El realismo y las lavanderías (3)

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Agradecí que Ryanair deje pocas opciones al sueño y la conversación pudiese tener una segunda oportunidad. Cerrando la gramática, le expliqué a Carlos que llevaba un año en clases intensivas de francés y, sobre su tarjeta de embarque, escribí: ‘Un bon verre de vin blanc‘ (un buen vaso de vino blanco), retándole a leerlo en alto. Al ver mi asombro por su pronunciación, sonrió, le dio la vuelta a la hoja y señaló su nombre impreso en el papel, llevando el dedo a su primer apellido: Bonefois.

Me contó que había nacido en Francia, hijo de un mecánico de Lyon y de una funcionaria de Correos de Salamanca. Su padre trabajaba en la fábrica de camiones de Renault en Saint-Priest cuando perdió su empleo. Volvo compró la planta, decidió recortar la plantilla y se vio en la calle con cuarenta años. Confundido, sintió que necesitaba tiempo para pensar, viajó en autobús a Saint Jean Pied de Port, en los Pirineos, y empezó el Camino de Santiago. Tras un mes cruzando España, una tarde sintió náuseas y sudor frío en la espalda, poco después se encontraba vomitando en una cuneta entre Molinaseca y Ponferrada. Por suerte, una cartera que pasaba en moto le vio, se detuvo y le acompañó al centro de salud. En la sala de espera, entre latas de acuarius y visitas al baño del ambulatorio, la samaritana le convenció para que reposase un par de días  en su casa y se recuperase de su gastroenteritis. Aquel peregrino aceptó y nunca llegó a Compostela, sin embargo, volvió a Lyon con algo más importante que un alma limpia de pecados: la madre de su hijo. Dos años después nacía Carlos en Chassieu, un pueblo a las afueras de Lyon donde vivió hasta sus doce años. Entonces, sus padres se divorciaron y él decidió regresar a España con su madre.

Por temor a que la conversación se adentrase en cuestiones personales, le mostré de nuevo lo que acababa de escribir sobre su tarjeta de embarque, confesándole que un bon verre de vin blanc era mi estrategia para que mi francés llegase a sonar algún día como el suyo. Escrita en una cartulina, había colgado la frase sobre el cabecero de mi cama. Cada día al levantarme, la leía, solemne y concentrado, como si fuese una oración. Anne, mi remilgada profesora de francés, me había garantizado que cuando fuese capaz de pronunciarla con claridad podría dejar la escuela. Al parecer, esas seis palabras reunían todas las vocales y sonidos nasales imposibles para un español.

En España, Carlos estudió Traducción e Interpretación y, al terminar, intentó encontrar trabajo. Me contó que apareció algo en una academia, luego un puesto a media jornada poniendo subtítulos a videojuegos en un polígono de Zamora y, gracias a sus idiomas, los veranos le llamaban de la oficina de turismo de Salamanca. Cansado de becas, de cobrar en negro y de horarios a la española decidió probar suerte fuera. Un amigo de su padre le habló de una escuela en Lille donde buscaban a un nativo para dar clases de español y le ofrecieron el puesto.

‘Al principio, enseñaba a los más enanos’, me contó, ‘Te confías, ¿sabes? Tan rubios y monos. Todos parecen niños de anuncios de galletas; te llaman monsieur y todo eso, pero pronto descubres que es sólo una palabra y son tan crueles como en cualquier parte’. Pronto le surgió la opción de cambiarse a la universidad. No era un gran sueldo, pero, al menos, guardaban silencio. Mientras hablaba me fijé en un lunar diminuto debajo de la comisura del labio, como una mancha de café que uno podría borrar con la yema del dedo. De pronto se echó las manos a la boca para contener un bostezo y pensé que me encantaban sus ojeras. Entonces me pregunté cómo es de extraño que me vuelvan loco las ojeras de las personas.

Le hablé de un fin de semana en Lille con amigos españoles, y de nuestra visita a Le Boucher qui fume,  un restaurante para carnívoros sin escrúpulos, escondido en un parque de magnolios y castaños de indias, donde probamos los pieds de porc y algunas otras recetas de esa siniestra y deliciosa cocina francesa a base de vísceras. Carlos me aconsejó que regresase para ponerme a prueba pidiendo un  bocadillo de cebolla y arenque frío. ‘Mano de santo para la resaca’, aseguró. Me contó como uno de sus ligues en Lille le preparó en su primera cita una brochette de coeur de cannard y la cena no terminó mal. Sonreí pensando que en España nadie tendría una sola posibilidad si intentase seducir a alguien con un corazón de pato ensartado en un palo.

Por un momento pensé que aquella noche de temporal me había ofrecido mi escena de lavandería. Aterrizando, apareció la nieve salpicando la oscuridad. El vuelo había llegado con media hora de retraso, me pregunté si saldrían todavía lanzaderas a Bruselas o tendría que ir en taxi. Sobre la pista se veían los chalecos reflectantes de los operarios. Pensé que, en unos minutos, nos despediríamos y no le volvería a ver o quizá nos cruzásemos algún día, con prisa, cargados de bolsas, y sin apenas reconocernos. Las historias tienen su momento y uno nunca debe quedarse a desayunar; eso era algo que había aprendido hace tiempo.

Sentí la necesidad física de que aquello continuase, un mordisco de ansiedad en el estómago, quizá el temor de no saber qué hacer o  de saberlo. Al recuperar su mochila del compartimento encima de los asientos se levantó ligeramente su camiseta, dejando ver una delicada hilera de vello bajo su ombligo. Supongo que así aparecen las personas, de manera imprevisible, sin avisarnos, enfrentándonos a la decisión de arriesgarnos o de protegernos, conformándonos con la fantasía de imaginar qué habría pasado de habernos atrevido.

No había finger y caminamos unos metros por la pista, con el viento gélido cortándonos la cara. Carlos me sonrió mientras se abrigaba con un gorro de lana. Al entrar en la terminal se giró y me dijo que el último autobús a Lille salía en diez minutos. Me besó en la mejilla y me acarició con su pulgar, haciéndome sentir como un niño que recibe su premio. De lejos, gritó que estaríamos en contacto. Sonreí  y me pregunté por qué, cuando nos despedimos, es el momento en el que peor mentimos.

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