
Sólo quedábamos nosotros en l’Université, pero no era momento de detenerse. André parecía hipnotizado, como si hubiese dejado de ser dueño de sus palabras y la historia se hubiese apropiado de él.
—Salimos del puerto de Ballycastle temprano, y dejamos la bahía en dirección a Pan Rock —contiúo—. Desde el mar se veía el perfil de la costa de Antrim, los acantilados escarpados, las extrañas formaciones rocosas de basalto que atraían a los turistas y el verde oscuro de los campos del Ulster. El cielo estaba despejado, con un azul acerado y frío, y el Atlántico se desperezaba apacible, manso, alejado de los temporales habituales en Irlanda del Norte, también durante los meses de verano. Nick manejaba con soltura a Emma, la lancha familiar, bautizada con el nombre de su abuela, que abría un surco espumoso a su paso. A lo lejos aparecía la silueta de la isla de Rathlin, como la joroba oscura de un cetáceo que asomase del mar.
Nick y sus padres se habían instalado en Ballycastle al salir del hospital. Todo había sucedido muy rápido: el accidente de esquí, aquella mancha inesperada en la espalda, el compás interminable de pruebas, incertezas, confirmaciones y finalmente el primer diagnóstico en Ginebra. Nick había insistido en recibir el tratamiento en la Unidad de Oncología de la Queen’s University en Belfast. En verano, la familia consiguió el permiso médico para trasladarse a Ballycastle, a condición de que Nick estuviese vigilado en todo momento por Ben, el enfermero pelirrojo, con la cara llena de pecas que le había asistido todo el proceso.
Fue el padre de Nick quien recogió a André en el aeropuerto. Conduciendo por la sinuosa carretera de Belfast a la costa de Antrim, no hubo conversación, sólo silencio, y aquel paisaje violento y hermoso. André no se atrevía a preguntar. ‘Nadie sabe cuánto queda’, dijo su padre sin mirarle, un minuto antes de salir del coche.
—Aquella mañana en el mar, Nick estaba sonriente. Siempre le había gustado navegar —recordó André—.
Al poco tiempo de dejar la bahía, Nick se acercó a la costa y paró el motor. André reconoció la hilera de agujas de roca saliendo del mar. Recordó que aquella barrera a modo de cresta marcaba el punto en el que se escondía la entrada a Portrush, una cala a la que solían ir cuando pasaban las vacaciones en Irlanda. Entonces, dejaban a Emma atada a una de esas roca y accedían nadando a través de los peñascos, un paso demasiado estrecho para una embarcación. ‘¿La recuerdas?’, le dijo Nick, mirando fijamente el corredor de agua que les separaba de la cala.
—Podrías volver a hacerlo. Eres el mejor nadador del Ulster —le reté. Nick sonrió, y se quedó callado. La enfermedad le había hecho perder masa muscular, pero su cuerpo seguía transmitiendo fortaleza.
>> ¿Te acuerdas de cómo nos conocimos? —le pregunté, recordando cuando me sacó de la piscina y me guió al vestuario. En ese mismo instante, me giré, dándole la espalda. Entonces, le pedí que cerrase los ojos y le sujeté ambas manos. Al soltarle me dejé caer al mar. Se levantó de golpe, alarmado, sin entender. Le imaginé desconcertado, descubriendo mis lentillas en la palma de su mano, mientras yo me alejaba nadando a ciegas, seguro de que vendría a ayudarme.
>>Calados, tumbados sobre las diminutas piedras blancas volví a sentir que no quería estar en ningún otro lugar: sólo allí, en aquella imagen perfecta. ¿Cómo alguien que se apagaba era capaz de hacerme sentir tan vivo?
>>No quise que nadie me llevase al aeropuerto. Ni siquiera dejé una nota. Supongo que el ruido del taxi despertó a Ben, con su sueño ligero de enfermero. Salió al porche y me hizo un gesto con la mano. Todavía era de noche, tardaba en amanecer, el verano llegaba a sus últimos días. Aquella fue la última vez que vi Ballycastle. Entendí que no había venido a despedirme, había venido a recuperar una imagen: la última, la única. La de Nick y yo siendo felices.