Un martes en zapatillas

Lago

El cura nos había llamado a capítulo. En realidad no era cura, aunque todos le conocíamos por ese apodo, y aquello de ‘llamarnos a capítulo’ no era más que convocarnos en el salón de actos para informar sobre temas del colegio mayor, como los plazos de la matrícula o alguna de esas casposas ceremonias con las que pretendían hacernos sentir que estábamos en un sitio con prestigio, uno de esos lugares con equipo de rugby propio, donde todavía se cantaban himnos en latín y por el que nuestros padres pagaban un ojo de la cara.

Los capítulos venían precedidos de un enorme revuelo, como si todos sospechásemos que hubiesen sorprendido a alguien infraganti y fuesen a anunciar su expulsión. Al cura le gustaba escucharse, tomaba su tiempo para hablar, adoptando esa pose de policía veterano que nunca pierde los nervios, marcando sus ironías con pausas dramáticas, como si lo que acabase de decir fuese tan inteligente que necesitásemos un par de minutos para entenderlo.

Para ganarse al auditorio, soltaba alguna broma improcedente, algo que no se esperaba de un religioso, quizá un chiste ligeramente racista o un comentario despectivo con alguna de las residencias públicas de estudiantes. Entonces, todo el mundo lo celebraba con carcajadas sonoras, fingiendo escandalizarnos ante esos atrevimientos con los que probablemente sólo pretendía dejar claro que nadie allí debía creerse más listo que él.

Yo le escuchaba desde una de las filas de atrás cuando vi a Sergio salir. Se dio la vuelta, y me hizo un gesto con la cabeza invitándome a ir. Me levanté un poco nervioso, esperando que todos pensasen que iba al baño. Aquellos pasillos de baldosa con las paredes pintadas de verde y las fotos de antiguas orlas en blanco y negro tenían algo de internado franquista. La cafetería estaba vacía y las puertas del comedor cerradas. Cruzamos la portería sin detenernos, esperando que nadie se fijase en nosotros. Serían las ocho de la tarde, pero ya era noche cerrada. Los dos llevábamos zapatillas de casa  y supuse que no iríamos lejos.

Sergio había llegado a Santiago buscando la facultad de Farmacia más alejada de su familia. Tenía el pelo negro como el alquitrán, y la cara de un niño empeñado en parecer malo. Ese día vestía con pantalones de pana rotos en la rodilla, y una camisa de cuadros remangada. Nos habíamos conocido hablando de música. A los dos nos gustaba Sexy Sadie y algunas bandas más que salían en El País de las Tentaciones y supongo nos hacían sentir especiales y un poco sofisticados. Él venía de una ciudad donde se tomaban drogas de las que yo ni siquiera había escuchado hablar y sabía que, a partir de cierta hora, tendríamos pocos sitios a los que ir juntos. Tenía una forma de discutir exaltada, explosiva, como si se jugase la vida con cada opinión, aunque luego se desinflaba, y pasaba a otro tema. Sus resacas eran antológicas, su piel se volvía amarilla, como si el propio hígado pidiese clemencia, y nunca se separaba demasiado de aquellos paquetes blandos de Fortuna.

Entramos en una pulpería a veinte metros del colegio y pedimos dos cortos de cerveza. Era martes y estaba vacía. Él acaba de ver Smoke y no paraba de decir que Harvey Keitel estaba sublime. Mañana estaría entusiasmado por cualquier otro. Sergio tenía una energía especial para convertir cualquier conversación en un ring de boxeo, y cada una de sus opiniones la formulaba como una declaración de principios ante la que sólo cambia adherirse o pelear. Las cervezas dejaron paso al whisky, mientras completábamos la ruta de bares del barrio, cinco o seis tascas abiertas entre semana. Nos dieron las doce, y decidimos explorar en busca de algún lugar donde comprar alcohol. Detrás del colegio se extendía un parque con un lago, al lado del Auditorio. Sergio se quedó mirando el agua, meditando una decisión. Yo esperaba, intrigado, sentado sobre una mesa de ping-pong de cemento. De repente, saltó la barandilla que separaba la zona del lago y gritó:  ‘¡A por los patos!’.

Supongo que hay gente así, capaz de hacer que saltar una valla parezca una gran idea, así que le seguí. No veíamos a los patos por ninguna parte, pero tenían que estar allí y, en aquel momento, nada nos parecía más importante que encontrarlos. La tierra estaba mojada, y nos estábamos embarrando las zapatillas. Del otro lado del lago, nos sobresaltó el ruido de una sirena y las luces de un coche de Policía. Empezamos a correr. Estábamos tan desorientados y bebidos que escapamos en la dirección equivocada y, al doblar la esquina del Auditorio, nos encontramos a la Policía de frente.

Nos paramos en seco. Imaginé al cura llamando a mis padres y a mí teniendo que inventar una explicación para aclarar que hacía un martes a las doce persiguiendo patos. Dos policías se bajaron del coche, nos ordenaron vaciar los bolsillos y nos pidieron el dni. Sergio se alteró, como si quisiese demostrar que hacía falta algo más que dos de la local para obligarlo a dar una explicación. Mientras tomaban nuestros datos, él seguía protestando, exigiendo que dejasen de hablarle en gallego porque no era de aquí y no entendía nada. El policía le miraba con cara de querer abofetearlo, y, en ese momento, creo que yo también. Antes de dejarnos, nos avisaron de que volverían al día siguiente y nos harían responsables de cualquier cosa extraña que apareciese.

De regreso, nos sentamos a fumar en un portal. Él sonreía, a mí todavía me latía el corazón rápido. Enfrente teníamos el colegio, con su campo de fútbol de tierra, su pequeño jardín, y las escaleras de piedra. Dentro la vida era fácil y divertida, pero tenía un precio y creo que por primera vez tuve la intuición de que no me quedaría demasiado tiempo. Supongo que aquellas eran el tipo de cosas que pasaban cuando uno podía despertarse al día siguiente, levantar la persiana y decidir si volver o no a la cama, unos años sin compromisos ni obligaciones, en los que un martes cualquiera corríamos el riesgo de acabar cazando patos en zapatillas.

 

Un martes en zapatillas

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