Más rápido, menos profundo (I)

kayak

Nerea nunca había imaginado cuánto cuesta dejar a alguien, el tiempo que se necesita para desenredar dos vidas entrelazadas día a día, año a año, con el desorden y el ímpetu de los primeros amores. Conoció a Elías su primer jueves de fiesta al llegar a la universidad. Apenas tuvo tiempo de pisar el primer bar y le vio. Su encuentro fue un fogonazo que les cegó de manera instantánea. Con la sencillez de quienes no hacen planes, todo resultó imparable. Ese mismo día durmieron juntos, y tardarían diez años en levantarse separados. Lejos de echar de menos lo que las noches ofrecían a los otros, se sentían privilegiados, celebrando haberse encontrado sin ni siquiera buscarse.

Como pareja resultaban imbatibles. Atrás dejaron el Erasmus, ese año afilado que secciona tantas parejas, y sobrevivieron a las turbulencias que se presentan cuando uno abandona las aguas mansas de la facultad. Con Nerea tambaleándose de beca en beca, con sus idas y venidas del extranjero, buscando oportunidades laborales, caminaban juntos hacia los treinta, sabiéndose uno refugio del otro. Entonces, llegó su primer trabajo. El mundo se ensanchaba, dejando de ser un territorio conocido, con nuevos compañeros, retos y posibilidades. Al fin parecía que la suerte se ponía de su lado. Justo entonces, Nerea notó la primera sacudida, como si la fortuna fuese una manta demasiado corta para abarcar todas la parcelas de su vida.

Aquello no fue un terremoto, sino un desmoronamiento a cámara lenta. Todo habría sucedido más rápido si el final hubiese llegado por una infidelidad o una causa que exigiese un adiós despechado y violento, pero a Nerea simplemente empezó a apetecerle otro tipo de vida. Al principio se trataba de un deseo tímido, que apenas asomaba la cabeza, sin atreverse a salir de la madriguera. Sin embargo, ese impulso fue creciendo y extendiéndose como la maleza, hasta cubrir todos los caminos. De pronto, se cansó de los bares de siempre, de los domingos de series y pijama, y todos sus rituales de pareja le devolvían un desagradable sabor a repetido. Pronto, el temor a la claustrofobia fue mayor que el miedo a la soledad y se marchó.

Durante meses, hubo recaídas, flashbacks, segundas oportunidades. Luego vino una etapa de apatía, en la que Nerea se movía sonámbula, oscilando como un péndulo del trabajo al gimnasio y del gimnasio al trabajo. El invierno pasó y, como si despertase de un coma, Nerea abrió los ojos. Con las primeras tardes de sol, esa energía acumulada se transformó en un torrente de actividad. Cada lunes se avalanzaba sobre la oferta de cupones del periódico, buscando un plan de fin de semana con kayak, tirolina o cualquier riesgo que la recargase de emociones. Luego vinieron los viajes a Asia y otros destinos exóticos con amigas, tratamientos de queratina en el pelo, pilates, renovar el armario de arriba a abajo. En un tedioso curso del trabajo, un chico la invitó a una cerveza. No le parecía atractivo, pero aceptó sin dudarlo. Necesitaba ponerse a prueba, saber si sería capaz de besar a otra persona. Bebió su cerveza, pidió algunas más, cerró los ojos y se pegó a sus labios con decisión. Se mantuvo allí, sin moverse, esperando a que ocurriese algo terrible, pero todo fue bien. Entonces, sonrío, pagó las consumiciones de ambos y se marchó, agradecida y segura de que no volvería a verlo.

Con las pistas que nos daba en cada sobremesa confeccionamos el retrato robot de su novio ideal, y le presentamos a candidatos prometedores. Su primera cita fue emocionante, rodeada de expectativas y nervios. Se llamaba Roberto, un compañero de trabajo de su hermana que acaba de regresar tras una larga etapa en Dublín. Consultor, runner, viajero, cumplía buena parte de los requisitos. Aunque su corte de pelo era diez años mayor que él, y la manera en la que se perfilaba el contorno de la barba ponía la carne de gallina,  Nerea se encaprichó de su mirada de huérfano y le dio una oportunidad. A primera vista nada hacía temer alguna tara oculta que explicase el haber llegado soltero a los treinta. Sin embargo, Roberto tardó dos gin-tonics en olvidar la regla de oro de toda primera cita: no hablar de sus ex. En su afán por mostrarse cordial, Nerea no le detuvo a tiempo y siguió fingiendo interés, animándole con su atención, mientras él se enterraba cada vez más en su pena. Inevitablemente, el chico acabó gimoteando, sorbeteando y dejando que un baile de muecas le deformase la cara, en un intento espasmódico de contener sus lágrimas. Después de aquel fiasco, todos estuvimos de acuerdo en que urgía revisar la estrategia.

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Más rápido, menos profundo (I)

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