
—No pongas ojos de vaca triste, Nacho. Simon, Nick… Un cadeau de la vie, —’un regalo de la vida’, dijo André volviendo al francés—. La vida me ha dado oportunidades. Me ha permitido levantarme y pensar en ellos mientras conducía a la oficina, en el tranvía, y evitar que mi cabeza sea una de esas cabezas ocupadas sólo por recibos, comidas familiares, quejas de clientes… Y, claro, pasan cosas, algunas terribles. ¡Es el precio! Uno no puede pretender que todo esté bien, siempre bien. Podemos elegir, quedarnos en casa tranquilos, anestesiarnos viendo una serie, o no tener miedo y exponernos a lo que ocurre cuando uno se atreve.
—Y ahora…
—¿Ahora? Pues ahora la vida de nuevo, que no se para, que sólo se detiene cuando uno se muere. Ahora tengo más vida, una segunda vida y no sé por cuánto tiempo. Eso lo he aprendido, ¿sabes? La vida sigue adelante para todos, también para ti, Nacho, aunque te creas que tienes tiempo para hacer las cosas mañana, sabes a que me refiero… pero de eso hablaremos el lunes y ¡en francés! Ahora se ha hecho tarde y, mira ahí afuera, parece que alguien lleva un rato esperando.
André levantó una mano, saludando a través del cristal. Apoyado sobre el capó de su pequeño Citröen azul, alguien le devolvía el gesto. Cuando salió del café, el desconocido fue a su encuentro. A medida que se acercaba, el reflejo del neón de l’Université iluminó una cara pecosa. Aquel pelirrojo no era ningún desconocido. ¡Tenía que ser Ben!
Regresando a casa sentía que André había removido algo, y las piezas no conseguían volver a su sitio. Ya no encajaban. Hay conversaciones que no son sólo una conversación. Sus palabras habían encendido una mecha. Frente al muro que rodea el cementerio de la comuna de Ixelles me senté en un banco, respiré hondo, abrí la libreta de las clases con André y empecé a escribir. No sabía para qué lo estaba haciendo, pero no podía esperar a mañana, ni siquiera a llegar casa y correr el riesgo de que esa mecha se apagase. Hacía frío y tenía las manos ateridas, pero escribía, tachaba, empezaba de nuevo, y no paré. Al terminar, corrí a Flagey y tomé un taxi a la Parvis de Saint-Gilles.
Sabía que aquella carta no cambiaría nada, pero, dentro de mí, había cambiado todo. Por primera vez, veía con claridad que no debía tener miedo a lo que me había ocurrido con Jorge, que toda la tristeza de lo imposible no lo podía empañar, que era algo hermoso, y dejé de sentirme culpable. Ser sincero conmigo, con él, me pareció la mejor manera de dejarlo ir. Deslicé la carta en el buzón de su puerta. Quedaban siete días para ver a André. La vida se volvía a poner en marcha. No llegaría a mi clase sin nada que contar.
Fin