Cuando disparé a un mago…

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—Nacho, te espera un mago.

Aunque mi trabajo tiene sus momentos, no escucho mensajes así todas las mañanas. Intrigado, me dirigí a la pequeña sala de butacas amarillas donde nos reunimos con los proveedores. Abrí la puerta, dos hombres me esperaban. El más alto vestía una americana de tejido brillante, con ribetes blancos en las solapas. A su lado, su compañero me miraba debajo de un peluquín desgastado, moviendo sus ojos en todas las direcciones. Al momento reconocí aquel mago con ojos de camaleón y sentí como me subía la sangre a las mejillas, temiendo que él también se acordase de mí.

El hombre de la americana se presentó como productor de televisión y, mientras se esforzaba por extraer una pesada tablet de su estuche, empezó a resumir las extraordinarias habilidades de su socio, al que yo fingía no conocer. El mago asentía complacido, sin decir nada y con dificultades para fijar la mirada en un punto. Como si me confesase un secreto, el productor bajó la voz hasta casi susurrar. Entonces, me desveló que trabajaban en el guión de un programa de televisión nuevo. La idea era tan sencilla como poco original: el mago interactuaría con personas por la calle, sorprendiéndolas con sus trucos. Para financiarlo pretendían grabar en escenarios emblemáticos de Galicia, de tal manera que pudiesen conseguir patrocinios a cambio de la promoción. Mientras simulaba estar absorto en su presentación, me visualicé en la delegación de La Voz de Galicia en Monforte durante mis primeras prácticas en el verano de 1996. Allí era donde había conocido a aquel mago.

Llegué a Monforte en mi segundo año de carrera. Cada día conducía desde Ourense en un Visa de segunda mano, tan destartalado que hasta la Guardia Civil tuvo que empujarlo un día en el alto de Guítara para lograr que arrancase. Solía desayunar en un bar delante del Colegio de los Escolapios y, mientras engullía medio bocadillo de queso caliente y bebía dos cafés seguidos, espiaba a los clientes que leían los periódicos. Cuando sorprendía a alguien delante de un artículo mío, me sentía el primo de Lugo de Hemingway, sin que importase que el tema fuese el arreglo de la perrera municipal. Sin embargo, los principios fueron lentos. Las primeras semanas, el delegado apenas me permitía rellenar huecos, columnitas y faldones de página, la faena de aliño, aburridas informaciones entre las que abundaban los programas de fiestas. No sé cuántos escribí, decenas, y en todos aparecía aquel mago del que no había escuchado hablar antes, pero que actuaba en cada aldea de la provincia.

Semanas más tarde, llegó mi oportunidad. En la edición de Monforte se publicaba una columna titulada ‘De sol a sol’. La escribía Paco, un colaborador que llegaba a media tarde, un hombre bajito, ligeramente encorvado, con la piel amarilla como la cera y voz aguardentosa. Todos le consideraba una estrella, y cada mañana celebraban sus textos con sonoras carcajadas. Aquella semana, Paco había enfermado y el resto de los redactores se turnaban para escribir su columna. Sin embargo, estaba claro que para ellos era un engorro del que deseaban librarse para poder salir antes. Una de aquellas tardes, las excusas de todos fueron igual de buenas y el delegado no tuvo más remedio que encargármelo. Fue algo inesperado y aquello me pareció injusto. Mi primer ‘De sol a sol’ debía ser excepcional, pero necesitaba el tiempo que no me daban.

Yo quería ser un Paco, aspiraba a que mis sarcasmos se celebrasen también con carcajadas y palmadas sobre la mesa. ¿Sobre qué escribiría? ¿Qué escándalo? ¿Qué situación incomprensible? El tiempo apremiaba y mi mente seguía en blanco. Sin razón alguna, por azar, me vino a la cabeza aquel mago al que había llegado a detestar por puro aburrimiento. Empecé a escribir. En pocos minutos, la página se llenó de sarcasmos, burlas y chascarrillos sobre aquel hombre al que no conocía. Releía el texto, afilando cada vez más las ironías. Todo me sabía a poco. Una y otra vez volvía atrás y aumentaba la acidez. Aquel mago se había convertido en un personaje; había dejado de ser real. Se había transmutado en un sparring para lucirme. Entregué mi página, el delegado la leyó y sonrió con malicia.

Al día siguiente madrugé para llegar cuanto antes a Monforte. Aparqué frente a un estanco y compré el periódico. No podía esperar a leerlo en la delegación, tal era el ansia por ver la columna impresa, como si por estar en papel me fuese a contar algo distinto. En la delegación recuerdo hincharme como un pavo real escuchando al resto leer en alto mis frases. Saboreaba la sensación de haberles demostrado que, pese a mis veinte años, estaba listo para escribir algo más que estúpidos programas de fiesta. A media mañana, el delegado me vino a buscar. Tenía una visita. Noté las miradas cómplices del resto mientras me dirigía a la habitación de la entrada, un cuarto separado del resto por una pared de cristal, un vidrio que me privaba de la intimidad que hubiese deseado de haber sabido quién me esperaba dentro.

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Cuando disparé a un mago…

Cuando disparé a un mago… (2)

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<-Leer la parte 1

El hombre que había venido a visitarme se levantó con rapidez para estrecharme la mano. Su nombre me dejó helado. Se trataba del mago. Tras presentarse se quedó callado, dejando claro que debía ser yo quien llenase aquel incómodo silencio, un silencio en el que me iba ahogando al no encontrar explicación a la que agarrarme. Balbuceé alguna excusa. Escuchándome, notaba como la vergüenza me apocaba. Había convertido a aquel hombre en blanco de mis burlas de manera gratuita, por el simple hecho de demostrar mi ingenio. A cincuenta centímetros, tenía clavada la mirada confundida de alguien real, alguien que me estaba dando una de mis primeras lecciones de periodismo: que las palabras no las lleva el viento, como había escuchado tantas veces; las palabras se quedan y pueden hacer daño.

El estornudo estrepitoso del mago retumbó en la habitación y detuvo por un momento al productor, que continuaba con su interminable presentación. El mago dibujó una sonrisa amplia, como si su explosión nasal, fuese una broma irresistible y compartida por todos. Advirtiendo mi aburrimiento se abrió la americana y extrajo una baraja del bolsillo interior. El productor se calló al momento, cruzando los brazos y reclinándose hacia atrás, sin mostrar la menor sorpresa, como si todo formase parte de un guión.

El mago comenzó a barajar con delicadeza y agilidad, ahora sus ojos se habían calmado y no se apartaban de mi cara. De repente, con todas sus fuerzas lanzó la baraja al techo y todas las cartas se desperdigaron por la habitación, dejándome confundido, sin saber si aquello era parte del truco o el hombre había perdido completamente la cabeza. Le miré, me sonrió e indicó hacia arriba. El as de picas permanecía pegado al techo. Levanté las cejas fingiendo que el truco me había dejado boquiabierto  y preguntándome si esperaba que le aplaudiese.

Al salir de la habitación, el mago se giró, dirigiendo una mirada a la carta, como si se despidiese de una mascota a la que quisiese dar una última instrucción. Yo me preguntaba qué sustancia habría usado para que no cayese e imaginaba la cara del responsable de mantenimiento al explicarle la razón de la mancha que dejaría cuando la despegase. Les acompañé hasta el ascensor y volví corriendo, dispuesto a subirme a una silla y descubrir aquel estúpido truco. Sin embargo, no había nada. El techo estaba limpio y, por más que miraba, ni rastro de la carta en el suelo. Pregunté a la funcionaria que controla la entrada si alguien había entrado en los tres minutos que habría estado fuera. Yo había sido el último.

La imagen del mago, con sus ojos dislocados y saltarines, me acompañó el resto del día. Pensaba en sus veinte años de pueblo en pueblo, lanzando barajas a los techos de los bares, arrancando aplausos desde los palcos de orquesta. Camino del aparcamiento recordé el sentimiento de vergüenza de aquella mañana en Monforte, lo estúpido que uno puede sentirse al creerse el más listo. Recordé luego aquella columna que conservo todavía, no como una muestra de talento, sino como una advertencia frente a la vanidad. Al llegar al coche, algo me llamó la atención. Me detuve sorprendido. Sonreí. Atrapado en mi parabrisas, me esperaba, efectivamente, el as de picas.

(Fin)

Cuando disparé a un mago… (2)

¿Dormir juntos o dormir bien?

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Siendo estudiantes, un amigo guardaba un jergón de espuma debajo de su cama. Si la noche iba bien y regresaba con alguien a casa, remataba la faena del amor y, tras algunos minutos de cortesía, sacaba su ‘colchón de invitados’. Habría pagado por ver ese momento en el que indicaba a sus seducidas que debían irse al suelo. No suena romántico, pero se despertaba fresco como un bebé. Entonces, me parecía un machista monstruoso. Hoy tengo la certeza de que, aunque tosco en las formas de proteger su descanso, mi amigo era un visionario.

Siempre me dejan perplejo las parejas que dicen dormir a pierna suelta haciendo la cucharita, encajados uno al otro como dos platos hondos en la alacena; acoplados en un ovillo de amor, y que les falta algo cuando el otro no está y nota el vacío al estirar el brazo. Entonces, me considero de otra especie: un ser áspero y egoísta, que adora no ya estirar el brazo, sino hacer la estrella de mar y encontrar el colchón libre y fresco como una playa por la mañana.

Estoy convencido de que una de las cosas más difíciles de hacer bien en pareja es dormir. No me refiero a compartir un cuarto o a tener sexo, ni siquiera a gestionar esas delicadas conversaciones antes de apagar la luz, cuando uno se empeña en ajustar las cuentas pendientes del día, mientras el otro se refugia detrás de un libro. Eso es pan comido. Yo hablo de conseguir descansar, de llegar a ese gran pacto en el que los dos encuentran lo que necesitan para que reine el sueño, sin ruidos nasales, sin el síndrome de las piernas inquietas, sin respirar al oído del otro como una cafetera de bar, sin excursiones al baño encendiendo todos los halógenos y sin que te despierten abriendo el cajón de los calcetines, saboteando esa media hora extra de sueño.

Pronto mi Lama y yo cumpliremos cinco años juntos y, aunque queda camino por recorrer, hemos hecho ciertos progresos. Dejando a un lado los inicios, cuando todo se pasa por alto, fingiendo que uno es tolerante e inofensivo, las dificultades aparecieron enseguida. Para ser honesto, he de reconocer que estoy lejos de ser el compañero de cama ideal. Tengo todas las habilidades para molestar, pero exijo un silencio cósmico en el dormitorio. Soy tan quisquilloso que necesito dos habitaciones para conciliar el sueño: la de siempre y una de repuesto; tengo que saber que está ahí, como un refugio al que huir si se presenta algún tipo de sonido inesperado.

Dice un amigo que él sólo ronca cuando tiene novia. Creo que a mí me ocurre lo mismo. Si durmiésemos solos, nadie roncaría. Por fortuna, mi Lama podría quedarse frito en el tambor de una hormigonera. Además, tengo la suerte de que es razonablemente silencioso, aunque su respiración se ha vuelto más profunda este último año; nada alarmante, pero sigo atento su evolución, inquieto ante el temor de que el día más inesperado se transforme en un ronquido. Sin embargo, mi Lama tiene noches agitadas, en las que da vueltas y mueve las piernas, pedalea un par de veces, luego se detiene y de nuevo un tijeretazo. Si necesito silencio total, imagínense lo que supone para mí una clase de spinning en la cama.

Inicialmente lo intentamos resolver comprando colchones donde poder alejarnos y no encontrarnos hasta la mañana siguiente. No funcionó. Sus movimientos implicaban tirones de sábanas e insoportables vibraciones. Como todo en la vida, debemos aprender de los mayores. Ellos han pasado por donde uno se encuentra bloqueado. A mis padres les ha llevado cuarenta años encontrar la cama perfecta: dos colchones unidos, pero independientes. Cada uno se regula, pudiendo subir o bajar la inclinación sin que afecte al otro. Por si fuera poco, están equipados con dos mandos a distancia y todo se controla con un dedo. Adaptada a nuestras posibilidades económicas, copiamos la idea. Sigo necesitando la habitación de repuesto, sin embargo, cuando llegan las noches de bailoteo, como si fuese un caracol, mi colchón y yo nos alejamos y la paz vuelve al dormitorio.

Supongo que esta es la sabiduría que da la experiencia. Con los años la pareja se vuelva práctica y el amor confortable. Nos liberamos de tópicos y dejamos de ser rehenes de mitos, aprendiendo estrategias para sobrevivir a las incomodidades del día a día, trucos tan pequeños y esenciales como saber estar juntos sin necesidad de estar pegados.

 

¿Dormir juntos o dormir bien?

El chico de la bicicleta

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Apareció montado en bicicleta, tenía el pelo negro, y las mejillas subidas de color. Con bermudas, camiseta de rayas y alpargartas desprendía un aire de verano, como si volviese de la piscina. Saludó a su amigo con un beso breve y silencioso en la mejilla, casi al aire, y se sentó en otra de las mesas de la terraza del Fontainas. En flamenco pidió al camarero una creek, una de esas cervezas de cereza con un artificial color rojo, como un extraño líquido de laboratorio. Se descalzó y dobló las piernas, recogiéndolas contra el pecho y abrazándolas. Apenas intervenía en la conversación, pero parecía escuchar atentamente, sonriendo y apartándose el flequillo con la punta de los dedos, con un golpe rápido y suave.

En las semanas siguientes le vi un par de veces. Sin saber nada de él, mi imaginación se puso en marcha. Decidí que se llamaría Jan o Peet, y que trabajaría como profesor en alguna escuela de Etterbeck, siempre con las alforjas de su bicicleta cargadas de libros y cuadernos. Especulando con mis amigos, imaginamos que se habría instalado en Bruselas por su primer trabajo, pero que sería de Hassel o alguna otra aburrida ciudad de Flandes, a donde volvería en tren un fin de semana al mes para comer con sus padres y regresar con una caja llena de bernardins caseras. Pronto todos empezaron a llamarle ‘el chico de la bici’ y a contarme si le habían visto, como si se tratase de una especie de amor platónico.

Cuando coincidíamos con él, me animaban a que me presentase, pero nunca me he atrevido a hacer esas cosas y jamás se dejaba ver en alguna de las fiestas, donde yo sí habría bebido lo suficiente como para acercarme. Le vi comprando fruta en el Delhaize, coincidimos en una tienda de ropa de la Rue Blaes. Recuerdo también cruzarle en la Librería Filigranes y a la salida del concierto de MGMT en Le Botanique. No podía ser casualidad que frecuentase todos mis lugares. En realidad tampoco pensaba demasiado en él, pero cuando le encontraba, tenía la impresión de que se parecía más de la cuenta a lo que me había imaginado siempre como un novio, un novio en abstracto, como idea, no como los novios reales, sino como una secuencia de imágenes en la que yo aparecía con alguien en diferentes escenas, alguien a quien ahora podía poner un rostro.

Por entonces, yo aprendía flamenco, aunque apenas era capaz de presentarme. A veces pensaba cómo sería cuando nos conociésemos, desde luego no contemplaba que no llegásemos a hacerlo. Entonces le imaginaba riéndose de mi incapacidad para pronunciar sus vocales largas y difusas. Comprobé que solía acompañarle un chico delgado, ojeroso, abrigado con jerseys gruesos. En la biografía fantasiosa que me había construido, imaginaba que se trataría de algún amigo de la infancia que se recuperaba de una enfermedad y él le ayudaba. Desde luego no tenía la impresión de que fuesen algo más que eso.

Aquel sábado habíamos ido a la Bitchy Butch, una de las soirées de moda en Bruselas. Esa fiesta se celebraba una vez al mes en espacios diferentes de la ciudad. Aquella vez tenía lugar en el Biberium, un café de dos plantas cerca del Boozar frecuentado por funcionarios, con sus acreditaciones al cuello y sus trajes pasados de moda. Un par de noches al año se transmutaba y se llenaba de modernos. Me preguntaba quién sería el propietario, capaz de compaginar dos ambientes tan opuestos.

Nada más entrar le vi en la cola del ropero. No me extrañé, como si hubiese presentido que estaría. Dejó su cazadora de ante y se remangó la camisa de cuadros, observando la fiesta, buscando a alguien. Sabía que no podría dejar pasar la oportunidad y sentí una presión en el estómago. Mis amigos se dieron cuenta de lo que ocurría y aquello no ayudó. Me había convertido en una de las atracciones de la noche. Entonces, empecé a beber más rápido de lo normal. Él bailaba con un grupo, se reían y a veces se quedaba hipnotizado frente a una pantalla donde proyectaban vídeos. Apoyado en la barra le miraba. En un momento se giró y noté que se había dado cuenta.

De pronto sonó una versión electro de Yo no te pido la luna y los demás salieron corriendo a la pista, intentando arrastrarme con ellos, pero decidí quedarme y pedir otra Duvel. Sentía que debía acercarme, pero él no se separaba de sus amigos. Las miradas se cruzaron de nuevo. Por un momento me sentí mareado. Alguien le susurró al oído, se dio la vuelta y me miró. Entonces se abrió paso entre la gente. Se acercaba. A punto de aproximarse me hizo una señal. Intenté sonreír, ocultando mis nervios. Noté como mi gesto derivaba en una mueca. Al llegar a mi altura, me dijo algo en inglés que no entendí. Le miré confundido. Entonces lo repitió: ‘You are wasting your fucking time‘ (Estás perdiendo tu puto tiempo).

Me quedé con el gesto congelado, pero la sangre hirviendo. Me sentía furioso, pero también ridículo y avergonzado, como si me hubiesen descubierto espiando a alguien a través de una cerradura. Aparentando que nada ocurría, bebí mi cerveza, sin atreverme a apartar la mirada del vídeo de Daniela Romo, con miedo a girarme y encontrarlo riendo con sus amigos.

Serían las dos de la madrugada cuando salí a la calle. Atravesé el parque delante de la Catedral, con sus torres ennegrecidas por la contaminación, rodeada de árboles escuálidos con el tronco pintado de blanco, como un jardín de fémures. Me senté en uno de esos bancos ondulados de listones de madera, como pequeñas olas saliendo del suelo, diseñados por algún arquitecto para disfrutar del sol en una ciudad sin sol. No había una nube; seguramente sería la noche perfecta para ver las estrellas en cualquier otro lugar, pero no allí, bajo aquella iluminación violenta, que me hacía pensar en la silla de un dentista. Un adolescente con las manos en los bolsillos pisó una alcantarilla suelta y el sonido metálico resonó en la plaza.

Me sentía estúpido por haber inflado hasta el límite aquel globo que me había explotado en la cara. En realidad, aquel chico sólo era una imagen que yo había rellenado con mis ilusiones. ¿Qué se le puede reprochar a un extraño? Seguramente alguna cosa, pero no me había dolido la contundencia del portazo. En realidad, nunca había perdido de vista que el ‘chico de la bici’ no existía, que aquel flequillo encantador en el que proyectaba mis deseos era tan sólo el personaje de un juego.  Mañana todo sería una anécdota, la advertencia de que uno debe desconfiar de sus fantasías, sujetar su imaginación y aceptar que la realidad, tarde o temprano, encuentra siempre la manera de imponerse. Entonces, todavía creía que aquella frase con gramática de zarpazo no dejaría marca.

El chico de la bicicleta

Extraescolares para cambiar la vida

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A estas alturas, las extraescolares de los niños están listas, pero ¿y las nuestras? El curso arranca empujado por las conclusiones a las que hemos llegado en vacaciones. El tiempo libre que regala el verano lo carga el diablo: pone a prueba a la pareja, nos hace acariciar la idea de cambiar de trabajo y nos lleva a imaginar remedios con los que aliviar las frustraciones del día a día. Más allá de las tres grandes metas que definen la gran utopía nacional (dejar de fumar, adelgazar y sacarse el First), septiembre es el mes de los propósitos, de iniciar proyectos que, este año sí, cambiarán nuestra vida.

Entre las nuevas extraescolares de esta temporada, un amigo ha optado por el psicoanálisis, dispuesto a escarbar en su subconsciente hasta averiguar si creció enamorado de su padre o de su madre, seguro de que, en cuanto lo descubra, encajarán todas sus piezas. Una de las actividades estrella es el crossfit. Varios compañeros se han matriculado, con la esperanza de recuperar sus camisetas de los veinte años y dejar de ser invisibles cuando salen de copas. Mi amiga Charo, separada desde hace algún tiempo y cansada de tardes de domingo poniendo lavadoras, ha regresado de vacaciones determinada a vencer sus escrúpulos, abrirse un perfil en Tinder y vivir ese otoño promiscuo que se merece. Y es que todo parece posible en septiembre.

Salvo afortunados, la mayor parte de nuestros trabajos giran en ciclos y lo que nos depara este año se parecerá bastante a lo que encontramos el anterior.  Aunque al volver de vacaciones ya no corramos a ver con quien nos ha tocado en clase, septiembre continúa siendo el mes de los cambios o, al menos, de las promesas de cambio. Las extraescolares nos permiten fantasear con descubrir vocaciones nuevas, talentos ocultos, nos sirven para colorear la semana, poniendo ritmos de zumba a los lunes o manchando de tinta los martes.

Consciente de mi carácter antojadizo y mi falta de disciplina, he aprendido a refrenar esos impulsos que me asaltan estos días, y que me hacen imaginarme capaz de casi todo, vacilando entre apuntarme al equipo de Galicia Rollers y recorrer la ciudad con mis patines en línea, o embutirme con esfuerzo en un neopreno y aprender a bucear. Sé que, tras algunos días en remojo, la mayoría de estos deseos se desvanecerán. El septiembre del año pasado me contuve con cierto éxito y, tras muchos devaneos, sólo me matriculé en un curso de Estadística y en clases de yoga. Después de marear a todos los amigos capaces de recordar la fórmula del interés compuesto, aprobé Estadística. En cuanto al yoga, lo dejé tan pronto como vi que la profesora ponía canciones de Adele como música de fondo. Conozco muchos tipos de yoga, pero ninguno con Adele.

Tonteo desde hace tiempo con la idea de aprender a dibujar. Es uno de los tres proyectos que me rondan este año. Nada de óleo, acuarelas o cualquier cosa que manche. Mi Lama me echaría de casa. Me atrae el dibujo al natural, ser capaz de copiar un árbol, una lata de Pepsi o los abdominales de un modelo; esto también, claro. Estoy convencido de que no tengo talento, pero tampoco presión y me divierte la idea de intentar algo sin miedo a ser el último de la clase. Hace meses me acerqué a curiosear a una academia. Me asombró el silencio, lo absortos y calmados que parecían todos, como si viesen algo que yo no era capaz de ver. En realidad, supongo que se trata de eso. Quienes dibujan ven cosas que los demás no vemos, con sus ojos educados para explorar los detalles, acostumbrados a detenerse y mirar más despacio, saboreando lo que observan.

Mi último año en Bruselas estudié neerlandés, uno de los tres idiomas oficiales de Bélgica. Nunca llegué a hablarlo, sin embargo, me encantaban sus sonidos guturales, esa aglomeración de consonantes, la sensación de no entender ni la página de libro que el profesor nos pedía abrir. Cada palabra que aprendía, me hacía sentir que había conquistado una provincia de Flandes. Estudiar un idioma completamente alejado del español es otro de los proyectos que tengo a remojo.

El año pasado llegué a entrevistar a un profesor nativo de alemán. Luego viajé a Berlín con mi Lama, vimos esas camisetas con la frase Life is too short for learning German y me asaltaron dudas. Empecé a pensar en los años que se necesitan, el esfuerzo y en que todos los alemanes con los que apetece hablar dominan el inglés. En fin, acabé por dar la razón a las camisetas. Sin embargo, el deseo sobrevive. En realidad, creo que lo que me atrae no tiene que ver con las declinaciones o los tres géneros del alemán, sino con asumir un desafío a largo plazo,  precisamente ahora que he cumplido los cuarenta.

A pesar de ser psicólogo, mi amigo Jaime me aconseja hacer locuras. Cree que mi vida se ha vuelto confortable, y que necesito enfrentarme a algo que me dé un poco de miedo. Influido por él, en la short list de septiembre se ha colado el teatro. Nadie se ha muerto por hacer teatro. Lo sé, pero subirse a un escenario da miedo. En realidad, lo que me atrae  no tiene que ver con actuar, sino con lo que tiene de terapia exponerse ante un público, esa mezcla de temor y adrenalina que proporciona el no saber si uno será capaz.

Quizá opte por una de estas tres extrasecolares, quizá vuelva a pensar que la vida es demasiado corta para aprender alemán. Nada está decidido, pero tengo poco tiempo. Octubre llegará pronto y esta maravillosa ventana al cambio que abre cada septiembre se cerrará con el primer golpe de viento. El otoño nos llevará a acurrucarnos al calor de lo conocido, abrigándonos con nuestras rutinas. Atrás quedarán, entonces, los deseos de empezar que nacieron con el sol de agosto. La lluvia ha regresado, seamos rápidos.

Extraescolares para cambiar la vida

¿Y tú, ya tienes novia?

Funny businessman with lemon fruit on hand

Chus y yo no hablábamos desde hace años y su llamada me sorprendió. La noté nerviosa. Tras resumirnos que había sido de nuestras vidas, noté que mi amiga comenzaba a dar vueltas en círculos, incapaz de desvelar la razón de su llamada. Entonces, me contó que ella y Marcos habían sido padres, algo que ya sabía. Entre risas nerviosas, confesó que le gustaría invitarme a cenar para presentarme a Martín, su hijo. El niño no debía tener más de cuatro años, así que esperé en silencio a que siguiese hablando. Al parecer, sospechaban que ‘iba a ser gay’; me llamó la atención el tiempo verbal, como una perífrasis de futuro.  Temiendo ofenderme, me aclaró que no les preocupaba, pero que querían estar preparados y, como yo lo era, les había parecido buena idea conocer mi opinión. La propuesta me dejó desconcertado, haciéndome sentir una especie de perito contratado para presentar un informe técnico.

En la lista de preguntas que quienes somos gay hemos escuchado alguna vez, y que, sin duda, encabeza la de ‘quién hace de chico y quién hace de chica en la pareja’, le sigue: ‘¿Vosotros os podéis reconocer?’. La gama de respuestas va desde las groserías más cerriles hasta teorías disparatadas que tienen que ver con el lóbulo de las orejas, el tamaño del dedo corazón o la posición que se ocupa entre los hermanos en una familia numerosa. En base a un cierto trabajo de campo, un buen amigo sostiene que hay un gran número de homosexuales que adoran chupar el limón de los refrescos y que, si bien eso no prueba nada de manera definitiva, es una pista de calidad.

En mi vida me he sorprendido en ocasiones al enterarme de que alguien era gay. Sin embargo, la mayoría de las veces, no ha sido una noticia. Creo que todos compartimos que hay casos más y menos claros. Evidentemente, están las personas con pluma. Con ellos, enseguida lo damos por hecho y seguramente acertaremos. También he conocido a chicos tremendamente afeminados que me presentaron a su novia. No puede evitar recibir el dato como una interferencia y pensar si, dentro de diez años, ella seguirá ahí.

En la manera de algunos heteros de preguntarme si puedo reconocer a otro gay, no pocas veces he percibido la convicción de que contamos con algún marcador biológico o que, como los murciélagos, emitimos unos ultrasonidos que nos permiten identificarnos. En realidad, simplemente tenemos, diciéndolo de una manera poco científica, la mirada acostumbrada. Imagínense que caminan por una acera de Berlín y se acerca una pareja. No pueden escucharlos porque están demasiado alejados, pero algo les dice que son españoles. No llevan una bandera, ni una camiseta de la selección. Al cruzarse, comprueba que hablan castellano. ¿Existe algún radar hispano? Claro que no, supongo que se trata de microdatos que sumados crean una intuición: la manera de gesticular, de vestir, quizá el tipo de peinado, un cierto color de pelo. Supongo que se parece a eso. Por supuesto, es sólo una regla general flotando en un océano de excepciones.

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¿Y tú, ya tienes novia?

Tus tres viajes

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Me gustan los viajes que se vuelven largos, cuando alguien quiere parar en una estación de servicio y, al salir te estiras como si quisieses crecer, y miras alrededor mientras ellos se sientan a fumar en el bordillo y él regresa cargado de Pringles; viajes de conversaciones desordenadas, en los que la cabeza de alguien se asoma entre los dos asientos delanteros y se empeña en que veas un vídeo en el móvil, y te parece imposible que te hayas saltado el desvío de nuevo. Entonces se hace de noche y rompe a llover, y el cristal se empaña al intentar poner la calefacción y me preguntas si habrá algo abierto cuando lleguemos. De pronto un silencio dura más de lo previsto, vuelves a mirar por el retrovisor. Nadie está despierto, estás solo, notas ese calor que huele a moqueta y una botella de plástico rueda por la alfombra y piensas lo hermoso que es su cuello cuando duerme. Y un verano después viajamos al final de la tarde, con las ventanillas abiertas y él cabeceando, con las manos sujetando un libro sin fuerza, y sus gafas que resbalan, tiemblan, pero no caen y el olor a crema, la arena y el maletero con los bañadores que nunca se secan y la carretera pegada a la costa, interminable, lenta. La autopista de vuelta a casa, con el sol de domingo, que es el sol del oeste obligándote a entornar los ojos, regresando en silencio, en ese silencio completo de las parejas en los coches. Y aquel viaje que empezó fuera acabará dentro, con conversaciones que crecen como una yedra de asfalto, y mientras el coche avanza, estalla el ruido atronador de un secreto, el golpe seco de una confidencia, un volantazo inesperado, definitivo. Él enmudece y  le gustaría girarse y mirarme, pero se fuerza a clavar la vista en la carretera, que de pronto se llena de un silencio que no es el silencio de las parejas, sino el de la niebla. Sin embargo, no se detiene, seguimos adelante, sin hablar, porque los dos sabemos que es tarde para acabar cualquier conversación, y que ese viaje no nos llevará ya a ninguna parte.

 

 

Tus tres viajes

Soy una taza, una tetera…

Foto con mi sobrina

Hace seis años mis amigos heteros decidieron ser padres. Supongo que cada uno tomó la decisión por su cuenta, aunque no podría asegurarlo. Somos una de esas ‘pandillas-clon’, tan características de las ciudades pequeñas, donde todos nos conocemos desde preescolar y -salvo contadas excepciones- hemos ido cubriendo las etapas de la vida juntos, sin salirnos del pelotón. Como ocurrió con el trabajo, el piso y las bodas, los hijos de mis amigos también vinieron a la vez. Además, en el mismo periodo de tiempo, nacieron mis dos sobrinos: Victoria y Adrián. Vaya por delante que no soy padre, con lo que todo lo que escribiré a continuación no es más que la mezcla de una ignorancia vaticana sobre este tema y los celos freudianos del que ha visto como unos pequeños recién llegados monopolizaban a mis amigos de toda la vida.

Como un terremoto, los primeros niños llegaron moviéndolo todo, cambiando los bares de siempre, alterando los horarios, los temas de conversación.  Cada tres meses, un grupo whastapp con un ‘nombre-tendencia’ (Mateo, Álvaro, Nicolás…) alertaba de una nueva llegada. Enseguida, aparecía la fotografía de un ser diminuto, rojo y arrugado, acompañada de su peso, y una catarata de emoticones con corazones.

A esa primera avanzadilla la recibimos con asombro nivel ‘milagro de la naturaleza’. Sin embargo, uno se acostumbra a todo y, tras cinco años de partos, nos hemos idos serenando. Ahora, los nuevos nacimientos -fuera del hogar de cada uno- se asumen con la naturalidad de lo cotidiano. Incluso yo he aprendido a manejar con soltura palabras como ‘meconio’ o ‘calostro’. Lo cierto es que, durante estos años, mis amigos se han esforzado y el inventario de incorporaciones ha dejado hace tiempo de ser una lista fácil de memorizar, hasta el punto de que mi Lama y yo repasamos de vez en cuando sexo, nombre y edad para evitar meteduras de pata.

El día que sus hijos llegaron, mis amigos desparecieron. Mentalmente se esfumaron, secuestrados por esos enanos comedores de tiempo. Desde entonces, hemos tenido que adaptarnos: aprender a mantener una conversación sin mirarnos a la cara, con sus ojos disparados en todas las direcciones, identificando carreteras, balcones, perros y cualquier otro peligro potencial; acostumbrarnos a comer en restaurantes, entre manchas, llantos y episodios de Pepa Pig en el móvil y disfrutar de todo lo bueno que nos ofrecen las cabalgatas de reyes y los lugares con hinchables.

Hace semanas mi amigo Alberto y yo viajamos a Madrid en coche. Los seiscientos kilómetros de carretera por Castilla en julio, un fastidio para cualquiera, acabaron ofreciéndonos la primera oportunidad en años de mantener una conversación reposada, sin perder el hilo. A mí me asombra la capacidad de esas pequeñas criaturas para cambiarlo todo, hasta el concepto mismo del tiempo. Este verano llamé por teléfono a Irene, una antigua compañera de trabajo. Repantingado en la silla de mi oficina, garabateaba muñigotes en un folio mientras intercambiábamos cotilleos. Al otro lado del teléfono, Irene hablaba tranquilamente conmigo o, al menos, eso creía yo. Al despedirnos, me confesó que en el tiempo que duró la conversación había puesto una lavadora, preparado dos bocadillos y salía pitando escaleras abajo para no llegar tarde a recoger a sus niñas.

Dicen que tener hijos es una de las experiencias más enriquecedoras de la vida. Tiene que serlo o cómo explicar que compense las ojeras, el insomnio, los sustos de infarto, los virus contagiosos, caprichos, berrinches, destrozos en el mobiliario, broncas en los grupos de madres de whatsapp. Pese a todo, estoy seguro de que lo bueno supera con creces estas incomodidades  y que mis amigos simplemente encuentran más elegante compartir conmigo sólo su sufrimiento doméstico, para preguntarme a continuación: ‘¿Y tú qué?, ¿adoptas?’.

La primera ronda de nacimientos se completó con éxito y, a pesar de los lamentos de estos años, todos se lanzaron a por el segundo y nada indica que vaya a cerrarse el grifo. Contra todo pronóstico, lejos de empeorar, las cosas mejoran. Por primera vez detecto tímidas señales de esperanza, de que quizá aún sean recuperables como amigos en activo. Será la templanza que da la experiencia o la fatiga acumulada, pero lo cierto es que se ven ganas de reconquistar parcelas de tiempo. La posibilidad de recurrir a los abuelos o contratar a un canguro para disfrutar de una noche libre va dejando de generar insoportables sentimientos de culpabilidad.

Este verano hemos coincidido en fiestas ‘semi-sin niños’ e incluso en alguna totalmente ‘libre de niños’. En ellas, he vuelto a ver a mis amigos con copas en la mano o besando a sus novias como se besa a las novias cuando los niños no están. El viernes, por ejemplo, celebramos con Julia su cuarenta cumpleaños, una de las últimas de la pandilla en cruzar esta difícil meta volante. Liberados de responsabilidades familiares, corrió la música, el alcohol y la fiesta terminó a las cuatro de la madrugada, con todos bloqueados en la acera, comprobando que nadie sabe ya responder a la pregunta de: ‘¿Y qué esta abierto ahora?’.

Con un afinado sentido comercial, el pincha de esa fiesta enseguida entendió el público al que se enfrentaba, y después de un nostálgico viaje musical por los noventa, decidió lucirse despidiéndose con un golpe maestro. ‘Os voy a enseñar una coreografía. Vamos, todos a la pista. Seguro que os la sabéis. Además, no os preocupéis, he adaptado los pasos para que nadie se canse’, dijo, perdonándonos un poco la vida. Un minuto después empezaba a sonar: ‘Soy una taza, una tetera, un plato hondo y un cucharón‘. Tras unos segundos de desconcierto y mientras nos esforzábamos por hacer bien el tenedor, pensábamos qué lejos quedaba el My Way con el que nos echaban de los locales.

 

Soy una taza, una tetera…

El túnel de Luc

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Había calculado que tardarían algo más en llegar, y los dos golpes en la puerta, aunque suaves, le sorprendieron. Ni siquiera había tenido tiempo de arreglar aquel desorden. De pronto se sintió ridículo preocupándose por la habitación con lo que estaba sucediendo fuera. ‘Buenas noches, éste es Damián’, le saludó una empleada del hotel, dejando ver a un chico delgado, con un mechón de pelo sobre la frente y una camiseta negra que volvía su cara todavía más pálida. Con las manos en los bolsillos de atrás del pantalón, Damián sonrió un par de segundos y dejó caer de nuevo la vista sobre la moqueta del pasillo.

‘Habla francés. Hemos creído que haría las cosas más fáciles’, añadió la empleada, como si aquel pequeño gesto de consideración hiciese de pronto que todo sonase lógico. Luc la escuchó con frialdad, preguntándose si aquella mujer, a la que todo aquel caos no le había provocado ni una sola arruga en su impecable uniforme, estaría esperando una propina por su eficiencia.

Desde otra planta llegaban voces y Luc pensó que pasar aquella noche con un desconocido le ayudaría a calmar los nervios. La empleada se despidió con el compromiso de que les mantendría informados de todo lo que ocurriese y, antes de desaparecer, repitió en español las mismas indicaciones de seguridad que Luc había recibido por teléfono en perfecto francés diez minutos antes. Lo hizo lentamente, casi silabeando. ‘¿Lo ha entendido todo, señor?, preguntó. Luc asintió cerrando los ojos, esforzándose por calmarse, repitiéndose que aquella situación no debía ser fácil para nadie y tampoco para aquella especie de androide corporativo que le hablaba como si fuese un niño de teta.

—Ahí puedes dejar tus cosas —dijo Luc, dándose cuenta al momento de que su inesperado huésped sólo traía una cazadora.
—Estaba en la cafetería esperando a alguien cuando nos dijeron que no podíamos salir —dijo Damián, sintiéndose en la obligación de aportar alguna explicación para justificar su presencia y no verse como un intruso.
—Claro, no te preocupes. En unas horas, todo volverá a estar bien —añadió Luc, dándose cuenta de la poca convicción con que había sonado su frase. Nervioso, buscó el mando de la televisión entre las arrugas de la colcha.
—¿Le importaría no ponerla? Hemos seguido las noticias abajo, y esos comentaristas están histéricos. No paran de especular, nada está claro.

Seguir lo que ocurría parecía lo normal, pero el tono de Damián le hizo detenerse. Luc pensó que la televisión habría ayudado a que se sintiesen menos incómodos, no se le daban bien las conversaciones con extraños y aquel era un espacio demasiado pequeño para que el silencio resultase natural. Sin embargo, de alguna manera, se sentía en la obligación de hacer que todo resultase fácil. Al fin y al cabo, quién podía saber cómo estaría aquel chico por dentro. Esta alerta le había puesto a todo el mundo los nervios de punta.

—Me han dicho que es usted de Burdeos —dijo Damián, intentando comenzar una conversación.

Aun con esa aspereza tan española, a Luc le tranquilizó comprobar la fluidez del francés de su invitado. No quiso parecer seco y se extendió en su respuesta. Pronto se vio contándole que había volado a Madrid a una entrevista de trabajo, y hasta le hizo sonreír con la anécdota de esa absurda pregunta de si quería más a su padre o a su madre. Se quitó la americana, y abrió el mueble bar en busca de algo que ofrecer. En camisa, Damián pensó que aquel francés al que trataba de usted apenas sería un par de años mayor que él. Mientras hablaba, le examinaba. Ninguno de los rasgos de Luc le resultaba especialmente atractivo, quizá los ojos de un verde húmedo, como dos pequeños estanques, sin embargo, el conjunto tenía una cualidad difusa, que invitaba a mirarle.

Al dejar el móvil para aceptar la cerveza, Damián no pudo evitar comprobar la pantalla, aunque se había prometido no hacerlo. Ningún mensaje. Recordó que les habían avisado de que se cortaría la cobertura por motivos de seguridad y esa explicación  le dio una razón para sentirse aliviado. Pensó que todavía existían opciones de que ese mensaje existiese. Quizá, como ellos, estaría retenido en algún lugar, congelado en el aire, esperando a llegar a su destino para permitirle entenderlo todo.

Damián se dio cuenta del silencio que empezaba a llenar la habitación  y se apresuró a contar que había vivido en Bruselas, tres años estudiando en PARTS, una escuela de danza moderna. Sabía que sus historias de bailarín solían resultar entretenidas y mentalmente rebuscó anécdotas de clases extenuantes y ejercicios dolorosos. Por un momento, pensó en hablar de su última pieza, en la que se muerden unos a otros, pero sintió pudor. Luc le escuchaba con atención, sin embargo, Damián se inquietó al comprobar que sus historias no suscitaban demasiadas preguntas.

El ruido de la explosión les dejó helados.  Les habían indicado mantener las persianas bajadas en todo momento y no podían saber qué ocurría en la calle. Luc se asomó al pasillo. Había otras personas, pero todos hablaban rápido en español y le costaba entender. Damián comprobó que el móvil seguía sin cobertura. Desde la calle llegaban sonidos de sirenas, y voces de personas hablando a gritos. Dos empleados del hotel aparecieron.  Al parecer les habían informado de que se trataba de una detonación controlada y les pidieron a todos que regresasen a las habitaciones, asegurando que no había peligro alguno.

Luc se dio cuenta del miedo de Damián, siempre se le había dado bien descifrar estados de ánimo. Odiaba esa cualidad porque, cuando ocurría, se sentía obligado a hacer algo. A menudo creía que las cosas serían más fáciles si pudiese simplemente ignorar  lo que los otros no querían dejar ver. Si las mentiras, las incomodidades y preocupaciones no se hiciesen evidentes para él, entonces, tampoco tendría que enfrentarse a remordimientos por dejarlas pasar.

Pensando en distraerle, Luc habló a Damián de Burdeos. Adoraba mofarse de su ciudad, tan llena de ingenieros, con sus trajes de mil euros y sus vaqueros de fin de semana; tan llena de parques con niñeras y bebés abrigados, de coches familiares cargados con la compra del mes, de cenas de viernes hablando de series de televisión y cursos de buceo; uno de esos lugares donde ordenar el apartamento podía ser un plan de domingo, algo que contar el lunes en la oficina, sin que nadie pidiese auxilio para que le sacasen de allí.

Por un momento, Luc dudó en decírselo todo a Damián, contarle que su entrevista era parte del túnel que estaba excavando para escaparse de aquella vida en la que se había encerrado. Confesarle que fantaseaba con la idea de sobrevolar Burdeos con una avioneta y rociarla de defectos, imperfecciones con las que manchar las vidas disecadas y felices de esas familias, haciéndolas a la vez difíciles y mejores. ¿Quizá aquel desconocido le entendería? Al fin y al cabo, en unas horas saldrían de allí y no se volverían a ver. Por un segundo, Luc pensó que le gustaría quedarse encerrado en aquel hotel hasta tener una respuesta. Ahora que el túnel estaba terminado, ¿cuál sería el siguiente paso antes de regresar a casa?

Sin embargo, no lo hizo. Prefirió hablarle de las cosas de las que pueden hablar dos personas que se acaban de conocer, como Ariane, la única bailarina que había conocido antes de Damián, cuando era universitario y también del Scribbe, el cine de reestreno donde se encerraba con ella los sábados. No le describió su cuerpo diminuto y frío como un copo de nieve, pero recordó el Corto Maltes, con su suelo alfombrado de cáscaras de pipa y su calor de estufa. Se preguntó si seguiría abierto y si otros estudiantes ocuparían sus mesas, bebiendo Jupilers de barril, vigilados por aquel gato gordo.

A Damián le calmaba el acento de Luc, esa manera de entonar que perdía fuerza a medida que avanzaba, desdibujando el final de las frases. Su manera de hablar le hacía pensar en Marc, con su bufanda roja, con el pelo mojado después de la piscina, coloreando la copa de leche, dejando caer poco a poco las pepitas de chocolate. Damián deseó que Luc continuase y sintió que, si aquel hotel saltaba por los aires, aquella no sería una mala conversación antes de volverse escombros, pero sabía que nada se acabaría aquella noche y que él no tendría más remedio que salir de allí y seguir esperando ese mensaje que no llegaría. Pronto tendría que pedir un taxi y volver a pasar el tiempo imaginando finales, imaginarlos mientras preparaba la cena, al volver del ensayo, mientras corría esquivando charcos por el parque de La Piedra o hundido en los asientos del 14. Sabía que sería así hasta que su imaginación, extenuada, desistiese y aceptase que nunca sabría por qué Marc no había ido esa tarde al hotel.

Los dos golpes en la puerta despertaron sólo a Luc. Antes de abrir se detuvo un segundo. Damián dormía con la boca entreabierta, respirando suave. Seis horas antes, ni siquiera sabía que aquel chico existía. Era una de esas personas que se cruzan en los pasillos de un hotel. Pensó que despedirse sería extraño. Al salir a la calle le sorprendió el ritmo de la ciudad. La tienda con las cajas de fruta, los coches en doble fila, el repartidor de publicidad. Apenas quedaban rastros de lo ocurrido.  El taxi arrancó.  Luc pensó en Damián, sonaba una canción que no reconoció y cerró los ojos. No fue recordar la detonación lo que le estremeció, fue intuir que había saltado por los aires aquella noche.

El túnel de Luc

Más rápido, menos profundo (fin)

<-Parte III

Libreria

Sentía que esta vez la víctima era ella, y le molestaba la desidia de aquel desconocido. Además, estaba segura de que sólo fingía desinterés y que, como los otros, acabaría contestando. A Nerea le irritaba su absurdo orgullo. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía ser ignorada por alguien de quien sólo conocía su nombre? Días más tarde, conduciendo de regreso a casa, la pantalla del móvil se iluminó.

—¿Te gustaría que nos viésemos?

Entre inocente y descarado, ese mensaje, que llegaba con seis días de retraso, desconcertó a Nerea y le enfadó más. ¿Quién era aquella persona que le invitaba a verse sin ni siquiera presentarse, saltándose el ritual habitual de frases para impresionar, sin resumir su vida, sin querer demostrar su ingenio con un esgrima de ironías ácidas y sarcasmos afilados, sin recomendarle sus canciones de grupos desconocidos o series de las que sólo él ha escuchado hablar? ¿Realmente pensaba que se lo pondría tan fácil?

Atravesó una enorme puerta de madera labrada. Sobre ella, una vidriera de cristal emplomado en forma de círculo teñía la luz de colores, creando una apacible atmósfera de iglesia en el interior. Estanterías repletas de libros forraban las cuatro paredes de aquel bajo de dos pisos comunicados por una escalera de caracol. Nerea se sentó en una de las butacas repartidas en las estancias que se abrían a los lados del pasillo central. Se río, dándose cuenta de que por azar había elegido la sección Cocina; ella, que llevaba años cenando ensaladas y sandwiches de pollo. Sobre la mesa, una pequeña cartulina: ‘Apague su móvil, por favor’. Dudaba que aquella cita fuese una buena idea, temía incluso que él no se presentase, sin embargo, algo la había llevado allí.

—¿Sección Cocina? Habría apostado por Viajes, pero me alegra la elección. Soy Yago, al fin nos conocemos—, dijo, tendiéndola la mano.

Sujetaba una bandeja con dos tazas de té y una porción de tarta de zanahoria.  Con camiseta azul, vaqueros, y zapatillas gastadas tenía el pelo negro, despeinado, y unos enormes ojos ovalados que le daban un aire oriental; sonreía tranquilo, como si tomar té con desconocidos fuese parte de su rutina.

—Así que librerías escondidas, donde el móvil está prohibido. ¿Es esa tu estrategia? —, se burló Nerea.
—¡Claro que no! La tarta de zanahoria. Pruébala y lo entenderás—, contestó, dejando la bandeja sobre la mesa.

Yago escuchaba sonriendo, abriendo sus ojos enormes de dibujo animado, y, cuando Nerea preguntaba algo, se limitaba a responder sin extenderse, girando la conversación para que regresase de nuevo a ella. Con suavidad, conseguía que Nerea hablase de su trabajo, de la cita con Simón, de sus cenas de los viernes en las que entretenía a sus amigos con sus aventuras de soltera. A ella le agradaba su voz, su manera de hablar pausada, pero expresiva, y esa mirada sorprendida, con la que lograba dar la sensación de que todo cuanto ella decía pareciese interesante. Sin silencios incómodos, sin opiniones grandilocuentes, nada chirriaba: se sentía a gusto.

—Creo que se me hace tarde—dijo Yago, sorprendiendo a Nerea—. Una amiga se va de la ciudad y ha organizado una pequeña fiesta. Debo irme, vive en la otra punta.

Nerea, que se preparaba para el segundo tiempo de aquella cita, reuniendo una lista mental de preguntas con las que averiguar quién era Yago, se sorprendió de que hubiese transcurrido una hora, y temió haberle aburrido, pensando que quizá debería haberse mostrado más reservada.

Al levantarse Yago, una de las dependientas de la librería se acercó. Él salió a su encuentro, besándola en la mejilla.

—Esta es Nerea. Una nueva fan incondicional de tus tartas, mamá. A esta la invito yo, aunque espero que pronto se convierta en clienta tuya —, dijo Yago, disimulando una sonrisa, ante el gesto de sorpresa de Nerea.

Por primera vez, Nerea no tenía la sensación de adivinar qué ocurría a continuación. Se había dejado llevar por la conversación hasta el punto de haber hablado sólo ella.  A diferencia de otros, Yago no tenía prisa, no se mostraba ansioso por gustar, ni apresurado por darse a conocer. Parecía a gusto con su vida, fuese cuál fuese su vida.

De camino a casa, Nerea se preguntaba a qué se dedicaría Yago. ‘Quizá dibujaba’, pensó, recordando una mancha de tinta entre el índice y el pulgar. Sentía que había conocido a alguien de quien quería saber más, aunque ni siquiera hubiesen acordado una segunda cita. Pensó que quizá había seguido una dirección equivocado, siempre adelante, probando y descartando, cada vez más rápido, olvidando que hay lugares más profundos a los que sólo se llega cuando uno viaja más lento.

Más rápido, menos profundo (fin)