
Pagué tres euros más, extendí el brazo y dejé que el portero estampase un corazón en mi muñeca. Álex supo entonces que la noche no terminaría temprano. Ese sello daba derecho a ir al baño todas las veces que fuesen necesarias, sin tener que pagar a la madame pipi cincuenta céntimos por entrar. En la práctica, esa marca de tinta nos clasificaba en dos grandes bandos: los ‘descorazonados’, que se irían a casa pronto, y los que nos quedaríamos, confiando todavía en que las noches pueden traer algo más que ibuprofeno y decepciones.
Gelatina se había convertido en la soirée del verano, y bajar las escaleras de la Gare Bruxelles-Congrès mientras sonaba La Casa Azul me pareció más que una señal, casi una recepción. Dejamos la chaqueta, e ignoramos el photocall o quizá el photocall nos ignoró a nosotros. Me alegré de que la música estuviese tan alta que apenas se pudiese hablar. Odiaba descifrar ese francés de borrachos en el que sus diecinueve vocales suenan a ‘u’. De camino a la barra empezó el baile de miradas. Como cada noche, ojos que te siguen, te descartan o te dan cita para tres copas más tarde. Adoraba aquel lenguaje de falsa sutileza, aquel código que se vuelve burdo a medida que la noche avanza, hasta el punto de mirar a gritos cuando suena la última canción y afuera sólo espera un taxi para volver a casa. Sin embargo, la última canción estaba lejos, y yo flotaba en aquel espacio subterráneo de hierro y hormigón, un búnker de ritmos y temperatura alta, de luces flúor iluminando las caras y, en lo alto, Ricky Corazón, con sus gafas de sol azules y su camisa de flores, transformando una estación de metro abandonada en un acuario de peces tropicales, con sus electrocumbias y su pop latino. A mi alrededor, un archipiélago de caras pálidas, de pelos desordenados, de camisetas rasgadas y zapatillas sucias, de cuerpos lánguidos, sudando, agitándose como espectros, lentos y suaves, desapareciendo y apareciendo, sincronizados con el latido de las luces. No sé cuándo llegó, pero en cuanto le vi, el resto de las miradas se fueron a negro.
Lo primero fue su cuello, largo como una columna de arena, marcado con dos lunares, los puntos gemelos de un mordisco. Bailaba sujetando la mano de una amiga, leve, frágil, torpe. Quise que la música no estuviese tan alta, y me quedé pegado a aquella pared donde en algún momento alguien también esperó a su metro. Sonaba Javiera Mena, sentía un deseo intenso, urgente de conocerle, un impulso físico, en el estómago. Álex me llamó desde la barra, le ignoré. Se acercó y me presentó a un inoportuno. Al volverme se había esfumado. Le vi subiendo las escaleras de dos en dos. La vida no es un anuncio de perfumes y no salí corriendo. Seguí anclado a mi inoportuno, pensando que afuera sería de día, y se escucharían el ruido de los comercios y los colegios, las frases limpias de una mañana que me dejaba sin tiempo y sin espacio.
Aquella noche dormí agitado, y salté al ordenador en cuanto abrí los ojos. Nada. Durante toda la mañana entré y salí de la web de Gelatina, con el ansia del jugador al que le queda una apuesta. A las cinco de la tarde, Ricky Corazón apareció, sonriendo a mi resaca desde la pantalla de mi portátil. Nervioso, revisé cada una de las fotos de la galería. Delante del photocall, posaban todos los espectros de la noche anterior y, en medio de ellos, él. Sólo tenía una foto, pero tenía un principio, y quien tiene un principio tiene un camino y aquel camino que empezaba no sería corto ni acabaría bien, pero sería hermoso y me llevaría a lugares que nunca antes había conocido.