en el aire, y justo antes de entrar, esa maldita ‘s’.

Mi Grindr, tu lunar

La monja contra los tranvías

Malena 3

En vísperas de un examen de francés me dijo: «Le rezaré al Espirítu Santo para que apruebes». «¿Al Espíritu Santo?», pregunté. «Es el que está más libre de los tres, Nacho». Ella era así: conocía las agendas. Cuando llegué a Bruselas todavía conducía aquel Citröen destartalado. 35 años en Bélgica y me confesó que nunca había entendido cuando tenía prioridad el tranvía. En ese instante sentí que eramos familia.  Vivía en el convento de la Rue Haute en Les Marolles, muy cerca de la discoteca donde se celebraba La Demence. Era extraño estar en medio de aquel océano de músculos, decibelios y sudor y pensar que unos muros más lejos dormía ella. La recuerdo mi primera mañana, cuando todo parecía un error y me quería volver. Ella, golpeando la ventana de la tetería del Hôtel Strasbourg, con ese plástico cubriéndole la cabeza de la lluvia, su sonrisa japonesa y esa prisa que hacía que le faltasen horas. Me gustaba caminar con ella. Luego vino lo del corazón, y los paseos se hicieron cortos, pero al principio recorrimos la ciudad, ateridos de frío, a ritmo marcial, enseñándome con desparpajo barrios en los que no me hubiese atrevido a entrar, esos que hoy abren informativos . «El dinero debería ser como los ajos y pudrirse cada año», siempre la misma frase frente a los escaparates de la Avenue Louise. Vivía rodeada de gente asombrosa, como Beatriz, atea, pianista, divorciada, gallega o Herminia, con su «za va o za va pas» sevillano intacto después de una vida belga. Todos habían llegado hacía tanto tiempo, y la mayoría había regresado, pero ellas no. Ellas habían decidido quedarse. Se reunían los martes en la Chaussée de Forest en la cocina de la Hispano-Belga, y allí se quitaban la humedad y la tristeza a golpe de lentejas.  Ahora vive en Málaga, cerca de su hermana, que es su ángel de la guarda, y que los domingos la rescata de las «cucarachas» para secar un ratito al sol  ese corazón grande, roto y empapado de alegría.

La monja contra los tranvías

Retirado de todo

Estación de tren

Vestía un abrigo verde, áspero y pesado, y empujaba una maleta ruidosa. Yo bajaba de mi tren de las 8.25., despertándome por segunda vez.  Le vi  saliendo del kiosko enrollando un periódico, y  le reconocí al momento. Me entraron unas ganas innecesarias de saludarle. Tardó en identificarme y no estoy seguro de que lo hiciese. Podía verle detrás de sus gafas, recordando las cabecitas de periodistas que le lanzaban preguntas cada jueves, sin conseguir localizar la mía, pero amablemente me siguió la corriente. Me contó que iban a Madrid. Hablaba en plural y me di cuenta de que su mujer le esperaba a unos metros, resignada, con las manos en los bolsillos del abrigo. Ella prácticamente no había cambiado. La misma cara de profesora correosa de EGB.  En seguida me aclaró que iban a pasar algunos días con su hijo. “Porque ya estoy muy retirado de todo, ¿sabes?”, añadió agarrándome rápidamente el brazo, como si temiese que fuese a pedir la palabra para preguntar algo. Por un segundo, le recordé paseando por Pontevedra, unas semanas antes de ser presidente,  parando a un vecino y preguntándole cuántos años tenía su hijo mientras le deslizaba un folleto y se escabullía casi sin escuchar la respuesta, buscando ya al siguiente con la mirada. Nos despedimos y me fui al parking con ese «retirado de todo» zumbando en el oído, un «todo»  áspero y pesado como su abrigo.

Retirado de todo