El pato y la viuda

Pato 3 (2)

Ya casi nada de esta habitación tiene que ver conmigo, pero sí el sonido al otro lado del tabique. La tele, su risa y ella hablando sola. No creo que sea cosa de la edad, cuando era niño también la escuchaba, aunque entonces me pareciese divertido. Supongo que ese salón no tendrá nada que ver con el de hace treinta años. Se habrá deshecho del pato, con las plumas marrones tan suaves, y los ojos negros y brillantes. Ya nadie tiene animales disecados. Mi Lama, con su carné de PACMA, me echaría de casa sólo con sugerirlo. Sin embargo, en mi calle había una tienda que ahora es una frutería y a todos nos parecía un lugar increíble. Yo me quedaba ensimismado viendo aquel señor con bata azul, trabajando de pie, frente a una mesa cubierta con hojas de periódico y olor a pegamento. Ahora hay demasiadas fruterías en todos los sitios y quién puede decir algo interesante de una frutería. Tardé en saber que su marido y su hijo se habían matado en un accidente de coche. Había una foto, pero los niños nunca preguntan por las fotos. Supongo que algo así destruye a cualquiera. Sin embargo, nunca me pareció triste, quizá porque siempre la he escuchado reírse y no hay risa más de verdad que la que sale cuando uno está solo. Antes de comprarse una tele, venía los viernes a ver la nuestra. Yo era pequeño, pero la recuerdo sentada en el borde de una silla, a punto de levantarse. Me pregunto como debe ser una vida en ese piso pequeño de viuda, con un Peugeot sin usar en el garaje,  viendo la tele hasta las dos con su pato y sus revistas del corazón. Mis padres me dicen que no exagere, que no está sola, pero no es lo mismo tener amigas, que no estar sola. Hubo un tiempo en que venía a casa a menudo y me gustaba que estuviese. Me llamó la atención que dejase de hacerlo, y que mi madre se resistiese a contarme nada. Pasados los años, me confesó que les sisaba cuando se quedaba con nosotros. La explicación  me dejó triste. Alguien a quien le han pasado esas cosas tiene derecho a sisar y que pueda seguir viniendo a ver la tele, pero mis padres prefirieron meter distancia, temiendo que pudiese ir a peor. Esta tarde la crucé en el ascensor y me preguntó de nuevo si me había casado. Le dije que no, y me apretó la cara con sus dos manos hasta hacerme daño, mirándome unos segundos en silencio, con esa mirada de aviso, con ojos de que uno debe casarse o aprender a reírse solo, sin que le importe si le escuchan los vecinos.

El pato y la viuda

Deja un comentario