
—Nacho, te espera un mago.
Aunque mi trabajo tiene sus momentos, no escucho mensajes así todas las mañanas. Intrigado, me dirigí a la pequeña sala de butacas amarillas donde nos reunimos con los proveedores. Abrí la puerta, dos hombres me esperaban. El más alto vestía una americana de tejido brillante, con ribetes blancos en las solapas. A su lado, su compañero me miraba debajo de un peluquín desgastado, moviendo sus ojos en todas las direcciones. Al momento reconocí aquel mago con ojos de camaleón y sentí como me subía la sangre a las mejillas, temiendo que él también se acordase de mí.
El hombre de la americana se presentó como productor de televisión y, mientras se esforzaba por extraer una pesada tablet de su estuche, empezó a resumir las extraordinarias habilidades de su socio, al que yo fingía no conocer. El mago asentía complacido, sin decir nada y con dificultades para fijar la mirada en un punto. Como si me confesase un secreto, el productor bajó la voz hasta casi susurrar. Entonces, me desveló que trabajaban en el guión de un programa de televisión nuevo. La idea era tan sencilla como poco original: el mago interactuaría con personas por la calle, sorprendiéndolas con sus trucos. Para financiarlo pretendían grabar en escenarios emblemáticos de Galicia, de tal manera que pudiesen conseguir patrocinios a cambio de la promoción. Mientras simulaba estar absorto en su presentación, me visualicé en la delegación de La Voz de Galicia en Monforte durante mis primeras prácticas en el verano de 1996. Allí era donde había conocido a aquel mago.
Llegué a Monforte en mi segundo año de carrera. Cada día conducía desde Ourense en un Visa de segunda mano, tan destartalado que hasta la Guardia Civil tuvo que empujarlo un día en el alto de Guítara para lograr que arrancase. Solía desayunar en un bar delante del Colegio de los Escolapios y, mientras engullía medio bocadillo de queso caliente y bebía dos cafés seguidos, espiaba a los clientes que leían los periódicos. Cuando sorprendía a alguien delante de un artículo mío, me sentía el primo de Lugo de Hemingway, sin que importase que el tema fuese el arreglo de la perrera municipal. Sin embargo, los principios fueron lentos. Las primeras semanas, el delegado apenas me permitía rellenar huecos, columnitas y faldones de página, la faena de aliño, aburridas informaciones entre las que abundaban los programas de fiestas. No sé cuántos escribí, decenas, y en todos aparecía aquel mago del que no había escuchado hablar antes, pero que actuaba en cada aldea de la provincia.
Semanas más tarde, llegó mi oportunidad. En la edición de Monforte se publicaba una columna titulada ‘De sol a sol’. La escribía Paco, un colaborador que llegaba a media tarde, un hombre bajito, ligeramente encorvado, con la piel amarilla como la cera y voz aguardentosa. Todos le consideraba una estrella, y cada mañana celebraban sus textos con sonoras carcajadas. Aquella semana, Paco había enfermado y el resto de los redactores se turnaban para escribir su columna. Sin embargo, estaba claro que para ellos era un engorro del que deseaban librarse para poder salir antes. Una de aquellas tardes, las excusas de todos fueron igual de buenas y el delegado no tuvo más remedio que encargármelo. Fue algo inesperado y aquello me pareció injusto. Mi primer ‘De sol a sol’ debía ser excepcional, pero necesitaba el tiempo que no me daban.
Yo quería ser un Paco, aspiraba a que mis sarcasmos se celebrasen también con carcajadas y palmadas sobre la mesa. ¿Sobre qué escribiría? ¿Qué escándalo? ¿Qué situación incomprensible? El tiempo apremiaba y mi mente seguía en blanco. Sin razón alguna, por azar, me vino a la cabeza aquel mago al que había llegado a detestar por puro aburrimiento. Empecé a escribir. En pocos minutos, la página se llenó de sarcasmos, burlas y chascarrillos sobre aquel hombre al que no conocía. Releía el texto, afilando cada vez más las ironías. Todo me sabía a poco. Una y otra vez volvía atrás y aumentaba la acidez. Aquel mago se había convertido en un personaje; había dejado de ser real. Se había transmutado en un sparring para lucirme. Entregué mi página, el delegado la leyó y sonrió con malicia.
Al día siguiente madrugé para llegar cuanto antes a Monforte. Aparqué frente a un estanco y compré el periódico. No podía esperar a leerlo en la delegación, tal era el ansia por ver la columna impresa, como si por estar en papel me fuese a contar algo distinto. En la delegación recuerdo hincharme como un pavo real escuchando al resto leer en alto mis frases. Saboreaba la sensación de haberles demostrado que, pese a mis veinte años, estaba listo para escribir algo más que estúpidos programas de fiesta. A media mañana, el delegado me vino a buscar. Tenía una visita. Noté las miradas cómplices del resto mientras me dirigía a la habitación de la entrada, un cuarto separado del resto por una pared de cristal, un vidrio que me privaba de la intimidad que hubiese deseado de haber sabido quién me esperaba dentro.