Más rápido, menos profundo (II)

<-Parte I

tinder

Cuando Nerea abrió su perfil, lo interpretamos como una declaración de principios. Convencerla no fue fácil. En su cabeza, esas aplicaciones estaban hechas para raros. ‘Algo extraño tendría esa gente para no ser capaces de conseguir lo mismo en la vida real’, pensaba. Nerea se aferraba a la idea de que alguien se le acercaría un día en el supermercado y, después de un diálogo ingenioso, encontraría una manera elegante de pedirle su número. Sin embargo, el día que descubrió Tinder, se arrepintió del tiempo perdido. Todas esas fotografías de chicos con tablas de surf, posando en playas de arena blanca y cielos de agosto, o con sus bicicletas de montaña ante bosques de postal; todo desprendía energía y vitalidad, imágenes con un irresistible aroma a nuevo, tan alejadas de los solteros gastados que se había encontrado en sus citas, con sus vidas manoseados por la realidad.

Como quien mira a través de una cerradura, observaba aquellas fotografías con temor a ser descubierta, con miedo a tocar la pantalla y que se enterasen de que estaba allí. Sin embargo, la tentación pudo más. Los inicios fueron lentos, titubeantes, un perfil sin foto; luego, fotos en las que apenas se la identificaba. Sin darse cuenta, la curiosidad evaporó los temores y pronto se descubrió deslizando su dedo por la pantalla del móvil, explorando aquellas galerías en el café, en el bus, en el sofá.

Las conversaciones no tardaron en llegar. Cada sonido del móvil se convirtió en algo excitante, una puerta que se abría, la promesa de conocer a la persona definitiva. Al principio, aquellos mensajes bastaban para hacerla fantasear. Nerea tomaba su tiempo para elegir la frase perfecta y, con cada respuesta que llegaba, deducía el carácter de quien le escribía. Examinaba sus adjetivos, sus exclamaciones, la rapidez o lentitud de sus contestaciones, cualquier pista le servía para anticipar si sería maniático, cuadriculado, sentimental o un bruto, para decidir si estaba interesado o sólo curioseaba. Poco a poco fue declarando sus reglas inquebrantables. Bastaba una onomatopeya cursi o una imperdonable falta de ortografía para que una imagen mental perfecta volase por los aires. Confiaba ciegamente en sus manías, sabía, por ejemplo, que la risa de la persona que buscaba jamás sonaría a ‘ji, ji, ji’.

Pronto empezó a irritarle la indecisión de algunos chicos, prolongando conversaciones que no desembocaban en un encuentro, como si les bastase el chat. Su impaciencia le hizo ganar confianza, perder el miedo a mostrarse directa. En unas semanas había entendido como funcionaba aquel mundo, los códigos habituales y estaba decidida a aprovecharlo al máximo. Un día nos sorprendió pidiéndonos que le ayudásemos a sacar unas fotos haciendo yoga en la playa para mejorar su perfil. Ella se reía y nos decía que estaba conociendo gente, sólo eso; sin que por ahora hubiese nadie a quien presentar. Nosotros no sabíamos qué pasaba, pero estábamos seguros de que algo ocurría.

Las primeras citas llegaron en cadena, excitantes, decepcionantes, prometedoras. En cada una, Nerea aprendía algo: a superar la incomodidad de los primeros minutos, a encender conversaciones apagadas, a excusarse con agilidad cuando la situación exigía salir corriendo. Sin saberlo se iba armando de recursos. Como en otras facetas de su vida buscaba el orden y la eficiencia. Planificaba sus primeros encuentros los jueves, el día perfecto para escaparse con la disculpa de que debía madrugar para ir a trabajar o, en el caso de que todo fuese bien, lo bastante cerca del fin de semana como para tolerar una noche sin dormir. Aprendió también a gestionar el día después, enfriando una relación hasta dejarla morir sin generar situaciones embarazosas, y se volvió tajante frenando en seco a quienes pretendían escarbar en sus sentimientos, buscando una complicidad artificial. Poco a poco, perdió el pudor a simultanear conversaciones y el número de citas se multiplicó.

A medida que acumulaba experiencia se volvía impaciente. El defecto más leve la desanimaba y se convertía en un argumento para pasar al siguiente. En esos primeros cafés, mientras aparentaba escucharlos, los examinaba, estudiándolos minuciosamente. Como con Elías, imaginaba que nada más aparecer, sabría si era él. Para ella, la atracción, el amor, eran reacciones instantáneas. Como esos niños abrumados por sus regalos de Reyes, que sin terminar de abrir uno pasan al siguiente, se dejó invadir por la urgencia y los encuentros se sucedían cada vez más rápidos y ligeros. Nerea estaba convencida de que no había tiempo que perder. Sobre sus citas, planeaba siempre la posibilidad de encontrar a alguien mejor. ¿Qué sentido tenía conformarse cuando la siguiente oportunidad se encontraba a un click?

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Más rápido, menos profundo (II)

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