Morir de Facebook

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Hasta ahora estaba convencido de que el turismo acabaría con el mundo, últimamente creo que todos moriremos de Facebook. Yo, el primero. El otro día leí que la alegría con la que nos hemos entregado a las redes sociales recuerda a la inconsciencia con la que la generación de los sesenta abrazó el tabaco. Nadie imaginaba la verdad espeluznante que hoy conocemos. El único objetivo de Facebook es que pasemos el mayor tiempo posible dentro de él. Cuanto más estemos, más oportunidades tendrá de vendernos cosas, y esto lo hace increíblemente bien porque Facebook aprende de nosotros. Cuando miramos al muro, olvidamos que es el muro quien nos mira. Cada segundo que le damos, Facebook lo usa para conocernos. Su algoritmo registra aquello que nos gusta, lo que le permite mostrarnos contenido cada vez más afín a nuestras preferencias, consiguiendo que nos quedemos más tiempo y le proporcionemos más información. ¿Hasta dónde nos lleva esta espiral?

El pasado mes de abril, leí en Faro de Vigo que la Policía había encontrado a una persona de 53 años muerta en su casa. El domicilio estaba a rebosar de basura, y la prensa se hizo eco de otro ‘caso de Diógenes’. Llevaba muerto seis días, rodeado de desperdicios. Con el tiempo se había aislado, apartándose de su familia y amigos. Los vecinos le veían salir de noche, y regresar cargado con latas de aceita, y neumáticos usados. Tenía 3.544 amigos en Facebook. La Policía recibió una llamada desde Canarias de una mujer que advertía que esa persona, muy activa en redes sociales, llevaba seis días sin usar el Facebook, y se temía lo peor.

Más allá de los casos extremos, Facebook se ha infiltrado en las rutinas más insignificantes produciendo comportamientos asombrosos. Hace algún tiempo, una amiga se llevó un susto de muerte con su niño. Jugando en la mesa de la cocina, el enano se metió un garbanzo en la nariz y no conseguía sacarlo. Asustada, decidió llevarlo de inmediato a urgencias. Sin embargo, antes de salir de casa, encontró tiempo para sentarse frente al portátil y escribir en Facebook lo que había ocurrido y lo que iba a hacer. Coméntandolo con un compañero, me aseguró que él había cerrado su cuenta de Facebook el día que, operándose, escuchó una conversación surrealista en el quirófano. Médico y enfermeros repasaban las vanalidades de un programa de corazón mientras le intervenían. Contó esta anécdota en Facebook, y tuvo una enorme repercusión, pero ni uno sólo de sus ‘amigos’ se interesó por saber de qué se había operado.

Hace un mes quise medir el grado de adicción con Facebook, y qué me perdería si no lo usaba una semana. Realmente, no fue tan difícil prescindir de él, sin embargo, tampoco tan fácil. Para empezar, uno se encuentra siempre a un click de Facebook, justo en la yema de los dedos, a una tecla del móvil. Si nos paramos a cruzar la calle, si esperamos en la cola del supermercado, en esos tiempos muertos, el cerebro se ha acostumbrado a matar los pequeños ratos de aburrimiento deslizándose por el muro. Existe, por tanto, un pequeño impulso automático, como el que nos impide resistirnos a comer lo cacahuetes que sirven con la cerveza. Luego está todo ese sistema de alertas y de avisos que llegan al mail, a la pantalla del móvil, que se abren automáticamente en nuestro PC o en nuestro navegador y que son una llamada de atención para que no nos olvidemos de él. Uno no tiene que invertir una gran fuerza de voluntad en no usar Facebook, como la que se necesita para dejar de fumar o el café, pero si es preciso mantener una alerta constante, y desprogramar hábitos asentados en nuestros procesos mentales.

Por mi trabajo, tengo la tendencia a pensar que estar una semana alejado de Facebook es el equivalente a mudarse a otro planeta, y admito que ese pensamiento me produce una cierta ansiedad. La realidad fue que, siete días después, comprobé que nada grave se me había pasado por alto. Apenas algún mensaje de un amigo que me había llegado por el messenger de Facebook, y que no requería respuesta urgente. En realidad, deslizarse por el muro se asemeja bastante a hacer zapping en la tele, cambiando constantemente de canales, sin quedarse en ninguno, con un montón de contenido que nos mantiene embobados, mientras nos roba tiempo.

Un buen amigo vive sin televisión desde hace años. Es algo que siempre me ha resultado llamativo, pero lo que más me asombra es que, cuando viene a casa y enciende mi tele, se queda congelado delante de la pantalla. Es capaz de engancharse al programa más absurdo sin pestañear. Un día le hice ver lo que yo consideraba un comportamiento incoherente, y él me explico que esa era precisamente la razón por la que se obligaba a prescindir de ella, como quien evita comprar comida basura porque sabe que es mala para su salud, pero también es consciente de que no se resistirá si la tiene a mano.

Conozco a cuatro personas, más o menos de mi generación, que nunca han tenido una cuenta de Facebook.  Se me hace difícil encontrar un factor común que explique su desinterés. Cada una tiene aficiones, maneras de ver la vida y hasta nacionalidades diferentes. Si tuviese que aventurar una explicación, diría que se trata de personas concentradas en sus cosas, hasta con un cierto grado de ensimismamiento. Será casualidad pero las cuatro tienen pasatiempos individuales e incluso un poco solitarios, hobbies a los que les entusiasma prestar atención al detalle más mínimo y que les mantienen absortos. Uno de ellos puede quedarse una tarde entera cuidando de las algas de su acuario, y a otro no le importa en absoluto irse solo de viaje sin responder ni un mail. No sé si esto quiere decir algo, pero las cuatro se han convertido en personas que me intrigan.

Alex, un amigo inglés de 22 años que vive en Coruña, me confesó una de las cosas que adoraba de su novia. Cuando se mudaron juntos, le llamó la atención que, cuando se iban al salón después de la cena, él tomaba su tablet y se quedaba absorto y ella intentaba hacer lo mismo con su móvil, pero a los pocos minutos se aburría y la dejaba sobre la mesa. Su indiferencia por las redes sociales le maravilló. Me gusta pensar que acabará pasando eso y que nos sentiremos atraídos por aquellas personas que han decidido dar la espalda al muro, que nos fascinará la elegancia de los que vuelven a llamar por teléfono para felicitar el cumpleaños, de los que consideran que chatear mientras toman café con alguien es tan grosero como masticar con la boca abierta, que volveremos a encontrar irresistibles a esas personas que todavía tienen secretos y que, cuando las ves, te sorprenden porque, por difícil de creer que parezca, no sabías nada de eso que te están contando.

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