
André apenas había tocado el waterzooi, seguramente ahora demasiado frío. El Café L’Université se había vaciado, un matrimonio cenaba en la otra esquina sin intercambiar palabra, y un hombre en traje se peleaba con Le Soir, intentando doblar sus enormes páginas mientras esperaba su comanda. La barra estaba vacía, y se escuchaba una conversación en la cocina. En la calle pasaba algún tranvía y la luz amarillenta de las farolas, demasiado espaciadas, daba un aspecto sombrío a la entrada del campus. André parecía cansado, y creí que quizá fuese mejor dejar la conversación. Recordar puede consumir a uno. Me pregunté cuántas veces habría regresado a aquellos tiempos, con quién habría compartido su historia y quién era yo para conocerla.
Me contó que, al poco tiempo, Nick y él se mudaron a Uccle, un trois pièces en la última planta de una casa con una fachada de ladrillos rojos y un jardín en la parte de atrás. Conocía a Anne, la casera, y el acuerdo fue fácil. Abajo vivía Walter, un ingeniero alemán que trabajaba para Audi, con Dolf, un jack russell tan bien educado que uno esperaba que le diese los buenos días. El primero lo alquilaba Víctor y su mujer Fátima, una ruidosa, pero alegre pareja de portugueses que asaban sardinas a la parrilla en verano, consiguiendo que toda la comuna apestase a puerto pesquero y que la misma policía se acercase un par de ocasiones. Nick iba a trabajar en bici, y cada sábado madrugaban para desayunar en el mercado Vivier D’Oi, comprar fruta fresca y salami italiano. André presumía de haberle contagiado su afición por la cocina, y hacerle olvidar sus cenas a base de tostadas de pan negro y mostaza vieja.
—La vida se volvió dulce, Nacho, con la agradable sensación de haber llegado a ese lugar al que uno quiere dirigirse —dijo André, empezando una sonrisa que se quedó a medio camino.
Como tantas parejas, el mundo de Nick y André se mezclaron, los límites se diluyeron, las familias, los viajes juntos a Irlanda, a su casa familiar en Ballycastle, en la costa de Antrim, las largas sobremesas con amigos en los restaurante de Saint Boniface, los conciertos de verano en Le Botanique. Sin planearlo, la felicidad dejó de ser el fruto de circunstancias incontrolables, y adquirió una reconfortante solidez, las inseguridades se disiparon y su pequeño apartamento se llenó de confianza. Sabían que se despertarían y que el otro seguiría allí. Nick le proporcionaba a André energía para pensar que las cosas podían salir bien, fuerza para atreverse, y Nick parecía haber encontrado una cierta serenidad, como si se hubiese desprovisto de la prisa de los primeros años en Bruselas. Debía viajar con frecuencia a Polonia, y otros países de Europa del Este para auditar el destino de las subvenciones de la UE. La tranquilidad de la vida en pareja les permitía dirigir su energía al trabajo y pronto llegaron ascensos y reconocimientos.
—A veces me pregunto por esas parejas que llevan una vida juntos. Si tendrán esa sensación de seguridad y cómo habrán logrado que dure. Si lo han conseguido, tiene que haber una manera. ¿Quizá han dejado de exigirse? —me preguntó André, sin esperar que respondiese.
Me contó que nunca supo cuándo empezó, y que, durante mucho tiempo, le atormentaría pensar que si hubiese estado atento podría haberlo atajado, podría haber reaccionado. Recordó una imagen: Nick entrando en la cocina, regresando de correr en la Bois de la Cambre, con la camiseta en la mano, calado por la lluvia, con el poderoso físico de nadador, la belleza tosca y natural que le había enamorado en la Poséidon, y, sin embargo, tan diferente.
—La ansiedad de rebuscar sensaciones y no encontrarlas. Da vértigo, Nacho.
André me contó que luego ocurrió lo de fiesta de Víctor, pero que aquello sólo fue el detonante, la ocasión. La decisión estaba tomada. Podría haber pasado cualquier otro día, por cualquier otro motivo. Nick había bebido más de la cuenta, seguramente sólo buscaba hacerle reaccionar, provocar los celos de André. Aquel traductor suizo se prestó a su juego.
—No hubo celos, sólo orgullo —continuó André, eligiendo con cuidado las palabras—. Distinguir ambas cosas me impidió seguir igual. Uno debe tener el valor de terminar y evitar que el final lo ensucie todo porque eso es lo que hacen los finales y, cuando las cosas empiezan a desmoronarse, uno debe irse y llevarse las imágenes porque esas imágenes son lo único que sobrevive. Al final, la vida son imágenes, las que vuelven cuando estamos solos, cuando cerramos los ojos, justo antes de dormir.
Escuchando a André pensaba que una historia puede contener el material de todas las historias y mirando a la calle me preguntaba si todas las vidas, examinadas con sinceridad cruel, contienen también los materiales de todas las vidas. André me contó que Nick se marchó a Ginebra, aceptó un puesto en una agencia de Naciones Unidas. Todo se resolvió de una manera civilizada, pacífica, tan anglosajonamente correcta, sin rencor, con resignación, sin entender qué había ocurrido, qué nombre tiene ese mal invisible que debilita las estructuras de la pareja, volviéndola frágil, incapaz de resistir el primer contratiempo.
—Me hubiese gustado haber estallado en algún momento, Nacho, olvidar la corrección, dejar de actuar con miedo a romper algo que ya estaba roto y provocar una buen incendio acusándonos de tener la culpa.
André se quedó con el apartamento, creyendo que el resto de su vida podría seguir igual si la anclaba al mismo sitio. Sin embargo, todo cambiaba a su alrededor, como si la ausencia de Nick abriese una grieta que se extendía. Walter se trasladó a Düsseldorf, y su piso lo ocupó Nathalie, una joven recién llegada de Toulouse.
—A veces la observaba y me fascinaba la frescura, la energía, el ímpetu con el que entraba y salía de casa, su taconeo en la escalera.
También Víctor y su mujer dejaron Uccle. Supongo que Anne se cansó de las visitas de la Policía. Su piso tardó meses en alquilarse, y luego entró una pareja de flamencos, huraños y poco sociables. Seguramente con una reputación a la altura del barrio. La vida siguió, rellenando huecos, imparable, sin detenerse, sin conceder tiempo para reaccionar.
—De nuevo me tocaba acostumbrarme a la soledad, pero de una manera diferente a cuando Simon se marchó. Ahora no había fiestas, no regresé corriendo al gimnasio, no estaba hambriento de historias. Sabía lo que dan y lo que quitan.
Al año siguiente, André apenas tuvo noticias de Nick. Algún amigo le dijo que había regresado de visita a Bruselas. En Navidad recibió una postal, una fotografía de una antigua piscina en Les Bain d’Ovronnaz.
—Me preguntaba si se habría cansado de la perfecta Suiza, de esa fábrica de relojes de cuco, de sus plátanos sin machas, sus irritantes céspedes inmaculados y sus ascensores llenos de sonrisas desconfiadas – dijo André, quedándose callado de repente, desviando la mirada, como si un recuerdo intruso se cruzase. Su voz cambió de repente, descendiendo a un registro que no conocía, hondo, débil.
André me contó que presintió que sería algo terrible al ver el prefijo de Belfast en su móvil. En Zaventem, esperando su vuelo, sintió como la culpa empezaba a roerle el estómago, una sensación ácida que se infiltraba y se extendía, el temor a que haberle dejado le hubiese precipitado a aquello, como si el abandono pudiese enviar a alguien a la enfermedad.