¿Quién se ha comido mi dalki?

hermanos

Uno no nace en el orden correcto, nace cuando le toca. Yo mismo soy un error de bulto. Habría sido un hermano pequeño extraordinario, lleno de cualidades, pero me tocó ser el mayor. Con razón, mis padres nunca me vieron como el hijo al que dejar las llaves de casa o el que debía administrar el dinero cuando se iban de viaje. En mi defensa, he de decir que les he brindado todo un campo de pruebas para entrenar sus aptitudes, un circuito de crossfit en el que sacar músculo como padres, hasta el punto de que los cuatro que criaron después resultaron pan comido.

Faltándome vocación y cualidades, Rebeca, la siguiente en la lista de cinco, se convirtió en la hermana mayor en la sombra y el tiempo no ha hecho más que corroborar sus aptitudes para el puesto: funcionaria, casada con un policía, enganchada a la alimentación bio y con contundentes dotes de mando. A ella le basta levantar la ceja para meter en cintura a mi cuñado, todo un central de fútbol. Yo, en cambio, he tenido que buscarme un novio de cincuenta kilos para hacerme respetar. En todos sus grupos, Rebeca debía ser líder y, si no era así, las pandillas temblaban. Recuerdo los veranos en el pueblo, cuando mi hermana llegaba con alguno de sus novios pijos, de esos que han terminado siendo dentistas. Enseguida, la diva local veía peligrar su corona y saltaban chispas. Entonces, mi hermana maniobraba, movía hilos, ganaba apoyos y el golpe se consumaba.

Mi idea del liderazgo siempre ha sido más ensimismada. ¿Conocen ese experimento donde se sienta a niños frente a un caramelo y se les explica que pueden comerlo si les apetece, pero, si esperan veinte minutos sin tocarlo, les darán dos? Al parecer, los psicólogos que lo idearon comprobaron que quienes demostraban autocontrol se convertían en adultos exitosos. Por suerte, nunca me sometieron a ese test. Estoy seguro de que, tras comer mi caramelo, habría invertido los veinte minutos en birlar el suyo a alguno de esos irritantes niños con paciencia. Probablemente esos psicólogos tan sádicos habrían acertado pronosticando que acabaría trabajando para políticos. Esto de los caramelos es algo más que una metáfora. De cuando en vez, mi madre regresaba del súper con cinco dalkis, una de esas delicias de nata y chocolate que nos permitíamos cuando ni las calorías ni los conservantes formaban parte de nuestra vida. Entonces, jamás sentí remordimientos por repetir postre, dejando a alguno de mis hermanos con una mandarina de consolación en la mano.

Durante años fui un hermano desapegado, miraba al resto con la arrogancia y la distancia del mayor, como unos seres que habían llegado tarde y, por lo tanto, tenían menos derechos. Eran ellos y yo o, más bien, yo y ellos. Entre Rebeca y Sonia, había una conexión lógica: las dos chicas, casi de la misma edad, estudiando en el mismo colegio; y luego los gemelos, sincronizados hasta para coger la gripe y de los que me separaban diez años -todo un siglo, entonces-. Yo iba por libre y mi vida transcurría sin prestarles demasiada atención. En ese tiempo era Rebeca quien les amparaba bajo su ala. De vez en cuando, creía necesario recordar cuál era mi posición en la pirámide familiar. Entonces, me conformaba con sacarla de quicio. Aquello tampoco necesitaba de un gran ingenio. Bastaba con convencerla de que sus orejas eran de un tamaño extraordinario o bautizarla con un mote absurdo. Uno de mis grandes éxitos fue apodarla Pildurina, porque estaba tan flaca como una de esas pequeñas píldoras para el catarro. Sólo con pronunciar ese mote se desataba la histeria.

Con la universidad llegó la vida fuera y la casa se convirtió en un lugar donde lavar la ropa. La brecha se ensanchó, concentrado en todo lo que me tocaba estrenar. A esa etapa le siguieron los primeros años trabajando, secuestrado por el ritmo frenético de un periódico, y la etapa en Bélgica. En muchos sentidos, tengo la impresión de que tuve que irme para conseguir regresar. ¿Quién echa de menos lo que nunca le ha faltado? A un avión de distancia, mi nueva casa dejó de tener hermanos, y también mi fines de semana y hasta alguna Noche de Reyes. Mientras tanto, los pequeños se hacían mayores. Sonia se casaba, Alex firmaba su primer contrato, Sara opositaba y Rebeca tenía una niña. Yo iba y volvía, comprobando que las barreras de los años, que antes separaban mundos distintos, se volvían borrosas y la vida nos situaba en la misma posición.

Cuando regresé, todo había cambiado, señal de que probablemente sólo yo no era el mismo. De pronto necesitaba estar con ellos,  pasar tiempo, mucho tiempo. Cumplidos los treinta, descubrí que la relación con los hermanos conserva todo lo sólido de la amistad y ninguna de sus fragilidades, la intimidad de los que siempre se han conocido, el perdón de lo que no tiene remedio, y la mirada incondicional del fan, del que se esfuerza en vano por disimular su admiración, jugando a ser niños que seguimos compitiendo.

¿Quién se ha comido mi dalki?

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