
Entonces creía que lo que buscaba existía. Pensaba que algún libro antiguo o algún amigo sabio o algún país pequeño me ayudaría. Con la arrogancia del ignorante intuí que sería cuestión de estrategia. Diseñé planes. Imaginé conversaciones. Construí frases. Pasó un invierno entero y me di cuenta del fracaso. Decidí, entonces, que primero debía aprender y observar sin descanso. Aprendí sus canciones, visité sus parques, memoricé sus adjetivos. Con cada hallazgo completaba un mapa y, aunque una mirada bastaba para destruirme, cada día empezaba de nuevo, sin importar las manchas que el anterior había dejado. Resistía porque era cuestión de voluntad. Una mañana comprobé que el muro había crecido. Sin dormir, releí libros viejos, consulté amigos sabios y busqué en países aún más pequeños. Supe que la estrategia y la voluntad no habían funcionado. La fiebre me incendiaba y en una llama creí ver la solución. Desesperado regresé, y concentré todas mis fuerzas, mis palabras, mi deseo en un abrazo. Duró un segundo sólo: el mapa ardió, las canciones callaron y mi abrazo, gigante como un sol, se consumió. Tiempo más tarde comprendí mi error. Aquel muro nunca creció: era yo quien lo había levantado.