El realismo y las lavanderías (fin)

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<-Leer parte 3 

La tormenta se había calmado, permitiendo al último autobús salir a tiempo, y dejándome en Charleroi por siete minutos. Envié un mensaje a mi madre diciendo que había llegado bien y la imaginé en bata, permitiéndose al fin irse a la cama. La nieve se derretía, formando hilos de agua sucia que correteaban entre las grietas de la acera, manchando las suelas de algunos pasajeros que se organizaban para compartir los cincuenta euros del viaje en taxi a Bruselas. A través de la puerta de cristal se veía una mujer latina colocando sillas sobre las mesas de la última cafetería con luz. Del otro lado de la carretera llegaba el destello rojo del neón de un Ibis. Hiciese lo que hiciese, no llegaría a casa hasta la una y el resto estaría durmiendo. Pensé en avisarles, pero, en realidad, nadie me esperaba. Por suerte, mañana no tendría que madrugar. ‘Ya ves, estos autobuses belgas sólo salen puntuales las noches de temporal’. Reconocí la voz, me giré y encontré a Carlos sonriendo, sentado sobre su mochila de montaña, protegido del viento tras la máquina expendedora de billetes.

En alguna de las guías que me habían regalado al mudarme a Bruselas había leído que las autopistas belgas eran las mejor iluminadas del mundo, que su exceso de producción eléctrica explicaba las interminables hileras de farolas encendidas a ambos lados de la calzada y que, si uno miraba la tierra desde el cielo, distinguiría la silueta de la Muralla China y un diminuto foco de luz sobre Europa. Como siempre, imposible adivinar qué había de verdad o de humor surrealista en la historia de aquel país sin hazañas, pero repleto de datos estrafalarios. En el taxi sonaba música india a todo volumen, obligándonos a gritar para mantener una conversación, como si atravesásemos un mercado de Calculta en lugar de los bosques congelados de Valonia. El primer tren a Lille salía a las cinco de la mañana de Bruselas; un TGV que dejaría a Carlos en casa en cuarenta minutos. Tímidamente, le había ofrecido esperar chez moi, pero insistió en que prefería ir a la Gare du Midi y me pareció embarazoso insistir.

Al bajar del taxi, reconocí el olor pestilente a humedad y orina de la entrada. Resultaba difícil de creer que una de las principales estaciones de Europa, desde la que salían cada día trenes a Londres, París o Berlín, tuviese ese tufo a fábrica abandonada. Le Soir había publicado la pasada semana que habían violado a una chica a las nueve y media de la noche, al parecer un grupo de desconocidos la asaltó y la rodeó formando un corro, la noticia resultaba más escalofriante todavía si se tiene en cuenta que ocurrió en un lugar con presencia constante de Policía y vigilancia privada.

A la una de la madrugada, las tiendas de chocolates y gofres del hall estaban cerradas. En un banco dormitaba una pareja de mochileros rubios, con ese aspecto tan saludable de chicos de pueblo que tienen los americanos que recorren Europa. No muy lejos esperaba una familia de árabes, rodeada de maletas y cajas de cartón, y diseminados por el vestíbulo, algún empleado de limpieza y otros pasajeros aislados, ocultos tras algún libro, con las solapas levantadas para protegerse del frío, probablemente víctimas también del temporal.

—Espero que hayas traído exámenes para corregir. Será una noche larga.
—No te vayas. Déjame invitarte a un café. Estoy seguro de que habrá por aquí alguna máquina que hará uno de los mejores cafés de Europa.
—No debería haberte contado lo de la violación. Tienes miedo.
—Soy valiente. Me comí aquel corazón de pato.
—Tranquilo, no hay chica violada. Lo inventé para que aceptases venir a casa, pero veo que debería haber pensando en algo más peligroso.

Sabía que yo no iría a Lille, en unas horas estaría saliendo de mi baño, con el pelo mojado y  la boca llena de pasta de dientes, mirando muy serio a mi cama y diciendo: Un bon verre de vin blanc. Él no se quedaría en Bruselas, a la hora del desayuno estaría sentado en la mesa de su cocina, mordisqueando rosquillas de Ledesma, crujientes y cargadas de anís, escuchando a su novio francés culpar a los pobres belgas del temporal, de los retrasos  y de esta noche extraña en Midi. Sin embargo, ahora estábamos en aquel vestíbulo y todas esas decisiones estaban por tomar. Él esperaba a su tren de regreso, ¿y yo?, ¿qué hacía yo?

Odio el té con azúcar, realmente lo odio, pero lo bebí poco a poco, conformándome con el calor del vaso de plástico en la palma de la mano. Nos sentamos en un banco frente a una de las pantallas con los horarios, Carlos sacó el móvil del bolsillo, conectó sus auriculares y me colocó uno.  Estiró las piernas, cruzó los brazos y reclinó su cabeza en mi hombro. Notaba su respiración, el pelo rozando mi cuello, su mano en mi costado. También yo cerré los ojos. Sonaba Save me de Aimee Mann y, entonces, la vi: perfecta, real e imposible, como la de Ann y Lee, mi escena de lavandería.

El realismo y las lavanderías (fin)

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