La familia que tenía una Tanqueta

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Las instrucciones de mi padre eran precisas: ‘Si os perdéis, vais a la caja y decís vuestro nombre’. Camino de Vigo, los cinco le escuchábamos aburridos desde los asientos de atrás, cansados de las tácticas de familia numerosa. Rara era la visita al Corte Inglés en la que no desaparecía alguno de mis cuatro hermanos. Curtidos en sustos,  mis padres no perdían la calma y se limitaban a recogerlo al acabar las compras. De regreso al parking, entre bolsas y paquetes, nos contaban de nuevo, asegurándose de que montábamos todos en el Renault 18. En verano, ocurría lo mismo en el camping.  ‘Una niña con bañador de estrellas y fanequeras rosa, que responde al nombre de Sonia espera en recepción’, se escuchaba por megafonía. Mi padre soltaba el periódico, levantaba la vista al cielo y me miraba. Como hijo mayor, me tocaba pasar a reclamar a mi hermana Sonia, la más aficionada a alejarse de la caravana para perderse entre pinos y tiendas de campaña.

Valiente, en una familia de miedosos. Emprendedora, en una familia a plazo fijo. Práctica, en una familia de dispersos. De pequeña gateaba por el pasillo de casa, arrastrando su panza sobre la moqueta, el estilo militar le valió el mote de Tanqueta, del que logró desprenderse con los años y las dietas. Atrevida e inconsciente a partes iguales fue la primera en aprender a tirarse de cabeza a la piscina, a montar en bicicleta sin ruedines y la única de la familia capaz de cambiar una rueda del coche sin ayuda y de entender todo lo que te piden que hagas cuando pasas la ITV.

De niña se paseaba con la falda plisada y el jersey azul marino de las franciscanas y esas gafas redondas sobre la punta de una nariz diminuta, siempre a punto de escurrirse. En cuanto se liberó de las monjas respiró aliviada  y aprendió a colarse entre las rendijas de libertad que daba el instituto, tomándose con relax la obligación de ir a clase. Los gemelos recuerdan como se presentaba voluntaria para recogerlos a la salida del colegio, consiguiendo una coartada para darse el lote con algún noviete, mientras dejaba a los enanos en las pistas del Pabellón.

Se empeñó en estudiar Fisioterapia, pese a que la media no le daba. Tras algunas vueltas, encontró la manera, pero tuvo que mudarse a Ponferrada, a un piso helado con un pasillo interminable, cortinas pesadas de película de terror y cuadros de cacerías. Llegó llorando de pena y se marchó suspirando de nostalgia. En el Bierzo, encontró buenos amigos y una profesión de la que se enamoró y, tras un etapa corta de aprendizaje, decidió que no estaba hecha para enriquecer a otros y abrió su clínica.

En una familia donde ninguno repasamos la cuenta en el restaurante, Sonia sabe de ofertas, precios y promociones, entiende lo que cuestan las cosas, negocia, protesta y exige descuentos cuando la calidad no es la convenida. Si el resto evitamos crear situaciones de tensión, mi hermana se crece en el pollo. Este verano logró bajarse del crucero sin pagar las propinas, después de una queja incendiaria en el mostrador de atención al cliente. Eso lo ha heredado de mi madre, capaz de tirar de las orejas al camarero del café más pijo si se atreve a servirle un cortado sin una pasta para mojar.

Rodeada de hipocondríacos, Sonia adora asustarnos contándonos con pelos y señales todas las enfermedades terribles que conoce y puntualmente nos pone al día de los amigos ingresados o de las muertes de la provincia. Su espinita es no haber estudiado Medicina; recientemente amagó con volver a la universidad, pero el plan Bolonia no está hecho para madres y se lo pensó dos veces. Terca y segura de sus decisiones,  me jugaría un brazo a que se acabará matriculando.

Desde sus tiempos de Tanqueta adora la velocidad. Cada dos años, un coche nuevo. Quizá la afición a acelerar le llevó a alguna decisión precipitada en su vida, pero tuvo valor para rectificar y encontró a un copiloto con el que formar una familia. Ahora tiene un hijo que agota su batería y convierte su vida en una ciclogénesis permanente, aunque le basta un pestañeo para derretirla. Siempre está si la necesitamos, sin embargo, mis hermanos y yo a veces la echamos de menos porque, cuando los Mojones nos atascamos, sólo ella sabe como ponernos en marcha.

 

 

La familia que tenía una Tanqueta

El chasquido del jefe

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A Raúl le han dado la patada por no chascar los dedos.  Ahora al menos podrá tirar la americana roja que le obligaban a ponerse, dos tallas más grande, con las mangas colgándole, como un espantapájaros disfrazado de chico de los recados. Tras casi dos años sin trabajo, le faltaba nada para perder el paro, así que los trescientos euros le venían de perlas. Sin embargo, quedarse sin dinero no ha sido lo peor. Un cabrón le ha metido en la cabeza que le despiden por débil. Cuando andamos con la autoestima floja, nos echamos encima todas las culpas, creyendo lo primero que nos cuentan y a mí me hierve la sangre cuando le veo tentado de darle la razón al crápula de su jefe. Yo sé que se siente así porque las cosas no le van bien y que pronto se convencerá de que tener carácter no es levantar la voz al más tarugo, que de eso sobran los que son capaces, sino hacer lo que él hizo.

El primer mes no le fue mal, aunque le colocaron junto a los perfumes y no paraba de estornudar. Hace un par de años, el médico le diagnosticó rinitis y le explicó que tenía una nariz hiperreactiva, a la que le afecta cualquier cosa. En realidad, mi amigo cree que todo él se ha vuelto hiperreactivo desde que pasó por ese trabajo. En los papeles, había pedido la sección de Electrónica, que es lo que estudió y de lo que sabe. Sin embargo, su jefe se empeñó en ponerlo en la puerta de acceso, al lado de Cosmética. ‘Verás como te gusta, con lo fino que eres tú’, se mofaba delante del resto. En un mes, su nariz se había cansado de reaccionar y aguantaba hasta los sábados a la tarde, cuando la planta se llenaba de señoras probando perfumes y el aire acondicionado esparcía una nube densa y dulce, mezcla de aromas de todas las muestras.

Con su jefe nunca se entendió. En la formación le miraba torcido y le llamaba Raulcito, marcando el dinimutivo. Cuando empezó a trabajar se alegró porque dejó de verle, pero esa voz de cuartel, áspera y viscosa, le llegaba por el pinganillo de la oreja, reptando como un gusano hacia su tímpano. Aquella tarde, le ordenó que saliese a la calle Gustavo Bueno  y espantase al rumano que tocaba bajo los soportales, que hasta los parterres todo era propiedad del centro.

Sentado en una banqueta plegable, el chico abría y cerraba el acordeón, sujeto a su cuerpo con correas de cuero. Frente a él, el cajón de madera que sirve de funda al instrumento, esperando abierto la primera moneda.  Al ver a Raúl,  giró la cabeza y continuó tocando, siguiendo el ritmo con el pie. Raúl podía sentir la mirada de su jefe en el cogote, observándolo a través de las cámaras de seguridad. Con calma empezó a hablar, sin que el chico le prestase atención. Raúl levantó la voz y el acordeón se detuvo. Entonces volvió a explicarle que no podía tocar, el chico se llevaba su índice al oído, fingiendo no entender el idioma. Había comenzado a llover y algunas personas se refugiaban bajo los soportales, siguiendo divertidos la escena. Raúl intentaba hacerse entender por gestos, aún estando seguro de que no era un problema de comprensión.

‘Sal de ahí, estúpido’, escuchó a su espalda, al tiempo que una mano le quitaba del medio. Al girarse se topó con el gesto desencajado del jefe, que de una patada cerró el cajón y con un chasquido de dedos señaló el camino al músico, mientras se acercaba a sólo unos centímetros de su cara, mirándole con ojos nublados de ira y sin mediar palabra. Intimidado, el chico dobló la banqueta y, sin tiempo a guardar el instrumento, se arregló para recoger todo atropelladamente y largarse. Algo más lejos se giró gritándole algo al jefe, que tras mirar a Raúl con desprecio regresaba al interior.

Luego vino la charla, preguntándole con sorna a qué venían tantos remilgos,  que el centro no era una ONG y que o aprendía a sacarse de encima a esos rumanos o a buscarse otro trabajo, que los clientes estaban para cuidarlos y no para que les molesten. A Raúl se le disparaba el pulso, pero tragaba saliva, pensando que mejor dejarlo, hacer sus horas y volver a casa con los euros. El resto de los días fueron algo más tranquilos, pero las bromas no paraban y siempre el Raulcito de marras al final de cada frase. Mi amigo regresaba furioso, con un resquemor abrasándole por dentro, imaginando cómo le gustaría decirle cuatro cosas.

Raúl andaba inquieto, rumiando las frases del jefe, que se le quedaban girando en la memoria,  y los domingos a la tarde se le ensombrecía el ánimo pensando en el lunes. Su padre lo notaba y no tuvo más remedio que contarle, aún ahorrándole detalles, que no era cuestión de describirle las humillaciones. El padre le dijo que, en la vida, había que endurecer la piel, que no sería el último amargado con el que se iba a encontrar y que uno debe aprender a tirar para adelante, sin dejar que le coman la moral.

Aquella tarde, nada más verlo a través del cristal de la puerta notó los nervios agarrándole las tripas. Sería algo más joven que el del otro día, unos veinte años. Colocó su banqueta en el mismo sitio y empezó a sonar el acordeón. Raúl rezó para que su jefe no estuviese en la sala de las cámaras. ‘Ya sabes lo que hay que hacer, Raulcito’, le llegó su voz pausada, casi susurrando, cerrando la frase con uno de sus chasquidos.  Salió a la calle y se acercó. El chico le miró y se detuvo. Tenía los ojos negros y pequeños como granos de café. Una moneda de cincuenta céntimos sobre el forro rojo del cajón. Raúl se quedó parado. El chasquido de su jefe volvió a sonar en su oído, y otra vez más, como latigazos al aire, el pulso se le disparaba, las lágrimas se le venían a los ojos de rabia y los puños bien cerrados, apretando fuerte para no mover un músculo, escuchando el acordeón.

El chasquido del jefe

Contra los muros

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Él acababa de llegar y yo hacía mis maletas. Las cosas no habían salido como planeaba, y sólo me apetecía irme y poner a salvo los días buenos. Entonces, aspiraba a que todo lo demás fuese un capítulo cerrado porque todo lo demás se resumía en un nombre a olvidar. Esa noche, una de mis últimas en Bruselas, me dejaba estafar pagando jupilers calientes a cinco euros. Entonces, se abrió la trampilla del techo y volví a ver aquellas piernas de paquidermo embutidas en medias oscuras, ocultando varices gruesas como cables.

Sonaron los primeros acordes de Good morning Baltimore y, como una señal secreta, el público enloqueció, avalanzándose hacia la barra con histeria adolescente. La Maman descendía lentamente, prensada en un vestido rojo brillante, con su gesto de diva petrificado bajo un empedrado de maquillaje. Me pegué a la pared en busca de una bocanada de aire limpio y me pregunté si echaría de menos aquel local oscuro, sucio e impregnado de olor a sudor, cerveza y a esas colonias afrutadas de maricas peluqueras.

La parte de atrás se vació, con todas las fieras apelotonadas sobre la barra, celebrando el descenso de su reina. Al otro extremo, vi su silueta, como el dibujo desgarbado de un personaje de cómic. Llevaba una americana oscura y una sudadera de algodón, demasiado abrigado y, sin embargo, parecía rodeado de frío. Uno de los focos le iluminó. Su piel me pareció lo único blanco de aquella noche. Tenía una mano en el bolsillo, y uno de los pies apoyado en  la pared, fingiendo tranquilidad. No apartaba la vista de lo que ocurría, con su mirada de bisturí, intentado adivinar como cien kilos de carne podrían contonearse sobre una barra de bar.

Él hablaba español y yo aparentaba entenderlo, aturdido por los gritos de La Maman, que subía las escaleras despidiéndose, lanzando una última salva de Baltimore and me. La trampilla se cerró y  volvió la oscuridad. Se llamaba Damien y acababa de llegar de Burdeos para estudiar un doctorado en Ciencias Políticas en la ULB. Yo me limitaba a preguntar, alimentando la conversación, como quien arroja monedas en una juke box. A él le interesó que fuese periodista; a mí me asustó que fuese tan joven. De nuevo, demasiado. Me contó que se especializaba en muros y fronteras. Sonreí y noté que le irritaba mi gesto. Aquella noche duró horas y cada hora pensaba que volvería a casa solo. Subimos al ropero y tomamos una más, él continuaba con sus viajes a Israel, con argumentos cada vez más encendidos y llenos de energía. Temí que me propusiese un café, por suerte aceptó ir al Bonefois. Allí el dj sobre el piano, sus ojos azul fluor y aquel beat eléctrico y metálico, acuchillando frases, dejando sólo un acento y marcándonos el camino a casa.

Aquellos días brillaba un sol de marzo y yo ya no tenía planes; sólo esperar a que llegase mi avión. Que extraño conocer a alguien mientras uno se despide de todos. Fueron días tristes y hermosos. Me dan miedo los cambios, pero, sin ni siquiera darse cuenta, él me ayudó a irme. Comimos en algunas terrazas y también cocinó algo con queso en aquel piso de Flagey. Luego vimos Tu marcheras sur l’eau. Como turistas, bebimos cerveza de cereza sobre los barriles del Moeder Lambic, mientras mi hermana se escandalizaba con su edad. Compramos ropa vieja, y él me hablaba de como también se encontraría una solución a las guerras que duran siglos, a las que todos han dado por perdidas, esas en las que la única alternativa ha sido levantar un muro. Por un momento dejaba de ser un cínico y le daba la razón, pensaba que algún día pondría las noticias y aparecían políticos firmando ese acuerdo y detrás estaría él, con sus ojos de dibujo animado: el estudiante empeñado en encontrar ideas que derriban muros.

Algunas personas llegan y apenas se quedan, pero cuando se marchan, descubrimos que nos han ayudado a encontrar la salida. Como esas gasolineras que aparecen justo a tiempo o el último bar abierto antes del taxi, también ellas se cruzan para hacer algo por nosotros. Sin pretenderlo, deshacen el nudo y se marchan. No nos pedirán nada. No formarán parte de nuestra historia, pero sin ellas esa historia sería otra. Habríamos doblado esquinas distintas y quién sabe cuánto tiempo habríamos pasado en la nebulosa donde nos encontraron.

Contra los muros

Desengancharse

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¿De qué podemos desengancharnos? De la heroína, del picaporte que nos desgarra el bolsillo de la americana cuando salimos corriendo, de la novela de Benjamin Black que nos impide apagar la luz, de las tres cucharadas de azúcar en el yogur de la mañana. La gente se libera de anzuelos afilados y sigue, pero ¿de qué no podemos desengancharnos?

A Marga las colaboraciones en la revista no le alcanzan para el alquiler y por eso colecciona trabajos. Me pregunta si son de esos que llamamos ahora minijobs y se burla de que los periodistas le cambiemos el nombre a las cosas sólo para que parezcan nuevas. Benoît, uno de sus profesores de danza, le ha conseguido unas horas en el vestuario de La Monnaie y allí aprende a echar vodka a los trajes para tapar olores y evitar lavarlos después de cada actuación. Además, puede ver los ensayos gratis, salir con las compañías a L’Archiduc y, de vez en cuando, emborracharse y dejar que algún bailarín la lleve a casa. A su madre le gusta imaginarla en la ópera, aunque nunca haya visto una, sin embargo, lo prefiere al otro trabajo.

Tres tardes por semana, Marga enseña a montar en bicicleta a mujeres en el parque del Cinquantanaire, la mayoría turcas de la comuna de Schaerbeek, viudas que han tenido que esperar a que muriesen sus maridos para que nadie les prohíba cosas como aprender francés en un país en el que se habla francés o andar en bicicleta. A su madre ese trabajo no le hace gracia, teme que alguno de los maridos no esté tan muerto y aparezca algún día a bajarlas del sillín.

Este diciembre hará una década que llegó a la ciudad y está pensando en traerse castañas de Fabero para celebrarlo con un magosto. Su madre le ha contado que los de la cooperativa las pagan a euro y medio el kilo porque han salido gordas y, si el sol se deja ver, ella aprovecha para bajarse a La Rubiona a apañar alguna. Luego se olvida de las castañas y de su madre y, aunque sabe de sobra mi respuesta, me pregunta si creo que debería invitarlo a la fiesta. Entonces, me doy cuenta de que no habrá fiesta. Hace un año que no lo ve y me dice que está contenta, aunque suene más aliviada que contenta.

Con la cabeza fría, Marga entiende que no hay otra manera. Como le dice su madre, las cosas graves sólo se resuelven arrancando hojas del calendario y ella se pregunta cuántos meses le quedan al suyo. Al menos ya no lo confunde con otros por la calle, ni se le pone un punto en el pecho cuando cruza Dundée y teme que salga del parque paseando a Zoe, con los cascos y ese andar torpe, arrastrando un poco los pies. La mayoría de los días tampoco espera que la llame, aunque algún domingo se levanta con la neura de que recibirá un mensaje y se le achica el estómago porque siente que las dudas no se han ido, siguen ahí, invernando, esperando su momento.

Cuando le preguntan por qué sigue sola, Marga se encoge de hombros y ya no cuenta su historia, harta de que la tomen por loca o por una idiota, la estúpida que perdió diez años esperando a que alguien la quisiese como se quiere la gente que se hace feliz. Ella ve la cara de asombro de quienes la escuchan y se pregunta si habrán vivido algo parecido porque quizá sus historias hayan sido como las que ella tenía antes de encontrarle, controlables, inocuas, corrientes. Ahora sabe que uno debe tener cuidado con las personas que se lleva a la boca, con los juegos que acepta jugar. Ni siquiera recuerda cuando empezó a formarse el nudo, cuando el deseo de las primeras citas se transformó en un cepo.

Se ha cansado de explicar que lo intentó, que mil y una veces quiso cortarlo, que hasta aceptó pedir ayuda cuando tuvo la impresión de que todo se le iba de las manos, sintiéndose incapaz de negarse a verlo, con la voluntad anulada y la ansiedad abrasándole las tripas; que llegó a hacer la maleta para protegerse en la distancia, pero de nuevo, una promesa le cortó la huida.

Recuerdo aquella noche que me llamó de madrugada, sonaba a escombros, destruida por dentro, asegurando que no le importaba que él hubiese decidido tener su casa, su mujer, que había renunciado a los celos y aceptaba todo con tal de que no desapareciese. Mientras la escuchaba, yo deseaba que fuese él quien se cansase. Sin embargo, cruel, inconsciente o enfermo, él seguía.

Entonces, sucedió lo de la noche en la calle. Ella se visualiza en la esquina de la Rue de Cotte con Trousseau, apoyada en la estatua de bronce de G. Simenon, observando las luces de su apartamento, adivinando las siluetas al otro lado de las ventanas, imaginando la vida sobre la moqueta, el olor a crema, el vapor en los cristales y quizá la música. Helaba, pero no caía nieve. Sólo un frío sólido y cortante, como una plancha de acero presionando las mejillas. Apenas había tráfico, el ruido de un tranvía en la avenida paralela y la oscuridad del barrio, interrumpida por el neón sucio e intermitente de un pakistaní. No sabe cuanto tiempo esperó, quizá horas. Él descorrió la cortina. Tal vez sintió vértigo al ver en los ojos de ella la boca de un pozo, o pánico al entender como, a apenas unos metros, les separaba un abismo. Esa noche desapareció. Ella siguió escribiéndole, le llamó, intentó que hablasen, pero nunca respondió. Aquella mirada desde el ático a la calle, una herida en la memoria, fue el último mensaje.

¿De qué podemos desengancharnos? De esa persona que se cruza como un harpón y encuentra en nosotros un amarre y nos deja removiéndonos, agitándonos, meses, años, y cuando logramos desprendernos, sentimos que nos hemos dejado jirones de carne y descubrimos que es tarde porque su ausencia nos sujeta y decimos que estamos bien, pero no estamos bien.

Marga me ha contado que Neylam ha vuelto a las clases. Cree que no ha tenido una alumna más tozuda que ella. Las caídas de la bici son algo habitual, sin embargo, la clavícula de Neylam necesitó cinco horas de quirófano para recomponerse.  Ahora está feliz porque su traumatólogo le ha dicho que la fractura ha soldado y ya no necesita el cabestrillo. El día de Reyes cumplirá cincuenta y dos y Marga ha pensando en regalarle la Raleigh negra, la bici de la caída. Cuando la ve tambaleándose de nuevo sobre el sillín, luchando por enderezar el manillar y seguir pedaleando, Marga respira, se llena de aire frío del invierno belga y piensa que quizá no sea tarde, que tal vez también ella esté a tiempo de aprender a mantener el equilibrio.

Desengancharse

Mi mejor taza de té

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Mi amigo Fede vive con un ‘mejor’ en la punta de la lengua. No importa cuál sea la pregunta, si su playa favorita o el whisky preferido, él nunca duda. Sabe donde venden el mejor pan, preparan las tapas más sabrosas o cuál es la calle donde se aparca antes. Sin pestañear te dirá el mejor gol del cualquier futbolista o la mejor película del mejor actor. A veces Fede se queda callado y  yo lo imagino revisando sus superlativos, casi puedo oír sus clasificaciones encajando en filas y columnas como piezas de tetris. A Fede no le da pereza cruzar la ciudad para disfrutar del mejor vermú o aguantar una cola exasperante para comprar un tarrina de nata en la mejor heladería y, si alguien se empeña en tomar algo en el bar de abajo, por educación no dirá nada, pero se le verá incómodo, traicionándose a sí mismo y tal vez con la boca pequeña nos conceda un: ‘Aquí tampoco lo hacen mal’.

Yo, en cambio, he sido siempre demasiado impaciente para ser sibarita. En Bruselas compartí un ático con Sthepanie, una belga risueña, que adoraba pasearse descalza y en bragas por la casa. En cuanto su novio Thibault descubrió que al español que vivía con la impúdica Stephanie le gustaban los chicos, pasó de gruñir al cruzarme por el pasillo a convertirme en su mejor amigo. Una noche al regresar a casa descubrí que me había preparado una degustación de cervezas trapistas. Sediento, me precipité sobre la primera y bebí a morro, un trago largo y hondo. Al momento, vi sus ojos de espanto, señalándome una hilera de relucientes copas, una por cada botella, todas diferentes, con la forma precisa para permitirles desplegar todo su aroma. ‘No me extraña que mezcléis el vino con coca-cola’, me reprochó con desprecio.

Por bárbaros que seamos en los cotidiano, y aunque por pereza nos conformemos con la baguette del chino en lugar de coger el coche para comprar el mollete perfecto, todos ocultamos un lado sibarita, un vicio secreto en el que nos irritan sobremanera los defectos, nos crispa que no esté como debería y que, además, sufrimos en silencio, por miedo a parecer pedantes. En mi caso, ese lado sale a la luz frente a una taza de té.

Llegué al té escapando del café y, a su vez, al café huyendo de la leche; en una cadena de fugas, que me asusta pensar donde terminará. Desde que tengo memoria, la leche me repugna y, pese a las victorias que he conseguido con los años frente a otros enemigos gastronómicos, le leche resiste como la única fobia insuperable. Nadie ha tirado tanta como yo. Mañana tras mañana, año tras año, crecí mojando mi dedo índice en la taza y deslizándolo por el bigote, cuando mi bigote ni siquiera era pelusa. Después, vaciaba con sigilo la taza en el fregadero y salía orgulloso de la cocina, luciendo la prueba falsa sobre mis labios.

De camino al colegio, paraba en El Sombra y, sin tener estatura para asomarme a la barra, pedía un café; al principio con leche y azúcar, pronto solo. Mi cuerpo se acostumbró rápidamente, reclamando dosis cada vez mayores. En la universidad me volví una persona nocturna y mi primer trabajo fue en la redacción de un periódico. Todo me empujó a un nivel de adicción en el que podía beber una docena de cafés, en días en los que notaba como las pestañas me temblaban y el estómago ardía, como si lo hubiesen frotado con un estropajo.

Aprovechando una operación leve, a la que siguió un tratamiento de antibióticos, el médico me prescribió una dieta blanda, que excluía el café. No fue fácil, pero conseguí prescindir de él. Entonces, apareció el té. Llegó como un sucedáneo, un chico puente cuya misión era hacerme olvidar el latigazo eléctrico del café por las mañanas; apenas agua manchada a la que no encontraba sabor. Las cosas fueron cambiando poco a poco hasta convertirse en uno de mis placeres diarios, aunque pueda contar con los dedos de una mano los lugares de mi ciudad en los que me hayan servido una buena taza de té.

Más allá de la paupérrima calidad del té ensobrado o de la incomprensible costumbre de añadir azúcar a una bebida cuya esencia reside en su sabor amargo, en la mayoría de los lugares olvidan cuestiones básicas, como usar teteras o cestas que permitan a las hojas entrar en contacto directo con el agua para que el proceso de infusión sea correcto. Con frecuencia tampoco se respeta el tiempo que se debe dejar el té para que desprenda todo su sabor, evitando que amargue o quede insulso. Otro error común es utilizar agua tibia o excesivamente caliente. La temperatura correcta dependerá del tipo de té, pero un té negro exige agua a punto de hervir o directamente hirviendo. Sin embargo, si existe una costumbre que encuentro irritante y pone a prueba mi paciencia es la de servirlo en una taza ancha y baja de desayuno, en lugar de en una cilíndrica. Si además es de cristal, el desastre es absoluto.

No importa que el té sea la base de algunas de las civilizaciones más antiguas de Oriente, que su cultivo haya sostenido imperios tan poderosos como el del Reino Unido, modelando el mapa de las colonias en Asia y definiendo las fronteras actuales, que su comercio haya provocado guerras y revoluciones, favorecieron el nacimiento de países como Estados Unidos, con el famoso ‘motín del té’, preámbulo de la Guerra de la Independencia. Ni siquiera importa que el consumo de esta bebida salvase millones de vidas en la Revolución Industrial, al pasar de ser un lujo de la aristocracia victoriana a popularizarse entre la clase trabajadora, protegiendo a familias enteras de obreros de enfermedades que se transmitían a través del agua contaminada de las ciudades y que se depuraban al tener que hervir el agua para prepararlo. Nada importan sus méritos; como se lamentaba George Orwell, podremos abrir el libro de recetas más prestigioso y jamás encontraremos un capítulo dedicado a preparar una buena taza té, olvidando que es una de las cosas más serias que se pueden hacer en una cocina.

 

Mi mejor taza de té

Frágil

ARCHIVE -

©Arkadi Zaides

Apenas le conoces, pero lo piensas.
Su vida es frágil como cualquier vida,
pero le escuchas y crees que podría ser él.
Sabes que el azar descargará una tormenta de clavos para probar tu error,
sin embargo, él sigue hablando, inocente y ajeno a tus pensamientos,
y te convences.

Todavía es joven, pero tiene las ideas.
Nadie sabe cómo llegó a ellas, quizá ellas le encontraron.
Necesitará fuerza y fe. No es un dios.
Como a nosotros, el miedo le helará las venas,
las dudas le vaciarán la vista
y la tristeza susurrará en su oído

No lo conseguirá solo. Cada uno le acompañaremos un invierno,
y cuando no resistamos más y volvamos a casa con nuestra historia,
otro ocupará la posición. Nunca deberá estar solo.
Alguien tendrá que protegerle, vigilar la puerta mientras descansa
y ayudarle a superar la noche.

Algún día exploraremos,
libraremos batallas y las ganaremos.
Algún día llegaremos
porque tendremos el mapa.
De ti dependerá que no se detenga,
que duerma y se levante,
que tenga tiempo y esperanza.
porque sin él, no habrá mapa.

Frágil