
Se decía de los maristas que, al ordenarse, debían elegir un nombre nuevo, símbolo de la ruptura con su vida anterior. Quizá por esta razón mis años en su colegio de Ourense transcurrieron entre profesores con nombres del Antiguo Testamento. En sexto, fui alumno de un Onofre, el único que he conocido. Aquel hombre pasaba las clases repantigado tras la mesa, sujetando entre sus manos su enorme cabeza de mastín arrugado. Cada día nos hacía leer en alto algún tema del libro de Sociales y él se limitaba a decir con desgana cada tres minutos: ‘Siguiente’.
A medida que la tarde avanzaba, el sopor le vencía, se le iban cerrando los parpados, como dos toldos polvorientos, y la barbilla se le caía hasta que parecía que fuese a darse de bruces contra la mesa. Yo deseaba que se estampase y su cabeza saliese rodando como una estatua rota, pero siempre se espabilaba en el último segundo y volvía a decir: ‘Siguiente’. Cuando me llamaba a la pizarra a dar la lección, me pedía que me acercase y me susurraba: ‘¿Te la sabes, verdad?’. Yo asentía, y él me ponía la nota sin necesidad de abrir la boca. Estoy seguro de que aquello nada tenía que ver con la confianza en mi trabajo, sino con la pereza que le daba escucharme. Por supuesto, sentía la tentación de engañarle y vivir de mi reputación, pero nunca me atreví, así que supongo que su método tampoco estaba tan mal.
En séptimo, a Onofre lo sustituyó Nicasio. Daba clases de dibujo técnico y le precedía su fama de profesor colérico. Se contaba que había sido boxeador y que, arrepentido por haberse pasado de la raya en algún combate, se había ordenado marista. Fuese leyenda o realidad, lo cierto es que rompía láminas a diestro y siniestro y le gustaba caminar entre los pupitres con los puños cerrados y resoplando como una cafetera. De pronto se paraba a tu lado y te clavaba la mirada en silencio, mientras tú intentabas adivinar en qué te podías haber equivocado si ni siquiera habías tenido tiempo de quitarle la tapa al grafo. En uno de sus ataques de ira me rompió un regla porque, al parecer, la había comprado de la marca barata. La empezó a doblar delante de mi cara, tensándola cada vez más y más, hasta que estalló. ‘Deberían poder tocarse los extremos’, me gritó, tirándome los trozos con desprecio.
En bachillerato nos tocó un profesor de gimnasia al que conocíamos por su apellido: Cabrera. Usaba colonias con olor a desinfectante, llevaba el pelo engominado y le bailaba la dentadura postiza. Se presentaba siempre con aspecto de haberse despertado de la siesta y se rumoreaba que tenía problemas con la bebida. En la prueba de cien metros, esperaba en la línea de meta con un cronómetro que nadie tenía la certeza de que funcionase y nos daba la salida bajando el brazo. Sabiendo que le fallaba la vista, los más atrevidos se adelantaban y empezaban a correr desde los cincuenta. Pese a conseguir marcas asombrosas, dignas de atletas olímpicos, él los recibía en la meta con un frío: ‘No está mal, chaval‘.
En mi último año con los maristas encontré a dos de mis profesores favoritos, incluidos en esa rica lista de nombres estrafalarios. Con una calva luminosa, vestido con bata blanca y con gesto de bulldog enfurruñado, Belarmino nos daba Lengua y Literatura y vivía obsesionado con las notas de selectividad. Quería ser el primero hasta en el concurso de villancicos. Todo era lo bastante serio como para no perder. No permitía que nadie le robase un minuto a sus clases y, si el profesor que le precedía se extendía, irrumpía en el aula como un misil, reclamando el inicio de su hora.
Nadie me ha enseñado Literatura y Lengua de manera más soporífera y eficaz. Belarmino creía firmemente en la necesidad de contar con un método para todo, un camino bien señalizado por el que el alumno pudiese transitar sin dudar qué dirección tomar. Su reto era que pensásemos lo menos posible. Para él, pensar implicaba decidir y, por lo tanto, el riesgo de equivocarnos, algo que no estaba dispuesto a consentir. Su estrategia se basaba en convertirnos en robots y reducirlo todo a una sucesión de pasos mecánicos, reglas que debíamos memorizar y practicar hasta conseguir hacer el análisis sintáctico de cualquier frase con los ojos cerrados.
La Literatura se la traía al pairo y Baroja, Cela, Lorca y el resto de los autores no eran más que materia en bruto con la que construir resúmenes. Con él, sólo contaba el tamaño de los resúmenes, que debían ser diminutos, obligándonos a destilar la vida y obra de esos gigantes hasta comprimirla en una carilla. Su objetivo era que el día del examen final pudiésemos repasar todo el libro releyendo una docena de hojas. Aquellos trucos y estrategias dejaban claro que Belarmino entendía la enseñanza como una liga de fútbol en la que el gol era lo único que importaba.
Siempre he sospechado que, tras ese gesto huraño, Belarmino escondía una parte misteriosa y entrañable, un lugar que podíamos entrever, pero nunca entrar y mucho menos atrevernos a preguntar. Cuando se celebraban misas en el colegio, y eso ocurría más de lo que nos gustaba, le recuerdo en la capilla como el fantasma de la ópera; solo en el piso de arriba, apartado del resto, como si temiese que le escuchásemos rumiar sus pensamientos. Hace años lo crucé en Santiago. Le saludé tímidamente, creyendo que no recordaría mi nombre, después de tantos años y tantas promociones. Me agarró de los hombros y me sacudió hasta hacerme temblar las orejas. ‘¡Coño, Mojón!’, me dijo con esa sonrisa tensa, que parecía dolerle. Al momento empezó a interrogarme, disparando preguntas sobre mi carrera. Apostaría que se contuvo para evitar abroncarme por no haber llegado a más que a redactor raso.
(Sábado 22, parte 2)
…yo conocí….hermanos con nombres….Luis….FRANCISCO….Manuel ….Miguel …Víctor….Agapito…..José Ramón….Mauro…..y….muy normal…su comportamiento….como el nuestro con ellos….!!!
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