
Él pedía una brune, que bebía con una calma pasmosa, haciéndola durar hasta el final de la clase; yo, una vedette, que apuraba sediento en el primer cuarto de hora. Nos veíamos los lunes a la tarde en el Café de l’Université, a la entrada del campus de la ULB. Él llegaba con su pequeño Citroën azul, con los asientos llenos de folletos de promociones inmobiliarias y folios desordenados. Era tan alto que, cuando salía del coche, uno no podía creer que entrase allí. Se llamaba André Jordan y le conocí en una de esas webs de intercambio de idiomas cuando llegué a Bruselas. Él se había enamorado del español durante unas vacaciones en Madrid y continuó estudiando al regresar a Bélgica. Necesitaba tiempo para encontrar ciertas palabras, y tenía dificultad con algunos sonidos, pero era capaz de desenvolverse en una conversación sin demasiados problemas. Una semana nos dedicábamos a hablar en español y la siguiente en francés: ése era nuestro acuerdo.
Vestía con jerseys de pico y pantalones de tela, formal, pero con un punto desaseado, como si acabase de levantarse de la siesta. Cerca de los cincuenta, André era una persona atractiva. Espigado, con un pelo negro peinado con raya al medio, ojos de un azul muy claro y maneras elegantes, tenía un aire de niño malcriado, escondiendo su fragilidad entre sarcasmos y una cierta altitud altiva. Al principio me pareció un poco estirado, no acaba de encontrar la gracia a sus sarcasmos sobre mi ‘acento bárbaro’, como solía decir. Sin embargo, me gustaba que fuese exigente, que me parase, haciéndome repetir alguna palabra una y otra vez, aunque en ese momento lo encontrase irritante. Si me dejaba llevar por la historia que estaba contando, descuidando la gramática o la pronunciación, me llamaba la atención, recordándome que se trataba de una clase. Él se sentaba con las piernas cruzadas y la espalda un poco reclinada para encajar en aquellas mesas bajas de madera y, si cometía algún error, hacía aquel sonido, un chasquido con la lengua que me obligaba a detenerme y revisar.
No seguíamos ningún libro y las conversaciones discurrían espontáneas y desordenadas, normalmente en torno a la vida de cada uno. Yo le hablaba de como iba encontrando mi sitio en la ciudad, mis nuevos compañeros de pisos, las clases de francés en la EPFC, las entrevistas de trabajo. Él me escuchaba concentrado, aunque nunca sabía si lo que le interesaba era mi vida o mi gramática. A él le sorprendía mi capacidad para encadenar preguntas y, cuando creía que mi curiosidad iba demasiado lejos, me paraba con un gesto seco con la mano. ‘Hay que ver que intrusivos sois los españoles’, protestaba.
Nos vimos algo más de un año y no sé si llegamos a ser amigos, pero me agradaba su compañía. A medida que mi francés mejoraba, la lista de temas que compartía con él también crecía. Son extrañas las relaciones que surgen con las personas. Usamos un número limitado de palabras para definirlas: ‘amigos’, ‘novios’, ‘compañeros de trabajo’, ‘conocidos’… Pero resultan insuficientes y, no pocas veces, referirse a alguien con una de esas etiquetas traslada una idea más equivocada que acertada del tipo de relación que queremos describir.
Con André llegué a hablar de temas que no me atrevía a comentar con amigos por miedo a sentirme juzgado. La rigidez que mostraba como mi gramática desaparecía cuando escuchaba mis problemas. Quizá ayudase la diferencia de edad o esa libertad que nos daba vernos como desconocidos, como personas que coinciden en un tren y saben que cada uno seguirá su camino y todas esas confidencias se quedarán en el vagón. Por aquel entonces había comenzado a deslizarme por un terreno peligroso, sintiéndome atraído por un amigo al que no le gustaban los chicos y al que veía con frecuencia. La situación empezaba a asustarme. Cada día necesitaba estar más tiempo con él, y sabía que aquello no me conducía a ningún lugar bueno. Me había dado cuenta tarde y me sentía frágil y sin recursos para saber como afrontarlo. Un poco avergonzado, lo mantenía en secreto y él me ayudó a resolverlo con eficacia y sin decisiones dramáticas.
Lunes tras lunes fui descubriendo a André, enganchándome con el placer que uno siente con esos libros de inicios difíciles, que, como un embudo, se ensanchan y crecen a medida que uno avanza. De carácter reservado, cada vez que me revelaba algo de su vida privada me iba con la impresión de haber conquistado una parcela de confianza y con el deseo de seguir abriendo más puertas. André vivía en Uccle, uno de los barrios más exclusivos de Bruselas. Su familia era propietaria de apartamentos en Schuman, y él gestionaba los alquileres. Con eurofuncionarios como inquilinos, el trabajo no le daba quebraderos de cabeza y le proporcionaba una manera desahogada de vivir, dejándole tiempo para sus aficiones, fuesen cuales fuesen.
Nunca me había comentado nada acerca de sus parejas o de su vida sentimental y sentía curiosidad. Un día me atreví a plantearle la pregunta. Se quedó callado, tomó una almendra del bol de cristal y se enderezó en la silla. Reposó sus antebrazos sobre la mesa, cruzando los dedos de las manos, y yo me preparé para ser tachado de nuevo de ‘bárbaro intrusivo’, pero esta vez no fue así.