El realismo y las lavanderías (2)

young-man

←Leer parte I

La suerte abre puertas, pero deja a cada uno la elección de cruzarlas. Mientras se acomodaba en el asiento de al lado, le escuchaba hablar por teléfono en español. Avisaba a alguien de que el vuelo podría retrasarse por las nevadas en Bélgica. Sin dejar de moverse se quitó un jersey grueso, convirtiéndolo en un ovillo sobre sus piernas. Al reclinar su espalda, noté el contacto frío con su piel. Él retiró su brazo al momento, dirigiéndome una sonrisa breve, preocupado quizá por la brusquedad del movimiento. Yo fingía continuar concentrado en la lectura de una gramática francesa, mientras le escuchaba rebuscar en el interior de una mochila. En cualquier otra situación, todo aquel ajetreo me habría parecido un incordio y supongo que me habría hecho emitir, al menos, un chasquido de protesta.

Como si hiciese algo indebido, le vi encender de nuevo su móvil, ocultándolo entre sus piernas. Revisaba la previsión del tiempo y encontré la oportunidad de presentarme. Parecía natural interesarse por el temporal aquella noche de borrasca. Nunca me ha costado iniciar una conversación, pero si la persona me atrae, entonces siento que cada palabra cuenta. No puedo evitar imaginar que estará cansado de que todo el mundo se acerque con preguntas aparentemente inocentes. Ese pensamiento me llena de inseguridades, haciéndome que me inhiba por temor a ser despachado con la indiferencia que reservamos para los pesados. Sin embargo, aquella noche estaba convencido de que el azar jugaba de mi lado y mi imaginación comenzaba a asignar todo tipo de cualidades extraordinarias a aquellos ojos claros, reflejados en la diminuta ventana del avión, desde la que apenas veía el asfalto mojado de la pista y las luces verdes e intermitentes de las balizas.

Se llamaba Carlos y, al decirme su nombre, noté un tímido impulso automático para presentarse con un beso, un gesto que atajó al momento para ofrecerme un apretón de manos. Venía de visitar a su madre en Ledesma, cerca de Salamanca, y se dirigía a Lille, una de las ciudades francesas próximas a la frontera belga, donde llevaba dos años trabajando como profesor de español en el aula de lenguas modernas de la universidad. Calculé que no habría cumplido treinta, aunque su cara imberbe, y su manera de vestir informal, harían seguramente que me quedase corto. Mientras le escuchaba resumir su biografía, de esa manera breve y desapasionada con la que dos extraños se presentan, un azafato de Ryanair movía sus brazos con aspavientos cansados y mecánicos, como un espantapájaros triste, con el uniforme arrugado. Pensé si sería el primer azafato gordo que había visto. Probablemente, no; aunque quizá sí el primero realmente rollizo y me pregunté qué tipo de lógica explica que los aviones sean cada vez más pequeños y los azafatos más grandes.

Su camiseta de The Cure sirvió para descorchar la conversación. Le conté que les había visto en Santiago, cuando el periódico para el que trabajaba me había enviado a cubrir el concierto. Por un momento recordé aquella noche de julio en el Monte do Gozo; como Robert Smith, con su cara hinchada y su pelo desmarañado, había pasado de parecerme una gloria resucitada por el marketing a impresionarme por su capacidad de generar complicidad. Le bastaba su mirada para comunicarse con el público, haciéndole ver que sabía que no sólo conocían sus canciones, sino las historias que las habían inspirado; creando una atmósfera íntima, densa y excluyente, que dejaba fuera a los intrusos que, como yo, sólo habíamos ido a contar lo que ocurría.

Como si me escuchase desde fuera, me pareció que lo que estaba contando sonaba terriblemente pedante y creo que me sonrojé. Hablaba demasiado. Normalmente, yo no era así. Lo mío era preguntar; eso era lo que sabía hacer, conseguir que el otro se explayase y dejar fluir la conversación, despejándola de obstáculos o animándola cuando perdía velocidad. Avergonzado, decidí retirarme del lugar en el que me había metido. Volviéndome hacia la ventana, intenté sonar despreocupado comentando que quizá la nieve impediría llegar a Bruselas en autobús. ‘Acabo de decirle lo mismo a mi novio’, contestó Carlos. Un segundo después, el ruido de los motores anunciaba el despegue, dejándonos en un oportuno silencio, mientras yo sentía que aquellas palabras me devolvían a tierra.

Leer Parte 3 ->

El realismo y las lavanderías (2)

Deja un comentario