La última fan de Chenoa

Ana BW

Una vez le escribí una carta. Una de esas cartas que se escriben borracho y uno preferiría morirse antes de que la lean delante de él. No la leyó, la imprimió en formato póster y la colgó en su cuarto. «Mirad lo que me ha escrito Nacho. Que mono, ¿no?». Compartía con tres amigas un piso en el Ensanche, uno de esos pisos antiguos de médico, con su cuarto de planchar, sus techos altos, y su parqué del bueno. De las habitaciones salían y entraban personas todo el tiempo, como en una comedia de enredos. Algunos nos conocíamos y otros nos presentábamos en el pasillo. Comíamos pizza, dormíamos la siesta, bebíamos martini y ginebra y cuando nos despertábamos rebobinábamos la película. Teníamos tiempo, planes y la vida se medía en noches y cubitos de hielo. Entonces vino ese verano de tormentas, y nervios en el estómago. Ella me dio un beso, y al abrir los ojos nada estaba en su sitio. Eran años en lo que todo se vivía con intensidad, a veces con histeria, como si el futuro estuviese en juego, y, en cierto sentido, lo estaba.

Pronto se marchó a otra ciudad, y yo encontré un trabajo. Santiago se llenó de horarios, de pisos vacíos y fue dejando de tener ese aspecto de fin de semana y plato combinado. A veces la iba a visitar con aquel Visa al que no le funcionaba nada, ni la aguja de la gasolina, ni la que marcaba la velocidad, conducir era una cuestión de oído y confianza. La niña de María Pita compartía piso con dos góticas que se entretenían maquillándose hemorragias. Aquello me alarmó, pero la vi feliz y me prometió que, ante todo, nunca se pintaría las uñas de negro. Una tarde fuimos a Ávila, comimos en un restaurante vacío hablando de como iba a cambiar todo y paseamos por la muralla. Hacía un sol de invierno y pensamos en seguir conduciendo hasta Madrid, que a esa edad era otro planeta. Regresando, anocheció. Las luces de Salamanca se veían al fondo y se quedó dormida. Yo sólo quería estar con ella todo el tiempo porque, si me abrazaba, las cosas estaban bien.

Después se marchó a Madrid. Cuando regresaba, la recogía en Lavacolla, y dormía en mi piso, peleando con mi gato Samuel. Nunca se entendieron. Cenamos en todos los italianos de varias ciudades y, entre pan de ajo y pizza con piña, un día le conté que quería largarme y mandarlo todo a la mierda. Fue la única que pensó que tenía sentido. Un par de inviernos después se puso un plumas amarillo, cogió un avión y vino a presentarme a su futuro marido. Le vi bajar del autobús, y pensé que no se parecía demasiado a los novios que yo había conocido. Me dio miedo que se estuviese equivocando, pero ella me sonrió y poco tiempo después estaba en una iglesia leyendo un discurso de boda.

Cuando las cosas no pintaban bien, le dije que no creía que fuésemos a ser amigos mucho tiempo. La frase le quedó grabada y me la sirve de postre cada cumpleaños. De eso hace casi veinte años, en ese tiempo nos hemos hecho mayores y nos han pasado las cosas que más o menos nos pasan a todos, quizá a ella alguna más porque se levanta a las cinco y porque a los treinta, cuando la gente se hipoteca y se apunta a pilates, ella se hizo del club de fans de Chenoa. Con marido y dos hijos, sigue teniendo ojos peligrosos y los camareros se giran cuando entramos en un bar.

Incluso con la familia, con los buenos amigos, uno también tiene miedo a ser juzgado, a no cumplir las expectativas. A ella siempre he podido contarle esas cosas que creemos que nadie debería escuchar porque, si lo hiciesen, todo saltaría por los aires, miedos que trepan en silencio, pero que sólo con nombrarlos se desvanecen. Incluso cuando pensaba que me estaba equivocado, nunca intentó convencerme -que poca gente hay que no nos intente convencer de algo-, sólo me daba uno de esos abrazos que significan: hagas lo que hagas, no voy a moverme.

 

La última fan de Chenoa

El tercer golpe de suerte

Vedett

Desempañé las gafas y vi su bufanda roja al fondo. Quise ver más, pero el pelo le tapaba la cara, dejando asomar una nariz arqueada y elegante. Sujetaba una vedett, mientras escuchaba a un amigo sentado enfrente. Una música electrónica amortiguaba las conversaciones, afuera nevaba y el último tranvía se llevaba los ruidos del día. La mesa adecuada quedó libre y pensé que la noche llegaba con un golpe de suerte.

Jesús nos aburría con su despido en la Seat y Jose le escuchaba o, como yo, sólo fingía, adivinando que mi atención estaba en otro lado. El chico de la bufanda parecía concentrado, como si algo serio estuviese en juego. Pese al murmullo de conversaciones oí que hablaban de un festival en Rennes. Entonces, encontré la manera. ‘Sabéis, creo que empiezo a distinguir el acento francés del belga’, interrumpí a Jesús, soltando cebo. Me respondió con una carcajada. Aquello iba bien. ‘Estos chicos de aquí al lado’, susurré. ‘Les he escuchado, diría que son franceses’. ‘¡Venga ya!’ se mofó, y con desparpajo catalán se giró para preguntárselo, animado con la idea de dejarme en evidencia. ‘Oui!’, contestó el amigo. Mi suerte continuaba. Sospechando la trampa, Jesús me miró molesto, pero para entonces, ya me había alejado bajo aquella mata de pelo negro.

Tardé dos vedett en saber que se llamaba Gaëtan, y hubo que cambiar el Fontainas por el Belga para encontrar un lugar a salvo de Jesús. Tenía la piel blanca como el pan y me fascinaba ese corte en medio de la nariz, una ranura en la que deslizar una moneda. Me habló del taller de su padre en Nantes, de ese chico español que le besó en una carrera ciclista, y del piso alquilado frente a la Parvis, por momentos me perdía y entendía palabras sueltas, pero me gustaban esos ojos brillantes de catarro y quería quitarle la bufanda y pedir otra cerveza. Mi segundo golpe de suerte fue mi francés, tan terrible que debía hablarme al oído. De pronto, alguien se abría camino a la barra, y le empujaba. Entonces, notaba su olor a nieve, y el tacto frágil de los momentos bellos.

Al salir, su amigo esperaba en un portal. Los otros se habían ido. Gaëtan cogió mi móvil, escribió su número y lo deslizó en mi abrigo. Se anudó la bufanda, y se marcharon. En el Noctis, recibí el tercer golpe, y no fue de suerte. Aquel nokia comprado en Matonge no había grabado y, jurando contra todas las tiendas del barrio africano, me sentí estúpido por creer que la felicidad podía ser tan fácil. Bebí la última mirando la torre de Albert, muerto de frío y lamentando que la bufanda, la nieve y esa nariz se quedasen en un principio. Pensé que quizá las únicas historias perfectas son las incompletas. No quería dormirme. Dormir sería dejar que llegase mañana y mañana aquello sería sólo algo que pasó, algo tan sencillo que se podría contar con palabras. Aguantando el sueño, pensaba en ese tercer golpe, sin imaginar que la suerte no me había fallado, sólo se retrasaba y muy pronto vendría para quitarme el derecho a ser yo quien se inventase los finales.

 

 

 

El tercer golpe de suerte

Cuando tuve un hermano mayor

Alberto 3

Fui un niño miedoso. Miraba debajo de la cama, dejaba la puerta abierta, y me tranquilizaba oír la tele en el salón. Pero cuando tenía miedo de verdad, el único lugar seguro era la cama de al lado. Porque yo, que siempre he sido el mayor de mis hermanos, tuve también un hermano mayor, un sexto hermano que, además de estar por la noche, me contaba historias asombrosas y los fines de semana me rescataba del aburrimiento de un piso de ciudad para llevarme a un lugar con río y bicicleta, a una casa llena de gente, con cajas de melocotones en la despensa, un comercio con acuario y el mostrador más largo del mundo.

No sé cómo, pero mi hermano mayor se las arregló siempre para tener coche, coches destartalados y moribundos, como el Perolo,  abierto en canal, resistiéndose al desguace, y un dos caballos amarillo que subía el Rodicio con el ruido de un helicóptero. Cada viernes después del colegio me plantaba en el balcón de casa. No importaba que no fuese aún lo bastante alto como para ver la calle. Pero allí estaba, pegando el oído, esperando ese motor al que podía reconocer con la facilidad que uno identifica la voz de un amigo. Era la señal de que no se había olvidado.

Un mediodía, mi madre llegó a casa después del trabajo. Entraba siempre resoplando, faltándole manos para agarrar la compra, el bolso y las cartas del banco. Minutos después me acerqué a la cocina y la vi sentada todavía con el abrigo puesto, y mi padre de pie. Tenía un papel en la mano y quiso disimular, pero me di cuenta de que había llorado. Me contó que tendría la habitación para mí, esforzándose por que pareciese algo bueno. Ese día no entendí mucho. ¿Qué niño entiende que hay noticias que uno sólo se atreve a dejar en el buzón? A partir de entonces mi hermano mayor se convirtió en mi primo.

En bachillerato, un profesor nos encargó un trabajo sobre la historia de la provincia y presenté un resumen del libro sobre Montederramo que mi primo acababa de escribir. Al entregarlo, dejé sobre la mesa un ejemplar, orgulloso del apellido en la portada. Para mí, aquel libro era la prueba de que mi familia podía hacer cosas extraordinarias.

Con los años se hizo viajero y yo, con mi aracnofobia y mis alergias, me atreví a ir con él al desierto, en un viaje de esos que dejan cosas dentro. Pronto preferí las ciudades europeas donde sacudirme el complejo de provincias y él continuó por lugares que sólo veré en televisión. Llegaron libros nuevos y otras aventuras, pero entonces yo estaba enredado con las mías que, aunque menos exóticas, me mantenían atareado. Poco a poco, nos fuimos viendo sólo en bodas y Navidades y, en algún momento en que dudé de casi todo, creí que nos estábamos perdiendo de vista.

Este primo-hermano me puso un mote que se parece más a mí que mi nombre. No es uno de esos que se pierden al pegar el estirón, sino de los que te acompañan y, cuando lo escucho, me giro porque quienes me llaman así vienen de un lugar que me gusta. Sé que odia las redes sociales, aunque quien le conoce estará de acuerdo en que él mismo es una inmensa red social de carne y hueso. Probablemente no haya podido elegir lugar peor para darle un like, pero como él me enseñó, hay cosas que uno sólo puede escribir y dejarlas en el buzón.

Cuando tuve un hermano mayor

El muro

wall

Entonces creía que lo que buscaba existía. Pensaba que algún libro antiguo o algún amigo sabio o algún país pequeño me ayudaría. Con la arrogancia del ignorante intuí que sería cuestión de estrategia. Diseñé planes. Imaginé conversaciones. Construí frases. Pasó un invierno entero y me di cuenta del fracaso. Decidí, entonces, que primero debía aprender y observar sin descanso. Aprendí sus canciones, visité sus parques, memoricé sus adjetivos. Con cada hallazgo completaba un mapa y, aunque una mirada bastaba para destruirme, cada día empezaba de nuevo, sin importar las manchas que el anterior había dejado. Resistía porque era cuestión de voluntad. Una mañana comprobé que el muro había crecido. Sin dormir, releí libros viejos, consulté amigos sabios y busqué en países aún más pequeños. Supe que la estrategia y la voluntad no habían funcionado. La fiebre me incendiaba y en una llama creí ver la solución. Desesperado regresé, y concentré todas mis fuerzas, mis palabras, mi deseo en un abrazo. Duró un segundo sólo: el mapa ardió, las canciones callaron y mi abrazo, gigante como un sol, se consumió. Tiempo más tarde comprendí mi error. Aquel muro nunca creció: era yo quien lo había levantado.

El muro

Albert, 54

Albert, 54

Un día nos contó que la habían multado por tener sexo en una playa. «Cincuenta euros», dijo. Y todos nos miramos. ¿Euros?  Pero si debía tener setenta años. Con su pelo rojo ensortijado y los ojos chispeantes de los primeros minutos de una borrachera,  no perdona un telediario y, desde que Podemos existe, es siempre su primera pregunta cuando nos reencontramos. Fue mi casera y mucho más que eso, tanto que, cuando mi novio quiso hacerme un regalo, me dibujó su casa para colgarla en nuestro salón. Me fui hace seis años. Cada vez que vuelvo le pido permiso para subir a los pisos de arriba y husmear, como si hiciese un inventario: esto está igual, esto es nuevo…  El septiembre pasado me contó que había muerto Hippolyte, la gata a la que espantábamos con una pistola de agua. Se colaba por la ventana del salón, la que daba a la cárcel de Saint-Gilles. En verano se escuchaba la megafonía del patio y los mundiales y eurocopas nos divertíamos adivinando cuantos presos había de cada nacionalidad por los gritos de los goles. Fui muy feliz en aquel salón. Aquella mesa larga de madera, con sus quemaduras de cafetera y los desayunos de pan, cortado en rebanadas perfectas con mantequilla salada, y los olores que llegaban anunciando quien se había levantado. Heredó aquella casa de sus padres y quiso hacer algo especial. Lo consiguió, al menos unos años. Luego llegaron los problemas que siempre llegan y ahora parece que todo son quejas, pero esos años las cosas fueron distintas. Había tantos planes…

Albert, 54

La playa

Port

Todos se habían ido con su bañador con sal y su baraja de arena. Todos se marcharon, pero nosotros decidimos quedarnos. El verano se oscureció aquella noche. Entramos en un bar con un periódico viejo, una barra amarilla y una araña en la pared. Quizá era domingo. Sentado en una mesa rompía servilletas, hasta transformarlas en arroz de papel. Afuera el puerto y todas las cosas que seguirían igual cuando aquello acabase. El barco temblando, las farolas verdes, las redes rotas, los coches sucios. Sonó una palabra como un tiro y despertó un silencio más grande que un bosque. Años después entendí que las cosas dolían porque estaban recolocándose, como los huesos al volver a su sitio, como los tendones cuando se tensan y los músculos se ensanchan y el cuerpo hace hueco gimiendo a una idea nueva. Esa palabra hizo girar mis días.  No era el suelo lo que se agrietaba, sólo una puerta a punto de ceder. No estaba perdido, sólo eran caminos que empezaban. Todo lo supe mucho después. Ahora sé reconocer el sonido del miedo antes de irse, como un cristal que estalla bajo el agua. Y aunque esa noche fue larga, el día regresó y el bañador y la sal y las cartas, pero no yo. Yo nunca volví a aquella playa.

La playa