El compañero de piso que me detestaba

Smauel 3

Nunca he sido el compañero de piso ideal, aunque tardé en ser consciente. Gastaba el champú de mis amigos, usaba sus calzoncillos si los míos estaban sucios, y llamaba desde su móvil cuando me quedaba sin saldo. Hubo reproches, claro, pero siempre los atribuía a una cierta incomprensión de esa filosofía tan sana de ‘lo tuyo-es-mío’, propia de familias numerosas como la mía, donde el cepillo de dientes es la única propiedad privada. Sin embargo, llegó Samuel, y me abrió los ojos.

Aquel verano, Yolanda apareció en la redacción con una caja de cartón agujereada. El día antes le había contado que había llegado el momento de vivir solo. Tenía un trabajo, y mis años de estudiante debían acabarse. Al momento se dio cuenta de que, si no era capaz de callarme mientras escribía, mal iba a llevar la soledad de un piso y creyó que aquel siamés me ayudaría a soportar las cenas frente al televisor. En honor al gato del escritor Carlos Casares, le llamé Samuel. Todavía me parece uno de los pocos nombres dignos para una mascota. Llamándose Samuel, llegaría a ser un gato sabio y viejo, con una enorme barriga que acariciar mientras meditaba las decisiones de la vida. En cuanto lo saqué de la caja y le sonreí, supe que no me soportaría.

Tal vez porque he sido siempre de perros, no esperaba gran cosa de mi huésped, quizá algo más que de un pez o una tortuga, pero nunca fantaseé con que fuese a recibirme a la puerta. Sin embargo, su frialdad superó las expectativas. Recuerdo su cara de asco al verme llegar a casa, repantigado en el sofá, sabiendo que le obligaría a hacerme hueco. En realidad, me pasaba el día fuera, y aquel piso de la calle Teo se fue haciendo suyo. Yo sentía envidia de la relación de mis vecinos Manolo y Sole con su gata Cloe, una persa que se subía a la mesa cuando trabajaban en el ordenador, dejando que ellos se relajasen hundiendo sus dedos en ese ovillo mullido de pelo negro. Samuel estaba lejos de ser un gato-siesta, de esos que se acurrucan contigo los días de resaca. Me habría conformado con que fuese un vulgar gato interesado, de los que ronronean y se rozan contra tus piernas cuando quieren algo. Sin embargo, podía dejarlo sin comer dos días, y seguía mirando por la venta, impasible, como si fuese de yeso. Si entraba en la cocina y le descubría embobado con el centrifugado de la lavadora, improvisaba un bostezo, simulando que nada le interesaba ese estúpido pasatiempo y se encaramaba a la ventana, con esa pose de gato poeta, como si todo lo que le importase estuviese lejos de allí. Entonces, me arrepentía de haberle llamado Samuel y no Micifú o algún ridículo nombre de gato de tebeo.

Todo eso pasaba ya antes de castrarlo, aunque eso tampoco ayudó. Recuerdo cuando regresamos a casa después de la operación. Atontado por la anestesia se caía al tratar de subir a la encimera, y me vio sonreír. Se pasó dos noches maullando, sin saña, de manera fingida, repetitiva, mecánica. Estoy seguro de que no dejarme pegar ojo y estremecer al vecindario fue su venganza. Pese a todo, le tenía cariño. A veces se quedaba pasmado mirando la televisión. Aunque sólo fuese por recordarme que los gatos no ven la tele, yo cambiaba de canal. Orgulloso, se giraba y se largaba lentamente, restregándome mi egoísmo con sus orejas tiesas y su rabo en alto. Hace años que Samuel y yo dejamos aquel piso, cada uno en una dirección. Sin embargo, conservo grabada esa cara de aristócrata ofendido y, cuando mi Lama se enfada y se marcha dándome la espalda mientras me dice que no pasa nada, tengo miedo de escucharle maullar desde el fondo del pasillo.

El compañero de piso que me detestaba

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