
Somos una familia sana y, sin embargo, nos vuelven loco las enfermedades. En realidad, les tenemos un pánico terrible, pero no podemos vivir sin ellas, como casi todas las cosas a las que uno le tiene pavor. Mi hermana Sonia maneja un censo exhaustivo del estado de salud de parientes y amigos, y disfruta manteniéndonos puntualmente informados. Cada vez que nos sentamos a comer, nos da el parte y, si trae en el bolsillo algún caso truculento, se le abren los ojos y le brillan las pupilas. ‘¿Os habéis enterado de lo de Teresita?’. Y todos nos echamos la manos al estómago, sintiendo ya en nuestro cuerpo los primeros síntomas.
No sabemos cuál es el origen de este terror porque tanto por vía materna como paterna hemos encontrado trazas de hipocondria. Mi padre, que no soporta un capítulo completo de House, está convencido de que el secreto de la longevidad está en el senderismo, y, desde que se jubiló, vive como un maqui, pasando más tiempo en el monte que en casa. Mi madre, una yonki de los programas de medicina natural, ha acumulado un conocimiento tan vasto de remedios caseros que no le llegan las letras del abecedario para nombrar las vitaminas que conoce. El caso es que los cinco hijos no sólo hemos heredado este gen, sino que lo hemos llevado a una escala superior.
En el pódium se encuentra mi hermana Rebeca, que vive en una lucha diaria para conquistar la inmortalidad por la vía de los seguros médicos y las herboristerías. Ha pasado por las dietas orgánicas, la macrobiótica, el pilates, el yoga, el mindfulness. Un día lee que la cúrcuma previene el cáncer, y cúrcuma hasta en la pasta de dientes. El santo de su marido tiene que beber Coca Cola a escondidas, y a su hija la premia con la ‘golosina inteligente’: una triste madarina.
Para mi hermana Sara, la causa de toda enfermedad se encuentra en la comida, así que cada semana declara la guerra a un grupo de alimentos. Hace poco vino a cenar. Estresado con la noticia, repasé todas sus fobias, y me pareció recordar que el pollo todavía sobrevivía a su criba. Error garrafal. Me explicó que sólo le gusta si se prepara en filete, si está cocinado en pedacitos se le cierra el estómago. Cuando nos lanzamos a hablar de enfermedades, Alex nos mira como si estuviésemos locos y exhibe su capacidad para comer en un McAuto como un signo de salud mental. Sin embargo, el más pequeño de la familia es, sin duda, el peor paciente. La más leve de las dolencias, el más insignificante de los catarros desata un torrente de lamentos, constantes, monocordes, infinitos; tanto ha ensayado el arte de protestar que su tono de voz ha adquirido con el paso de los años la cadencia de un quejido, como aquellos dibujos animados de ‘Leoncio y Tristón’, y hasta cuando canta un cumpleaños suena como un fado.
Antes de Rebeca, yo reiné en el podium muchos años, especialmente, en mi etapa universitaria. Entonces, la doctora Rosa, del ambulatorio de Concepción Arenal de Santiago, era una persona imprescindible en mi vida. Pese a ser su paciente incordio, estoy seguro de que me admiraba en secreto. En el fondo sabía que, con apenas 20 años, había logrado sobrevivir a infartos, tumores, derrames cerebrales y un montón de virus tropicales que sólo yo creía que habían llegado a Compostela. Con los años, he conseguido dejar atrás esas neuras, y estoy seguro de que mi querida doctora Rosa me añora y saca a relucir mis visitas para animar sus cenas de Navidad. Lo cierto es que nunca he hecho demasiado caso a los refranes, pero hay uno que me viene a la cabeza cuando esos miedos amagan con volver: ‘Lo que no mata engorda’. Sin embargo, al mirarme en el espejo me pregunto si mis enfermedades serán realmente tan imaginarias, a juzgar por los kilos reales que se acumulan en mi cintura.