El gorrión que escapó de la cotorra

tienda comestibles

Resulta difícil que alguien me impresione por hablador, pero aquella mujer me estaba sacando de mis casillas. Había llegado temprano a mi tren de las ocho, adormilado, pero impaciente por terminar la última novela de Benjamin Black, y la señora sentada detrás no se callaba. A esas horas, el tren es un lugar silencioso, a nadie le apetece una conversación. Sin embargo, la perorata de aquella cotorra se escuchaba en todo el vagón. Simulando colocar mi chaqueta en la repisa de arriba, me giré para verle la cara. Tendría unos cuarenta años, llevaba el pelo recogido, y todo en ella desprendía tensión, como si se hubiese peinado con un alicate. Viajaba con un chico que la escuchaba en silencio. Como una metralleta, le hablaba de este y del otro jefe, gesticulando y haciendo un sonido metálico con sus pulseras, echando el cuerpo hacia adelante mientras el muchacho se replegaba contra el cristal, encogido como un gorrión. Por la conversación entendí que los dos trabajaban en una cadena de tiendas de ropa. Él debía estar empezando y ella le desvelaba los secretos de la empresa. Al bajar, el muchacho salió cargado de bolsas, mientras ella se adelantaba unos metros, dando instrucciones por el móvil.

Coincidí con ese chico varias veces. Le veía llegar por las mañanas, la mayoría de las veces solo. Tenía los ojos verdes, con un brillo húmedo, el pelo muy corto, y un aspecto frágil y pulcro, con jerseys elegantes de cuello redondo, y zapatillas modernas, un chico formal al que uno imagina madrugando para planchar su camisa. Se sentaba con la espalda recta, mirando por la ventana, y así se quedaba todo el viaje, ensimismado, sin libros, ni radio. Con las manos sobre la piernas, me di cuenta de que se rascaba la muñeca izquierda, de una manera automática, cada poco tiempo, como si el picor no se calmase, y hasta el punto de que la piel parecía ulcerada.

Algunos días después, la mujer reapareció. Viajaba con el chico, y con otros dos jóvenes. Se habían sentado en uno de esos asientos de cuatro, y todos la escuchaban y asentían sin meter baza. Con ese tono autosuficiente de jefa de la manada, les aleccionaba, explicándoles las razones de todo. Sentía unas ganas terribles de intervenir y empezar a discutirle, rebatir cada uno de sus datos, aunque no tuviese la menor idea de lo que estuviesen hablando.

Cada sábado desayuno con mi Lama en un café de Cuatro Caminos. Sentado en la mesa, vi a través de la ventana al chico del tren. Caí en la cuenta de que hacía meses que no coincidíamos, pero le reconocí. Colocaba una caja de cerezas delante de una tienda de comestibles, uno de esos negocios que uno se pregunta cómo es posible que hayan sobrevivido. Me picaba la curiosidad, y decidí acercarme.

Nos recibió un hombre de sesenta años, bajito, regordete, con un delantal azul con manchas de harina. La tienda era un local estrecho y oscuro, con cajas de hortalizas y frutas, una estantería con conservas y alguna botella de vino. Mi Lama se quedó fascinado con el suelo de baldosas hidráulicas, y aquello le dio pie al dueño para hablarnos de que llevaban abiertos desde los años veinte. En el trastero descubrí al chico sentado en un taburete con un portátil en las rodillas. De pronto, una frase me sorprendió. ‘Espero que siga abierta muchas años más, pero dependerá de él’, dijo el hombre señalándole. ¿Era posible que aquella criatura, que parecía salida de una revista de moda, fuese su hijo?

Por un momento imaginé al chico en casa, mirando durante horas blogs y webs de tendencias, visualizándose lejos de aquella tienda mugrienta y fantaseando con llegar a trabajar en alguna empresa importante, rodeado de burros de ropa de marcas prohibitivas, pensando en convertirse en uno de esos modelos lánguidos. Después, pensé en cuanto debe costar sonreír a la cotorra al encontrarla cada día, y escucharla parloteando, mientras uno dobla camisas desordenadas por curiosos en busca de gangas, y como todo aquello se debía parecer poco a la vida en aeropuertos que había planeado.

El chico y la cotorra desparecieron del tren sin que yo lo advirtiese. Un sábado, mi Lama se dio cuenta de que la tienda de comestibles había cerrado. A ninguno nos extrañó, otra persiana bajada por la crisis en esa calle de fachadas art déco, llenas de molduras, azulejos, y vidrieras, reducida ahora a un cementerio de negocios. Sin embargo, hace algo más de un mes, apareció un pintor subido a una escalera, remozando la persiana de la tienda. Hojas de periódico cubrían el cristal del escaparate y un saco de cemento y botes de pintura se apilaban en la puerta. Fingiendo ver las portadas de una librería cercana, espiaba por el rabillo del ojo lo que ocurría. El chico del tren apareció, parecía organizar el trabajo; junto a él, otro chico escuchaba la conversación.

Cuando la tienda reabrió, hicimos una visita. Le pedí un godello, y el chico revisó la repisa de los vinos, explorando la estantería con curiosidad, como si la acabase de descubrir. El otro chico elegía tomates, comprobando con delicadeza si estaban maduros, mientras una cliente se desesperaba con su parsimonia. La tienda conservaba las baldosas, el mostrador de mármol y una báscula antigua, pero todo lucía nuevo y limpio. Me preguntaba si me habría reconocido, y pensé en decirle que me alegraba verle allí, lejos de aquella mujer tan horrible. Los dos se movían rápidos, inseguros, como si tuviesen miedo de romper algo. Al llegar a casa descorchamos el vino. No era godello, y tampoco estaba bueno, pero nos lo bebimos brindando por esas historias que terminan una mañana de sábado en una tienda pequeña.

El gorrión que escapó de la cotorra

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