Cuando Holden me presentó a Caulfield

Dani Portugal

A mi Lama no le gusta contar como nos conocimos. En realidad, se avergüenza un poco. Le habría encantado que hubiese sucedido en un parque o en una librería. Ocurrió un septiembre, a esas horas tristes del domingo en las que los solteros o hacen la colada o hacen planes para cambiar su vida. Tumbado en el sofá, me deprimía con una de esas aplicaciones en las que la gente se vende con frases del tipo: «A veces ángel, a veces demonio, pero siempre yo». Acababa de fugarme de una crispante relación con un informático, y escaldado, sopesaba ablandar mi regla de hierro: ni más viejo, ni más alto, ni más gordo. Entonces, apareció: Dan Caulfield. Con ese nombre no podía dejarlo pasar. Cliqué, y un Holden de Miranda me miró desde una foto minúscula con ojos achinados, sombrero de Erasmus y un moreno en las antípodas de mi ideal de belleza tuberculosa. Él tenía 23  y yo 35. Los números no salían, pero El Guardián entre el centeno fue suficiente para llevarnos a la terraza de la Madame Sans-Gêne y dejarnos con ganas de volver. Han pasado cuatro años. En este tiempo, Salinger murió, a la Madame la mataron, y juntos infringimos todas las leyes de la probabilidad, olvidando los consejos de los que tienen un método y dando esquinazo a las grandes declaraciones de amor. En cambio nos prometimos muy en serio que esto sólo duraría mientras fuésemos las personas que queremos ver a la hora de la cena. Mi Lama todavía duda de que esta sea una historia digna de sobremesas, y yo, que sigo buscando patos en estanques helados, me empeño en recordar como apareció el Caulfield que me ayuda a encontrarlos.

Cuando Holden me presentó a Caulfield

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