Las dos vidas de André (IV)

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En verano solía correr con Jorge en la Fôret de Soignes y conocía bien la senda de la que me hablaba André, un camino que discurre a través de un bosque de pinos y robles, bordeando charcas y atravesando lomas suaves cubiertas de helechos. Los sábados lo frecuentan corredores, pero no tantos como para impedir disfrutar de una mañana tranquila. André me explicó que la Fôret se extiende a ambos lados de la frontera entre Flandes y Bruselas, y que los zorros se arriesgan a ser o no cazados en función de la parte en la que se encuentren, ya que están reguladas por legislaciones diferentes. Tales eran los estrafalarios conflictos entre flamencos y valones que, tras un tiempo en Bélgica, me habían dejado de sorprender este tipo de disparates.

Al poco tiempo de conocerse, André me dijo que Nick dejó de ir a la Poséidon. Se apuntó al equipo de natación de Brussels Gay Sport Life, una asociación benéfica que organiza eventos para recaudar fondos contra el Sida, y entrenaban en la Victor Boin, una destartalada, pero encantadora piscina en Saint-Gilles. Una noche coincidieron en el Actor’s Studio, un cine de reestreno en una de esas estrechas calles que huelen a mejillones, apio y vino blanco, cerca de la Grand Place. Charlaron un rato, prometiéndose que se llamarían, pero no lo hicieron. Después de aquel encuentro fortuito no se habían vuelto a ver en meses, hasta aquella mañana helada de finales marzo. André se había acercado en coche a la Fôret de Soignes para correr. Al llegar al aparcamiento, vio a Nick. Estiraba los gemelos apoyándose en una de las vallas de madera.

—Se giró y me saludó sonriendo, sin gesto alguno de sorpresa, como si me estuviese esperando —recordó André—.

Mientras describía su encuentro con Nick, sus palabras me hacían pensar en las mañanas de verano con Jorge en el mismo bosque, el sonido apagado de las zapatillas al pisar la tierra, la respiración rítmica de ambos, el cielo despejado, cubierto por las ramas de aquellos gigantescos árboles que se enlazaban en las copas creando una cúpula verde. ¡Qué lejos quedaba! Entonces, ni imaginaba a dónde me llevarían aquellas carreras.

—Corríamos sin hablar —continuó André—. Nick delante;  yo, un poco retrasado, intentando no despegarme.  Era temprano, cada uno de mis músculos se sublevaba contra aquel esfuerzo y, sin embargo, tenía la impresión de que la mañana se había vuelto perfecta.

Atravesando el bosque detrás de Nick, la memoria de André volvía a los viajes en coche con Simon, largos, deseando no llegar, sólo seguir conduciendo, aislados, jóvenes, indestructibles, como si dentro de aquel Torino nada les pudiese afectar.

—Aquella mañana, Nick parecía ausente —recordaba André—, avanzando en silencio, sin mirar atrás, olvidando que le acompañaba. De pronto aceleró. Aquello era más de lo que estaba habituado, pero intenté seguirle. Alargaba sus zancadas, cada vez más rápido, como si quisiese desprenderse de mí. Aprovechando el impulso de una bajada, el acelerón se convirtió en sprint y me quedé atrás, viéndole desaparecer a lo lejos, atravesando un puente de madera. Llegué al aparcamiento sin aliento. Me doblé agotado, intentando recuperar el pulso. No se oía nada. Respiré con fuerza, miré alrededor: ni rastro. ¿Había decidido continuar? Me temblaban las piernas del esfuerzo y me detuve. Noté el frío de la camiseta empapada en sudor. Dos brazos me sujetaron con fuerza por detrás, rodeándome. Sobresaltado me giré, sentí su barba…

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