Mi miedo a ser un búho

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Mi hermana Sara había alquilado aquella habitación a las afueras de Dublín, estábamos destruidos después de un día de aviones y autobuses, tiré las maletas, me acosté sobre la cama, y la vi en el techo, acechándonos. Dicen que sólo hay una cosa peor que descubrir una araña: perderla de vista, así que no sólo necesitaba que se deshiciese de ella, sino que debía verla salir de allí con mis propios ojos. Por lejos que Irlanda esté de África, todas las arañas me parecen igual de aterradoras. Además, siempre tengo presente esa escalofriante estadística de que cada año nos comemos un promedio de ocho mientras dormimos, así que mi hermana se dio cuenta de que mi amenaza de irme a un hotel iba en serio. Usando una escoba y un recogedor como dos pinzas se subió a la cama y la atrapó. A un metro de distancia, la seguí hasta comprobar como aquella bolita de pelo articulada se alejaba por la ventana.

En cuestión de miedos me considero una persona bastante vulgar. Con los dentistas y las montañas rusas, arañas y culebras lideran mi ranking. De niño me acerqué una tarde a ver pescar a un amigo. Para mantener las truchas frescas, había sumergido en la orilla una de esas cestas de mimbre con un agujero en la tapa. Metí la mano para contarlas, y una culebra se enroscó en mi muñeca. Agité con fuerza el brazo y la lancé al agua, fueron sólo unos segundos, pero esa sensación viscosa me heló el corazón, y treinta años después todavía se repite en sueños.

En cuanto a las películas de miedo, sólo puedo con aquellas que, en realidad, no dan miedo. No tengo problemas con vampiros, hombres-lobo y demás seres que no asustan a nadie con más de siete años, pero si aparece un exorcismo, como mínimo, tengo que encender todas las luces de casa. Hace poco tuve ocasión de comprobar que, desde mi adolescencia, he hecho pocos progresos. Mi Lama y yo nos habíamos armado de valor para ver Expediente Warren, entonces salió aquel mensaje: ‘Basada en hechos reales’. Me dedico a marketing y sé que esa frase se usa hasta parar presentar XMen. Me dio igual, nos miramos y apagamos la tele.

Desde luego, no creo en nada de eso, sin embargo, el miedo va por libre. De adolescente, participé en alguna sesión de espiritismo con los amigos, y era sistemáticamente expulsado por mis gracietas. El médium, un francés que pasaba las vacaciones en el pueblo, se dio cuenta de que reventaba sus números y dio con la manera de librarse de mí. ‘Espíritu, ¿hay alguien en esta mesa que quieres que se vaya?’. Por supuesto, el vaso recorría todas las letras de mi nombre. Yo estaba fascinado con que, pese a que en aquel pueblo todo el mundo moría de viejo o de aburrimiento,  los espíritus que se manifestaban eran siempre niñas que se habían ahogado el día de su comunión y casos así de siniestros. La última noche que me dejaron asistir, el francés comenzó diciendo: ‘Espíritu, si estás ahí ve al sí y si no, ve al no’. Quiero pensar que fue un problema de idioma, pero mi carcajada me dejó fuera de aquellos shows para siempre.

Con los años han ido apareciendo miedos nuevos. En la etapa de la universidad se registró un terremoto de 5,1 grados en la escala Richter en Galicia, nada especialmente devastador, pero lo suficiente como para notarse en Santiago y que los estudiantes se hiciesen camisetas de ‘Compostela tembló y yo estaba allí’. Al día siguiente, la prensa anunciaba que esas movimientos no eran tan extraños y que quizá se producirían nuevos temblores. Aquello me marcó y me recuerdo cronometrándome bajando de dos en dos las escalares de aquel sexto piso de la calle Santiago de Chile para saber cuánto tardaría en llegar a un lugar seguro.

Otro de mis grandes temores es el miedo al ridículo. En realidad es uno de los que más me molesta. Podemos arreglárnoslas para vivir lejos de montañas rusas, arañas o dentistas, pero el miedo al ridículo siempre está ahí, haciéndonos la vida más aburrida. Un amigo se apuntó a un curso de teatro, uno de esos talleres en los que no se estudia a Chejov ni nada de eso, sino que simplemente se grita y todo el mundo se revuelca por el suelo haciendo la croqueta y soltando emociones fuera. Para romper el hielo, el profesor pidió que cada uno representase un papel inspirado en una película de terror. Enseguida, el escenario se llenó de gente caminando como zombies, imitando a brujas o mordiéndose el cuello. Al ver que los personajes estaban cogidos, mi amigo decidió quedarse en una esquina, en cuclillas, con los ojos muy abiertos y haciendo: ‘Uuú, uuú’. Al acabar, el profesor le confesó intrigado que el suyo había sido el único papel que no había identificado. Con naturalidad, le respondió que había optado por hacer de búho. Cuando me lo contó me pareció maravilloso, y me dio una envidia tremenda. Creo que, si tuviese el valor de subirme a un escenario y hacer el búho, todos los demás miedos me darían igual.

Mi miedo a ser un búho

Aquella tormenta

Tormenta 3

Apenas había coches, pero si pasaba alguno, el viento nos obligaba a sujetar con fuerza el manillar para no perder el equilibrio. Serían las seis, y sobre la sierra asomaban las primeras nubes, lentas, pesadas, como gotas de tinta en un cielo azul. Avanzábamos en silencio por una carretera pegada al río, aguantando un calor tormentoso que nos hacía sudar. Conocía el camino, y no faltaba demasiado para la bajada que llevaba al pueblo, así que esperé mi momento. Al llegar al puente, apareció la recta. Entonces, me lancé a pedalear con toda mi alma, como si fuese cuestión de vida o muerte. Le adelanté por sorpresa, gritó algo que no entendí, y me concentré en alcanzar toda la velocidad posible. En la primera casa levanté los brazos, me di la vuelta y le vi, con el pelo tapándole la cara. Mis pedales seguían girando solos.

Apoyamos las bicis y compartimos un agua sentados sobre un muro de piedra, con el embarcadero a la espalda. No había nadie, un bóxer dormitando frente al bar, las casas con las persianas bajadas, y el río que se alejaba entre dos montes, oscureciéndose en la distancia. Como lagartijas, nos tumbamos a descansar. El sol nos obligaba a cerrar los ojos, y con su camiseta nos tapamos la cara, a lo lejos se escuchaba el ruido de alguna máquina con motor. Creo que no llegué a dormirme, no lo recuerdo. Cuando abrí los ojos, el cielo se había cubierto.

La primera gota, gorda y caliente, estalló sobre mi mano. Él pedaleaba delante y, casi en el mismo momento, aceleramos, intentando ser más rápidos que la tormenta. La lluvia cambiaba el color del asfalto, y dibujaba círculos sobre el río; una lluvia pesada, como si el cielo también sudase. Sin avisar, frenó, dejó la bici y corrió a refugiarse en un hueco excavado en un talud. Empapados, nos agazapamos con la espalda pegada a la tierra, aprovechando el pequeño espacio, rodeados de piedras y raíces. Delante, una viña, el agua rebotando contra las hojas de las vides; un poco más lejos, el río, ahora gris, reflejando las torretas eléctricas. Nos quedamos hipnotizados por el ruido de la tromba y los relámpagos.  Poco a poco, los truenos se fueron espaciando, y dejó de llover. Ya no se oía nada, apenas nuestra respiración y, aunque la tormenta había pasado, no nos movimos. Sólo cuando empezó a refrescar, decidimos marcharnos.

Aquella tormenta

Mis enfermos imaginarios

Fantasmas

Somos una familia sana y, sin embargo, nos vuelven loco las enfermedades. En realidad, les tenemos un pánico terrible, pero no podemos vivir sin ellas, como casi todas las cosas a las que uno le tiene pavor. Mi hermana Sonia maneja un censo exhaustivo del estado de salud de parientes y amigos, y disfruta manteniéndonos puntualmente informados. Cada vez que nos sentamos a comer, nos da el parte y, si trae en el bolsillo algún caso truculento, se le abren los ojos y le brillan las pupilas. ‘¿Os habéis enterado de lo de Teresita?’. Y todos nos echamos la manos al estómago, sintiendo ya en nuestro cuerpo los primeros síntomas.

No sabemos cuál es el origen de este terror porque tanto por vía materna como paterna hemos encontrado trazas de hipocondria. Mi padre, que no soporta un capítulo completo de House, está convencido de que el secreto de la longevidad está en el senderismo, y, desde que se jubiló, vive como un maqui, pasando más tiempo en el monte que en casa. Mi madre, una yonki de los programas de medicina natural,  ha acumulado un conocimiento tan vasto de remedios caseros que no le llegan las letras del abecedario para nombrar las vitaminas que conoce. El caso es que los cinco hijos no sólo hemos heredado este gen, sino que lo hemos llevado a una escala superior.

En el pódium se encuentra mi hermana Rebeca, que vive en una lucha diaria para conquistar la inmortalidad por la vía de los seguros médicos y las herboristerías. Ha pasado por las dietas orgánicas, la macrobiótica, el pilates, el yoga, el mindfulness. Un día lee que la cúrcuma previene el cáncer, y cúrcuma hasta en la pasta de dientes. El santo de su marido tiene que beber Coca Cola a escondidas, y a su hija la premia con la ‘golosina inteligente’: una triste madarina.

Para mi hermana Sara, la causa de toda enfermedad se encuentra en la comida, así que cada semana declara la guerra a un grupo de alimentos. Hace poco vino a cenar. Estresado con la noticia, repasé todas sus fobias, y me pareció recordar que el pollo todavía sobrevivía a su criba. Error garrafal. Me explicó que sólo le gusta si se prepara en filete, si está cocinado en pedacitos se le cierra el estómago. Cuando nos lanzamos a hablar de enfermedades, Alex nos mira como si estuviésemos locos y exhibe su capacidad para comer en un McAuto como un signo de salud mental. Sin embargo, el más pequeño de la familia es, sin duda, el peor paciente. La más leve de las dolencias, el más insignificante de los catarros desata un torrente de lamentos, constantes, monocordes, infinitos; tanto ha ensayado el arte de protestar que su tono de voz ha adquirido con el paso de los años la cadencia de un quejido, como aquellos dibujos animados de ‘Leoncio y Tristón’, y hasta cuando canta un cumpleaños suena como un fado.

Antes de Rebeca, yo reiné en el podium muchos años, especialmente, en mi etapa universitaria. Entonces, la doctora Rosa, del ambulatorio de Concepción Arenal de Santiago, era una persona imprescindible en mi vida. Pese a ser su paciente incordio, estoy seguro de que me admiraba en secreto. En el fondo sabía que, con apenas 20 años, había logrado sobrevivir a infartos, tumores, derrames cerebrales y un montón de virus tropicales que sólo yo creía que habían llegado a Compostela. Con los años, he conseguido dejar atrás esas neuras, y estoy seguro de que mi querida doctora Rosa me añora y saca a relucir mis visitas para animar sus cenas de Navidad. Lo cierto es que nunca he hecho demasiado caso a los refranes, pero hay uno que me viene a la cabeza cuando esos miedos amagan con volver: ‘Lo que no mata engorda’. Sin embargo, al mirarme en el espejo me pregunto si mis enfermedades serán realmente tan imaginarias, a juzgar por los kilos reales que se acumulan en mi cintura.

Mis enfermos imaginarios

Mi último verano en un armario

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Pasábamos el verano en la Derrasa, y, después de comer, salimos a dar un paseo para no inquietar a mis hermanos. Quise que mis padres lo supiesen desde el principio. Llevaban semanas preocupados por mi estado de ansiedad, y les dije que necesitaba hablar con ellos. Mi madre se esforzaba por no aparecer atacada, y mi padre me miraba en silencio, esperando la confesión de alguna maldad. Con la tendencia de mi familia al tremendismo, a saber qué pasaba por sus cabezas. Había ensayado tanto aquella conversación que me llevó tiempo llegar al titular. Todos esos rodeos y el cuidado eligiendo las palabras hicieron que mi madre se desesperase y sufriese un mareo que casi la tumba. Mis planes de conseguir que aquello discurriese de manera sosegada se fueron al traste y la conversación terminó en el centro de salud de Juan XXIII, con mi madre explicándole a un médico de guardia como la noticia de que a su hijo le gustaban los chicos le había cortado la digestión.

Aquel verano de 1997 tuvo capítulos de tragedia griega, pero, como los grandes dramas, también escenas cómicas. Recibí decenas de consejos, y no tengo duda de que, detrás de ellos se encontraban las mejores intenciones, sin embargo, también una cierta imprudencia. Con tono de confesión, la madre de un amigo me comentó que el mundo estaba lleno de gente reputada de los que nadie sospechaba ‘lo suyo’, y que todo era cuestión de llevarlo con discreción y así conseguiría llegar tan alto como quisiese. Aquella mujer, que realmente me apreciaba, sólo buscaba animarme, sin darse cuenta de que sus palabras me invitaban a entrar de nuevo en un lugar del que me esforzaba en salir. Por suerte, no fue lo habitual y las reacciones más frecuentes se parecieron más a la de otra madre,  la de mi amigo Alberto. En cuanto me vio, la mujer me estrujo sin mediar palabra y me estampó dos besos explosivos. Al parecer, le daba una pena terrible que no pudiese tener hijos. No se imaginaba que, a los 21 años y, con el panorama que se me venía encima, la última de mis preocupaciones era no tener útero al que agarrarme.

De aquellos meses se me ha quedado grabada una frase. Una amiga se pasó un buen rato asegurando que ser gay era fantástico, y que ella jamás había tenido nada en contra de ‘este colectivo’. ¡Colectivo! ¡La de palabras nuevas que se incorporaron a  mi vida ese verano! Como cierre para su monólogo me miró a los ojos y, en una demostración de afecto, me dijo: ‘Además, Nacho, tú eres un gay como dios manda’.  Al momento, entendí que los gays que dios mandaba eran muy probablemente aquellos que nos cuidábamos mucho de no parecerlo.

Con mi tendencia al melodrama, ‘lo mío’ se convirtió en el monotema del verano, mis amigos me llamaban si algún gay salía por televisión, o me proponían presentarme a un compañero de su clase que tenía en Almería un primo ‘igual que yo’, como si fuésemos los dos últimos osos panda sobre la tierra. Por si todo fuese fruto de mi hipocondria y la ayuda de un experto conseguía devolverme al lado adecuado de la acera, mis padres me llevaron a una sexóloga.  Al entrar en su consulta y escuchar el motivo de la visita, la mujer me miró con cara de compasión, y me mandó a la sala de espera, mientras reservaba la terapia para mis padres. A la media hora salieron con un gesto compungido, y un montón de libros debajo del brazo. Hojeándolos en casa entendí perfectamente su cara de preocupación, todas aquellas historias empezaban con párrafos como: ‘Cuando sus padres encontraron a Ken ahorcado en el granero, ya era tarde para reaccionar’. Supongo que, en aquellos meses, desaproveché la ocasión de pedir a mis padres cualquier cosa, tantas eran sus ganas de verme feliz, que me hubieran consentido los caprichos más disparatados.

En realidad, nada fue tan difícil, ni tampoco tan sencillo. Lo viví con la intensidad del que ve moverse bajo sus pies su apacible vida de chico de provincias, y con la incertidumbre de sentirse distinto a una edad en la que no conseguir las zapatillas de moda era motivo de exclusión. Hoy me sonrojo cuando lo escribo con este tono de testimonio de superación, como si hubiese escapado de una lapidación segura. Con los años he visto que este tipo de escenas forman parte de la biografía de muchos amigos, con los mismos ingredientes de vencer el miedo, de sentimientos de vergüenza y culpabilidad, y que todo lo que esta historia tiene de especial lo tiene únicamente para mí. Hubo errores y algunas cosas tristes, pero sobre todo mucho cariño, y hoy sonrío cuando imagino qué habría pensado si ese verano alguien me hubiese propuesto contarlo todo en un blog.

Mi último verano en un armario

Esas cosas que hacen las parejas

Foot kissing

Siendo estudiante, el novio de una amiga le chupeteaba los pies mientras todos veíamos películas de vídeo. Él era un chico de lo más normal, con sus apuntes de Empresariales, sus pantalones de pinzas marrones y sus náuticos Camper. Aparentemente, inofensivo. Sin embargo, veía los pies de ella y se transformaba en un impetuoso cachorrillo de boxer, sin importarle quien estuviese alrededor. Hace poco le reencontré convertido en un comercial de traje y corbata, pulcro y comedido, con su ipad y su tarjeta personalizada. Sin embargo, ese sonido gomoso y líquido de besuqueo nos acompañó toda la reunión, y mientras lo escuchaba en mi memoria, pensaba que las parejas son adorables, pero las parejas son también un infierno, especialmente para los otros.

Mi amigo Quim dice que prefiere un cólico nefrítico antes que una tarde en Ikea con dos novios. ¡Qué sabio!  ‘¿A qué es mejor el nórdico azul? Díselo tú, anda, que a mí nunca me hace caso!’. No se me ocurre nada más exasperante que ser utilizado para desempatar todas las decisiones que conlleva amueblar un apartamento. Particularmente, me sacan de quicio las parejas que hablan en plural. ‘Nosotros no iremos’, dicen, como si se tratase de un grupo parlamentario fijando su posición. Son parejas que han renunciado a su autonomía, que llegan y se van atadas por una especie de cordón umbilical invisible. Su vida transcurre en tándem. ‘Por nosotros, todo ok’, escriben en los grupos de whatsapp, uno siempre portavoz del otro. Son esas medias naranjas perfectas que están de acuerdo en todo, y uno se las imagina en casa consensuando temas. ‘Cari, ¿qué era lo que opinábamos de los refugiados?’.

Me fascinan también los novios que se llaman por el mismo apelativo cariñoso, y, además, ponen voz de gominola cuando lo pronuncian, como si se hubiesen quedado solos. ‘Chuli, ¿qué tomas? Una infusión drenante, chuli’. Chuli 1 y Chuli 2, como agentes de policía tonteando por el walkie. En la categoría de las parejas gay más irritantes situaría a los que se intercambian ropa con su novio. ‘Pues los dos usamos la misma talla, así que nos ponemos las camisas del otro todo el tiempo. ¿No te parece increíble?’, me contó hace algún tiempo un ex, mientras yo lo imaginaba en lo alto de una pira ardiendo entre etiquetas de COS. Cuarenta kilos de diferencia nos impiden a mi Lama y a mí caer en ese vicio. Sin embargo, por casualidad, nos compramos una vez el mismo modelo de calzoncillo. Por difícil de creer que resulte,  me puse el suyo. De verdad, no sé cómo lo hice sin seccionarme el tronco. Además, no fue un día cualquiera. Habíamos ido a hacer senderismo y kayak. Tras doce horas al borde de la trombosis, cuando me lo quité, el elástico estaba tan hundido que aún tengo la marca.

Igual de asombrosas me parecen las parejas que disfrutan aireando intimidades en la sobremesa. Una amiga de mi Lama nos contó una tarde que su novio la tenía tan grande que rompía los calzoncillos, y lo soltó con una naturalidad pasmosa, como quien comenta que las bolsas del supermercado ya no aguantan la compra. Apenas teníamos confianza. De hecho, sería la cuarta vez que veía aquella veinteañera, que después de semejante confidencia siguió removiendo su cortado, esperando callada a que yo aportase algún comentario de valor a la conversación.

Sin embargo, las peores son las parejas saboteadoras. Si a uno se le ha ido la mano con el vino y esa noche está a tope, el otro inicia su ataque. Se va apartando de la conversación de puntillas, mientras desde la banda lanza miradas lánguidas y acuosas de cansancio y, poco a poco, va tomando posiciones para la artillería de bostezos, bostezos largos y profundos, que al otro le explotan en la conciencia como una bomba racimo de culpabilidad. El aire se vuelve tan irrespirable que finalmente se escucha: ‘¿Estás cansado? ¿Quieres que nos vayamos?’. Y, entonces, llega el cierre maestro. ‘A ver, Nacho, si te lo estás pasando bien, nos quedamos un poco’. A mí me ha tocado una de estas parejas, y, francamente, a veces preferiría ponerme sus calzoncillos.

Esas cosas que hacen las parejas

Sus primeras novias

Cine

Yo adoraba a las primeras novias. No a las mías, claro. Las mías fueron un ensayo de prueba y error que siempre daba error. Pero me fascinaban las de mis amigos, porque, de alguna manera, eran una conquista colectiva y porque también eran lo que entonces me preguntaba si algún día me pasaría a mí. La mayoría se han convertido en recuerdos de hace veinte años, madres que uno se cruza en el parque cuando regresa a casa por Navidad, nombres que pronunciar con cuidado para evitar enrarecer una sobremesa, porque esas primeras historias conservan una presencia intimidante, como una habitación sellada que proyecta una luz desde la cerradura, una existencia previa a las novias que llegaron después, las que trajeron los tiempos de la sensatez. Aquellos compromisos primeros se establecían con el voltaje de un tiempo en el que todo era presente, años sin futuro, en los que prometer no tenía sentido. Quizá por eso, esas historias, cegadoras e incontrolables, se consumieron como cometas al entrar en la atmósfera de la madurez, y esas novias casi nunca se convirtieron en esposas.

Puede que el pasado lo embellezca todo, pero aquello no fueron cuentos y tampoco recuerdo hadas. Hubo inocencia, mucha; pero también batallas, estrategias, emboscadas, asaltos, terrenos resbaladizos y frágiles como pistas de hielo, incendios, víctimas y traidores.  ¿Cómo se podía sobrellevar que todo tuviese un significado decisivo? La llamada que no llegaba, la butaca elegida en el cine, el viernes que se marchó sin avisar. Todo se analizaba minuciosamente y los resultados eran victorias y derrotas compartidas, historias que uno había ayudado a sacar adelante, y contemplaba con los ojos de una matrona, sentimientos que avanzaban lentamente, sin ni siquiera tener todavía palabras suficientes para llamarlos,  y cuando al fin se transformaban en novias, entonces lo sabíamos todo de ellas, sin haber tenido tiempo de cruzar palabra. Sabíamos cuánto había costado, el deseo y la energía  en la cuneta, los desvelos y ansiedades que se sienten en la boca del estómago, el miedo a atreverse, el valor de decir, uno había sido testigo y no sólo entendía la felicidad de sus amigos, sino que la felicidad le salpicaba.

Con el sigilo que precede a las catástrofes, llegó el desencanto, y esas relaciones eternas como diamantes quedaron reducidas a piedras en las que no volver a tropezar, lecciones de vida de las que aprender. Los amigos seguían siendo amigos, aunque las vidas se despegaban. Yo descubrí el elemento que no funcionaba en mis test de prueba y error, y conseguía sentarme a jugar con mis propias fichas en la mesa de las primeras historias. Con los años, aparecieron segundas y terceras novias, presentadas en restaurantes, en cenas en las que escuchar la biografía de la relación en formato de dos platos y postre. Yo las miraba, intrigado. No sabía qué habían pensado la primera vez que se habían visto, ni por qué se habían elegido, ni cuánto les había costado llegar a aquella cena y, sin embargo, tenía delante la incontestable felicidad de mis amigos, una felicidad que me llegaba completa, como un logro conseguido en solitario, del que era ajeno, una forma de felicidad nueva, más sólida y privada. Para mí, esas segundas novias nunca fueron novias: siempre fueron esposas.

Sus primeras novias

El novio que no conocía a Perales

 

Dani 2

Cuando nos conocimos, mi Lama no había escuchado hablar de Perales y el nombre  ‘Manuel Fraga’ le sonaba de los libros de la ESO, aunque no lograba ponerle cara. Con doce años menos y no siendo de Galicia, donde los niños reconocen a Fraga antes que a Pepa Pig, esas lagunas parecían naturales, así que no me alarmé y me convencí de que, al fin y al cabo, uno puede prescindir de Perales y Fraga sin que su relación se resienta. La ilusión de los inicios me impedía ver que las dificultades de esta diferencia de edad no habían hecho nada más que empezar. Pronto descubrí que, cuando escuchaba a Sabina, me miraba como si fuese Mocedades. Con El Canto de Loco y Despistados le vi las orejas al lobo, pero me recorrió un escalofrío cuando me pidió que le acompañase a un concierto de Auryn. A cara descubierta y en mi ciudad, superé esta prueba de amor. Su silencio al escucharme hablar de V me hizo darme cuenta de que nunca tendríamos esas encantadoras conversaciones de series que tienen todas la parejas. También me repuse del susto de descubrir que su madre estaba más cerca de mi edad que él y hasta me acostumbré a escuchar en las tiendas del barrio frases del tipo: ‘Nacho, pero si ya ha pasado tu hermano pequeño a por el pan’. Más complicado resultó llegar a un pacto lingüístico acerca del modo en el que tenía de referirse a mis amigos. El abuso de la palabra ‘señor’ me sacaba de quicio. Por si las cosas no fuesen bastante difíciles en Coruña, descubrí que mi Lama era el mayor de su grupo de amigos de  Miranda de Ebro. Allí me esperaba una banda de post-adolescentes que me miraban temiendo que les fuese a preguntar si todavía se dice molar, y que me invitaban a   eventos como la macarronada de San Juan. Quizá lo más humillante era la consideración de alguna de sus amigas, preguntándose en voz alta si yo me sentiría a gusto en aquel bar tan lleno de gente. Hoy mi Lama tiene 28, y puedo decir su edad sin sonrojarme. Sin embargo, me temo que las cosas se empiezan a torcer desde su lado. Hasta ahora nunca le he visto titubear cuando contaba que su novio tenía treinta y tantos, eso sí, casi siempre sin concretar. Sin embargo, amigos,  el 7 de julio se acerca, y los cuarenta pesan en la boca de un veinteañero.

El novio que no conocía a Perales