Más rápido, menos profundo (III)

<- Parte II

skinny 1

De pronto, nos enganchamos a sus citas. Todos ansiábamos que llegase el viernes para cenar juntos y conocer las nuevas incorporaciones a su colección de candidatos fallidos. Al principio, Nerea sentía un cierto reparo, sin embargo, poco a poco fue aprendiendo a disfrutar de su momento. Con paciencia, dejaba que agotásemos nuestras aburridas anécdotas de oficina, aguardaba a que la conversación decayese y, cuando todas las miradas se concentraban en ella, empezaba su historia. Aquellas cenas terminaban siempre con Nerea interpretando una teatral declaración de fatiga, confesándonos lo que echaba de menos un sofá con novio. Entre risas, le recordábamos que había sido una sobredosis de hogar lo que había acabado con su relación con Elías, lanzándola a un sinvivir de fines de semana de kayaks y tirolinas.

Aunque nunca le habían atraído chicos más jóvenes, Simón despertó su curiosidad. El desorden vital, la completa disponibilidad y la sinceridad impúdica de aquel estudiante de Medicina la hicieron echar de menos otro tiempo y accedió a conocerlo. Quedaron cuatro veces en la cervecería Faro, él llegaba del entrenamiento de hockey, con sus piernas arqueadas y su bolsa de deportes. Compartían una ración de nachos enterrados en queso fundido mientras ella escuchaba las aventuras del hospital y luego se iban corriendo a su casa. Vivía en un diminuto estudio de alquiler, en uno de los destartalados edificios cerca del puerto. A Nerea le divertía pelearse con sus pantalones de pitillo mientras le desvestía y, en secreto, le producía un placer cruel su mirada de pena cuando se negaba a quedarse a dormir.

Pronto se dio cuenta de que simplemente se trataba de una mezcla de nostalgia y esa dulce sensación de control que le proporcionaba la diferencia de edad, pero que nada de aquello les conduciría a algún lugar al que quisieran dirigirse.  Con delicadeza, intentó pararlo, sin herir su dignidad. Sin embargo, en esa ocasión, no fue fácil. Al dejar de escribirle, Simón se presentó en su trabajo. Con los ojos enrojecidos y el gesto crispado, entró en su despacho exigiendo una explicación, mientras los compañeros de Nerea ocultaban sus cabezas tras las monitores, fingiendo no entender qué estaba pasando. Por suerte, aquella escena se quedó en una situación embarazosa, pero por primera vez tuvo la impresión de que aquel tipo de encuentros eran algo más que un juego y que debía tener cuidado.

Superado el susto, llegó la monotonía, la impresión de poder anticipar qué iba a ocurrir, una sensación de hartazgo que consumía la excitación de los primeros encuentros. En ocasiones se sorprendía siendo capaz de adivinar la siguiente frase de su cita, casi literalmente, como si sonase su canción favorita en un karaoke. Dejaba chats a medias, olvidando responder durante semanas, y la pereza le asaltaba a la hora de aceptar ver a alguien. En su interior sentía que había estado bien, pero que aquello no funcionaba. No sabía la razón, quizá la ausencia de naturalidad, ese punto de partida artificial en el que dos extraños saben que están allí para decidir si se gustarán o para volver solos a sus casas. Todo se producía a un ritmo acelerado, que alteraba las condiciones de la vida real. Entonces, decidió que no tenía sentido seguir.

Quizá fue ese ‘hola’ en minúsculas, indiferente y anodino, como si se hubiese caído de un teclado, o su foto descuidada, azarosa, tomada con prisa, Nerea no estaba segura de por qué aquel mensaje insustancial, al que no había prestado atención durante días, le retenía, impidiéndole cerrar su perfil.  Amplió la imagen para estudiar esa gesto indiferente, esa cara concentrada en alguna cosa imposible de adivinar, pero que no miraba a la cámara, que no la miraba a ella, como si la fotografía la hubiese capturado alguien escondido, en contra de su voluntad. Sin embargo, ella conocía las poses, los trucos y estaba segura de que, si observaba con atención, descubriría una pista que le permitiría clasificarlo en alguna de las categorías que conocía y condenarlo al mismo final que el resto. Se llamaba Yago y, sin ninguna razón lógica, sintió dudas.

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Más rápido, menos profundo (III)

Más rápido, menos profundo (II)

<-Parte I

tinder

Cuando Nerea abrió su perfil, lo interpretamos como una declaración de principios. Convencerla no fue fácil. En su cabeza, esas aplicaciones estaban hechas para raros. ‘Algo extraño tendría esa gente para no ser capaces de conseguir lo mismo en la vida real’, pensaba. Nerea se aferraba a la idea de que alguien se le acercaría un día en el supermercado y, después de un diálogo ingenioso, encontraría una manera elegante de pedirle su número. Sin embargo, el día que descubrió Tinder, se arrepintió del tiempo perdido. Todas esas fotografías de chicos con tablas de surf, posando en playas de arena blanca y cielos de agosto, o con sus bicicletas de montaña ante bosques de postal; todo desprendía energía y vitalidad, imágenes con un irresistible aroma a nuevo, tan alejadas de los solteros gastados que se había encontrado en sus citas, con sus vidas manoseados por la realidad.

Como quien mira a través de una cerradura, observaba aquellas fotografías con temor a ser descubierta, con miedo a tocar la pantalla y que se enterasen de que estaba allí. Sin embargo, la tentación pudo más. Los inicios fueron lentos, titubeantes, un perfil sin foto; luego, fotos en las que apenas se la identificaba. Sin darse cuenta, la curiosidad evaporó los temores y pronto se descubrió deslizando su dedo por la pantalla del móvil, explorando aquellas galerías en el café, en el bus, en el sofá.

Las conversaciones no tardaron en llegar. Cada sonido del móvil se convirtió en algo excitante, una puerta que se abría, la promesa de conocer a la persona definitiva. Al principio, aquellos mensajes bastaban para hacerla fantasear. Nerea tomaba su tiempo para elegir la frase perfecta y, con cada respuesta que llegaba, deducía el carácter de quien le escribía. Examinaba sus adjetivos, sus exclamaciones, la rapidez o lentitud de sus contestaciones, cualquier pista le servía para anticipar si sería maniático, cuadriculado, sentimental o un bruto, para decidir si estaba interesado o sólo curioseaba. Poco a poco fue declarando sus reglas inquebrantables. Bastaba una onomatopeya cursi o una imperdonable falta de ortografía para que una imagen mental perfecta volase por los aires. Confiaba ciegamente en sus manías, sabía, por ejemplo, que la risa de la persona que buscaba jamás sonaría a ‘ji, ji, ji’.

Pronto empezó a irritarle la indecisión de algunos chicos, prolongando conversaciones que no desembocaban en un encuentro, como si les bastase el chat. Su impaciencia le hizo ganar confianza, perder el miedo a mostrarse directa. En unas semanas había entendido como funcionaba aquel mundo, los códigos habituales y estaba decidida a aprovecharlo al máximo. Un día nos sorprendió pidiéndonos que le ayudásemos a sacar unas fotos haciendo yoga en la playa para mejorar su perfil. Ella se reía y nos decía que estaba conociendo gente, sólo eso; sin que por ahora hubiese nadie a quien presentar. Nosotros no sabíamos qué pasaba, pero estábamos seguros de que algo ocurría.

Las primeras citas llegaron en cadena, excitantes, decepcionantes, prometedoras. En cada una, Nerea aprendía algo: a superar la incomodidad de los primeros minutos, a encender conversaciones apagadas, a excusarse con agilidad cuando la situación exigía salir corriendo. Sin saberlo se iba armando de recursos. Como en otras facetas de su vida buscaba el orden y la eficiencia. Planificaba sus primeros encuentros los jueves, el día perfecto para escaparse con la disculpa de que debía madrugar para ir a trabajar o, en el caso de que todo fuese bien, lo bastante cerca del fin de semana como para tolerar una noche sin dormir. Aprendió también a gestionar el día después, enfriando una relación hasta dejarla morir sin generar situaciones embarazosas, y se volvió tajante frenando en seco a quienes pretendían escarbar en sus sentimientos, buscando una complicidad artificial. Poco a poco, perdió el pudor a simultanear conversaciones y el número de citas se multiplicó.

A medida que acumulaba experiencia se volvía impaciente. El defecto más leve la desanimaba y se convertía en un argumento para pasar al siguiente. En esos primeros cafés, mientras aparentaba escucharlos, los examinaba, estudiándolos minuciosamente. Como con Elías, imaginaba que nada más aparecer, sabría si era él. Para ella, la atracción, el amor, eran reacciones instantáneas. Como esos niños abrumados por sus regalos de Reyes, que sin terminar de abrir uno pasan al siguiente, se dejó invadir por la urgencia y los encuentros se sucedían cada vez más rápidos y ligeros. Nerea estaba convencida de que no había tiempo que perder. Sobre sus citas, planeaba siempre la posibilidad de encontrar a alguien mejor. ¿Qué sentido tenía conformarse cuando la siguiente oportunidad se encontraba a un click?

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Más rápido, menos profundo (II)

Más rápido, menos profundo (I)

kayak

Nerea nunca había imaginado cuánto cuesta dejar a alguien, el tiempo que se necesita para desenredar dos vidas entrelazadas día a día, año a año, con el desorden y el ímpetu de los primeros amores. Conoció a Elías su primer jueves de fiesta al llegar a la universidad. Apenas tuvo tiempo de pisar el primer bar y le vio. Su encuentro fue un fogonazo que les cegó de manera instantánea. Con la sencillez de quienes no hacen planes, todo resultó imparable. Ese mismo día durmieron juntos, y tardarían diez años en levantarse separados. Lejos de echar de menos lo que las noches ofrecían a los otros, se sentían privilegiados, celebrando haberse encontrado sin ni siquiera buscarse.

Como pareja resultaban imbatibles. Atrás dejaron el Erasmus, ese año afilado que secciona tantas parejas, y sobrevivieron a las turbulencias que se presentan cuando uno abandona las aguas mansas de la facultad. Con Nerea tambaleándose de beca en beca, con sus idas y venidas del extranjero, buscando oportunidades laborales, caminaban juntos hacia los treinta, sabiéndose uno refugio del otro. Entonces, llegó su primer trabajo. El mundo se ensanchaba, dejando de ser un territorio conocido, con nuevos compañeros, retos y posibilidades. Al fin parecía que la suerte se ponía de su lado. Justo entonces, Nerea notó la primera sacudida, como si la fortuna fuese una manta demasiado corta para abarcar todas la parcelas de su vida.

Aquello no fue un terremoto, sino un desmoronamiento a cámara lenta. Todo habría sucedido más rápido si el final hubiese llegado por una infidelidad o una causa que exigiese un adiós despechado y violento, pero a Nerea simplemente empezó a apetecerle otro tipo de vida. Al principio se trataba de un deseo tímido, que apenas asomaba la cabeza, sin atreverse a salir de la madriguera. Sin embargo, ese impulso fue creciendo y extendiéndose como la maleza, hasta cubrir todos los caminos. De pronto, se cansó de los bares de siempre, de los domingos de series y pijama, y todos sus rituales de pareja le devolvían un desagradable sabor a repetido. Pronto, el temor a la claustrofobia fue mayor que el miedo a la soledad y se marchó.

Durante meses, hubo recaídas, flashbacks, segundas oportunidades. Luego vino una etapa de apatía, en la que Nerea se movía sonámbula, oscilando como un péndulo del trabajo al gimnasio y del gimnasio al trabajo. El invierno pasó y, como si despertase de un coma, Nerea abrió los ojos. Con las primeras tardes de sol, esa energía acumulada se transformó en un torrente de actividad. Cada lunes se avalanzaba sobre la oferta de cupones del periódico, buscando un plan de fin de semana con kayak, tirolina o cualquier riesgo que la recargase de emociones. Luego vinieron los viajes a Asia y otros destinos exóticos con amigas, tratamientos de queratina en el pelo, pilates, renovar el armario de arriba a abajo. En un tedioso curso del trabajo, un chico la invitó a una cerveza. No le parecía atractivo, pero aceptó sin dudarlo. Necesitaba ponerse a prueba, saber si sería capaz de besar a otra persona. Bebió su cerveza, pidió algunas más, cerró los ojos y se pegó a sus labios con decisión. Se mantuvo allí, sin moverse, esperando a que ocurriese algo terrible, pero todo fue bien. Entonces, sonrío, pagó las consumiciones de ambos y se marchó, agradecida y segura de que no volvería a verlo.

Con las pistas que nos daba en cada sobremesa confeccionamos el retrato robot de su novio ideal, y le presentamos a candidatos prometedores. Su primera cita fue emocionante, rodeada de expectativas y nervios. Se llamaba Roberto, un compañero de trabajo de su hermana que acaba de regresar tras una larga etapa en Dublín. Consultor, runner, viajero, cumplía buena parte de los requisitos. Aunque su corte de pelo era diez años mayor que él, y la manera en la que se perfilaba el contorno de la barba ponía la carne de gallina,  Nerea se encaprichó de su mirada de huérfano y le dio una oportunidad. A primera vista nada hacía temer alguna tara oculta que explicase el haber llegado soltero a los treinta. Sin embargo, Roberto tardó dos gin-tonics en olvidar la regla de oro de toda primera cita: no hablar de sus ex. En su afán por mostrarse cordial, Nerea no le detuvo a tiempo y siguió fingiendo interés, animándole con su atención, mientras él se enterraba cada vez más en su pena. Inevitablemente, el chico acabó gimoteando, sorbeteando y dejando que un baile de muecas le deformase la cara, en un intento espasmódico de contener sus lágrimas. Después de aquel fiasco, todos estuvimos de acuerdo en que urgía revisar la estrategia.

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Más rápido, menos profundo (I)