Soy una taza, una tetera…

Foto con mi sobrina

Hace seis años mis amigos heteros decidieron ser padres. Supongo que cada uno tomó la decisión por su cuenta, aunque no podría asegurarlo. Somos una de esas ‘pandillas-clon’, tan características de las ciudades pequeñas, donde todos nos conocemos desde preescolar y -salvo contadas excepciones- hemos ido cubriendo las etapas de la vida juntos, sin salirnos del pelotón. Como ocurrió con el trabajo, el piso y las bodas, los hijos de mis amigos también vinieron a la vez. Además, en el mismo periodo de tiempo, nacieron mis dos sobrinos: Victoria y Adrián. Vaya por delante que no soy padre, con lo que todo lo que escribiré a continuación no es más que la mezcla de una ignorancia vaticana sobre este tema y los celos freudianos del que ha visto como unos pequeños recién llegados monopolizaban a mis amigos de toda la vida.

Como un terremoto, los primeros niños llegaron moviéndolo todo, cambiando los bares de siempre, alterando los horarios, los temas de conversación.  Cada tres meses, un grupo whastapp con un ‘nombre-tendencia’ (Mateo, Álvaro, Nicolás…) alertaba de una nueva llegada. Enseguida, aparecía la fotografía de un ser diminuto, rojo y arrugado, acompañada de su peso, y una catarata de emoticones con corazones.

A esa primera avanzadilla la recibimos con asombro nivel ‘milagro de la naturaleza’. Sin embargo, uno se acostumbra a todo y, tras cinco años de partos, nos hemos idos serenando. Ahora, los nuevos nacimientos -fuera del hogar de cada uno- se asumen con la naturalidad de lo cotidiano. Incluso yo he aprendido a manejar con soltura palabras como ‘meconio’ o ‘calostro’. Lo cierto es que, durante estos años, mis amigos se han esforzado y el inventario de incorporaciones ha dejado hace tiempo de ser una lista fácil de memorizar, hasta el punto de que mi Lama y yo repasamos de vez en cuando sexo, nombre y edad para evitar meteduras de pata.

El día que sus hijos llegaron, mis amigos desparecieron. Mentalmente se esfumaron, secuestrados por esos enanos comedores de tiempo. Desde entonces, hemos tenido que adaptarnos: aprender a mantener una conversación sin mirarnos a la cara, con sus ojos disparados en todas las direcciones, identificando carreteras, balcones, perros y cualquier otro peligro potencial; acostumbrarnos a comer en restaurantes, entre manchas, llantos y episodios de Pepa Pig en el móvil y disfrutar de todo lo bueno que nos ofrecen las cabalgatas de reyes y los lugares con hinchables.

Hace semanas mi amigo Alberto y yo viajamos a Madrid en coche. Los seiscientos kilómetros de carretera por Castilla en julio, un fastidio para cualquiera, acabaron ofreciéndonos la primera oportunidad en años de mantener una conversación reposada, sin perder el hilo. A mí me asombra la capacidad de esas pequeñas criaturas para cambiarlo todo, hasta el concepto mismo del tiempo. Este verano llamé por teléfono a Irene, una antigua compañera de trabajo. Repantingado en la silla de mi oficina, garabateaba muñigotes en un folio mientras intercambiábamos cotilleos. Al otro lado del teléfono, Irene hablaba tranquilamente conmigo o, al menos, eso creía yo. Al despedirnos, me confesó que en el tiempo que duró la conversación había puesto una lavadora, preparado dos bocadillos y salía pitando escaleras abajo para no llegar tarde a recoger a sus niñas.

Dicen que tener hijos es una de las experiencias más enriquecedoras de la vida. Tiene que serlo o cómo explicar que compense las ojeras, el insomnio, los sustos de infarto, los virus contagiosos, caprichos, berrinches, destrozos en el mobiliario, broncas en los grupos de madres de whatsapp. Pese a todo, estoy seguro de que lo bueno supera con creces estas incomodidades  y que mis amigos simplemente encuentran más elegante compartir conmigo sólo su sufrimiento doméstico, para preguntarme a continuación: ‘¿Y tú qué?, ¿adoptas?’.

La primera ronda de nacimientos se completó con éxito y, a pesar de los lamentos de estos años, todos se lanzaron a por el segundo y nada indica que vaya a cerrarse el grifo. Contra todo pronóstico, lejos de empeorar, las cosas mejoran. Por primera vez detecto tímidas señales de esperanza, de que quizá aún sean recuperables como amigos en activo. Será la templanza que da la experiencia o la fatiga acumulada, pero lo cierto es que se ven ganas de reconquistar parcelas de tiempo. La posibilidad de recurrir a los abuelos o contratar a un canguro para disfrutar de una noche libre va dejando de generar insoportables sentimientos de culpabilidad.

Este verano hemos coincidido en fiestas ‘semi-sin niños’ e incluso en alguna totalmente ‘libre de niños’. En ellas, he vuelto a ver a mis amigos con copas en la mano o besando a sus novias como se besa a las novias cuando los niños no están. El viernes, por ejemplo, celebramos con Julia su cuarenta cumpleaños, una de las últimas de la pandilla en cruzar esta difícil meta volante. Liberados de responsabilidades familiares, corrió la música, el alcohol y la fiesta terminó a las cuatro de la madrugada, con todos bloqueados en la acera, comprobando que nadie sabe ya responder a la pregunta de: ‘¿Y qué esta abierto ahora?’.

Con un afinado sentido comercial, el pincha de esa fiesta enseguida entendió el público al que se enfrentaba, y después de un nostálgico viaje musical por los noventa, decidió lucirse despidiéndose con un golpe maestro. ‘Os voy a enseñar una coreografía. Vamos, todos a la pista. Seguro que os la sabéis. Además, no os preocupéis, he adaptado los pasos para que nadie se canse’, dijo, perdonándonos un poco la vida. Un minuto después empezaba a sonar: ‘Soy una taza, una tetera, un plato hondo y un cucharón‘. Tras unos segundos de desconcierto y mientras nos esforzábamos por hacer bien el tenedor, pensábamos qué lejos quedaba el My Way con el que nos echaban de los locales.

 

Soy una taza, una tetera…

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