
Han talado los frutales, quieren construirle a los niños una pista de fútbol. Aquello manzanos y perales estaban desde el principio, cuando sólo había el cierre y el pozo, mucho antes de la casa. Mi padre nos contaba que van a echar una planchada de cemento, y le he recordado subido a una escalera metálica podándolos, una mañana despejada de febrero, y yo sentado en el bordillo, contando los minutos por volver al coche. Odiaba con toda mi alma aquella finca. La compró cuando sólo había monte y cuervos, ni un vecino, y la convirtió en su retiro, el lugar en el que aplacar las neuras provocadas por la familia, donde respirar, sudar y resarcirse de ese trabajo de mesa y máquina de escribir. Mi padre, que se ha pasado la vida imaginando catástrofes, quería una gran casa familiar a la que acudir si algún día la suerte se torcía y todo se venía abajo.
A medida que la finca se fue armando, pasábamos más tiempo, algún año de mayo a otoño. Nadie sabe las horas que invirtió en levantar aquello, ni nadie imagina lo que soñó que llegaría a ser, siempre ideando proyectos: un otoño el invernadero, un septiembre uva para hacer vino, la ampliación de la casa y cada mes un trasto nuevo, trastos con motor, eléctricos, todos los que hoy están apilados en el garaje. Ahora sé que los mayores esfuerzos fueron para que me gustase. Ross, y el resto de los perros, la canasta que encargó al herrero de la Derrasa, la BH amarilla, la escopeta de balines, la piscinita. Todo en vano, porque a esos años nada se disfruta sin amigos, y mi único amigo era aquel topo invisible que desquiciaba a mi padre excavando galerías en su césped inmaculado; como yo, tratando por todos los medios de salir de allí.
Esos veranos duraban años, con sus tardes infinitas de siesta y series, de crucigramas sobre hamacas, de paseos con el walkman, de baños de cloro, y así un día tras otro. Yo me organizaba para estar el menor tiempo posible. Unía campamentos, Montederramo, fines de semana en la playa, construía un largo puente para llegar a septiembre pisando la finca sólo para poner lavadoras. El día que nos contó que la vendía todos pensamos que era una de sus fanfarronadas, esas reacciones infantiles con las que nos amenazaba . ‘La venderé y os arrepentiréis’. Sin embargo, lo hizo.
Cuando conocí a mi Lama, le llevé a la Derrasa. Aparcamos a cierta distancia, y nos acercamos caminando, como dos espías. El seto desbordaba la verja, la cancilla tenía desconchones, y las ramas del sauce tocaban el suelo. Habían tapado con un plástico negro la piscina. Con mis bermudas largas fluorescentes, yo empujaba al agua a mi hermana Sonia, con ese bañador rojo con volantes en las tiras y una burbuja de corcho rosa con forma de tortuga a la espalda. En el porche, las mesas de plástico con mis primos, las copas, y los restos derretidos de tarta helada y mi madre saliendo con bandejas de cañas con crema, tropezando con los papeles de los regalos de comunión y mi padre con su camisa abierta jugando a las cartas con mi tío Luis, y Ross espanzurrado a la sombra del Renault 18. Entonces, nos acercamos más. Entre las parras del cierre vi el césped al lado del pozo, amarilleaba un poco. Sonreí cuando descubrí los pequeños montoncitos de tierra. Mi amigo seguía allí.




