
Apareció montado en bicicleta, tenía el pelo negro, y las mejillas subidas de color. Con bermudas, camiseta de rayas y alpargartas desprendía un aire de verano, como si volviese de la piscina. Saludó a su amigo con un beso breve y silencioso en la mejilla, casi al aire, y se sentó en otra de las mesas de la terraza del Fontainas. En flamenco pidió al camarero una creek, una de esas cervezas de cereza con un artificial color rojo, como un extraño líquido de laboratorio. Se descalzó y dobló las piernas, recogiéndolas contra el pecho y abrazándolas. Apenas intervenía en la conversación, pero parecía escuchar atentamente, sonriendo y apartándose el flequillo con la punta de los dedos, con un golpe rápido y suave.
En las semanas siguientes le vi un par de veces. Sin saber nada de él, mi imaginación se puso en marcha. Decidí que se llamaría Jan o Peet, y que trabajaría como profesor en alguna escuela de Etterbeck, siempre con las alforjas de su bicicleta cargadas de libros y cuadernos. Especulando con mis amigos, imaginamos que se habría instalado en Bruselas por su primer trabajo, pero que sería de Hassel o alguna otra aburrida ciudad de Flandes, a donde volvería en tren un fin de semana al mes para comer con sus padres y regresar con una caja llena de bernardins caseras. Pronto todos empezaron a llamarle ‘el chico de la bici’ y a contarme si le habían visto, como si se tratase de una especie de amor platónico.
Cuando coincidíamos con él, me animaban a que me presentase, pero nunca me he atrevido a hacer esas cosas y jamás se dejaba ver en alguna de las fiestas, donde yo sí habría bebido lo suficiente como para acercarme. Le vi comprando fruta en el Delhaize, coincidimos en una tienda de ropa de la Rue Blaes. Recuerdo también cruzarle en la Librería Filigranes y a la salida del concierto de MGMT en Le Botanique. No podía ser casualidad que frecuentase todos mis lugares. En realidad tampoco pensaba demasiado en él, pero cuando le encontraba, tenía la impresión de que se parecía más de la cuenta a lo que me había imaginado siempre como un novio, un novio en abstracto, como idea, no como los novios reales, sino como una secuencia de imágenes en la que yo aparecía con alguien en diferentes escenas, alguien a quien ahora podía poner un rostro.
Por entonces, yo aprendía flamenco, aunque apenas era capaz de presentarme. A veces pensaba cómo sería cuando nos conociésemos, desde luego no contemplaba que no llegásemos a hacerlo. Entonces le imaginaba riéndose de mi incapacidad para pronunciar sus vocales largas y difusas. Comprobé que solía acompañarle un chico delgado, ojeroso, abrigado con jerseys gruesos. En la biografía fantasiosa que me había construido, imaginaba que se trataría de algún amigo de la infancia que se recuperaba de una enfermedad y él le ayudaba. Desde luego no tenía la impresión de que fuesen algo más que eso.
Aquel sábado habíamos ido a la Bitchy Butch, una de las soirées de moda en Bruselas. Esa fiesta se celebraba una vez al mes en espacios diferentes de la ciudad. Aquella vez tenía lugar en el Biberium, un café de dos plantas cerca del Boozar frecuentado por funcionarios, con sus acreditaciones al cuello y sus trajes pasados de moda. Un par de noches al año se transmutaba y se llenaba de modernos. Me preguntaba quién sería el propietario, capaz de compaginar dos ambientes tan opuestos.
Nada más entrar le vi en la cola del ropero. No me extrañé, como si hubiese presentido que estaría. Dejó su cazadora de ante y se remangó la camisa de cuadros, observando la fiesta, buscando a alguien. Sabía que no podría dejar pasar la oportunidad y sentí una presión en el estómago. Mis amigos se dieron cuenta de lo que ocurría y aquello no ayudó. Me había convertido en una de las atracciones de la noche. Entonces, empecé a beber más rápido de lo normal. Él bailaba con un grupo, se reían y a veces se quedaba hipnotizado frente a una pantalla donde proyectaban vídeos. Apoyado en la barra le miraba. En un momento se giró y noté que se había dado cuenta.
De pronto sonó una versión electro de Yo no te pido la luna y los demás salieron corriendo a la pista, intentando arrastrarme con ellos, pero decidí quedarme y pedir otra Duvel. Sentía que debía acercarme, pero él no se separaba de sus amigos. Las miradas se cruzaron de nuevo. Por un momento me sentí mareado. Alguien le susurró al oído, se dio la vuelta y me miró. Entonces se abrió paso entre la gente. Se acercaba. A punto de aproximarse me hizo una señal. Intenté sonreír, ocultando mis nervios. Noté como mi gesto derivaba en una mueca. Al llegar a mi altura, me dijo algo en inglés que no entendí. Le miré confundido. Entonces lo repitió: ‘You are wasting your fucking time‘ (Estás perdiendo tu puto tiempo).
Me quedé con el gesto congelado, pero la sangre hirviendo. Me sentía furioso, pero también ridículo y avergonzado, como si me hubiesen descubierto espiando a alguien a través de una cerradura. Aparentando que nada ocurría, bebí mi cerveza, sin atreverme a apartar la mirada del vídeo de Daniela Romo, con miedo a girarme y encontrarlo riendo con sus amigos.
Serían las dos de la madrugada cuando salí a la calle. Atravesé el parque delante de la Catedral, con sus torres ennegrecidas por la contaminación, rodeada de árboles escuálidos con el tronco pintado de blanco, como un jardín de fémures. Me senté en uno de esos bancos ondulados de listones de madera, como pequeñas olas saliendo del suelo, diseñados por algún arquitecto para disfrutar del sol en una ciudad sin sol. No había una nube; seguramente sería la noche perfecta para ver las estrellas en cualquier otro lugar, pero no allí, bajo aquella iluminación violenta, que me hacía pensar en la silla de un dentista. Un adolescente con las manos en los bolsillos pisó una alcantarilla suelta y el sonido metálico resonó en la plaza.
Me sentía estúpido por haber inflado hasta el límite aquel globo que me había explotado en la cara. En realidad, aquel chico sólo era una imagen que yo había rellenado con mis ilusiones. ¿Qué se le puede reprochar a un extraño? Seguramente alguna cosa, pero no me había dolido la contundencia del portazo. En realidad, nunca había perdido de vista que el ‘chico de la bici’ no existía, que aquel flequillo encantador en el que proyectaba mis deseos era tan sólo el personaje de un juego. Mañana todo sería una anécdota, la advertencia de que uno debe desconfiar de sus fantasías, sujetar su imaginación y aceptar que la realidad, tarde o temprano, encuentra siempre la manera de imponerse. Entonces, todavía creía que aquella frase con gramática de zarpazo no dejaría marca.