Contra los muros

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Él acababa de llegar y yo hacía mis maletas. Las cosas no habían salido como planeaba, y sólo me apetecía irme y poner a salvo los días buenos. Entonces, aspiraba a que todo lo demás fuese un capítulo cerrado porque todo lo demás se resumía en un nombre a olvidar. Esa noche, una de mis últimas en Bruselas, me dejaba estafar pagando jupilers calientes a cinco euros. Entonces, se abrió la trampilla del techo y volví a ver aquellas piernas de paquidermo embutidas en medias oscuras, ocultando varices gruesas como cables.

Sonaron los primeros acordes de Good morning Baltimore y, como una señal secreta, el público enloqueció, avalanzándose hacia la barra con histeria adolescente. La Maman descendía lentamente, prensada en un vestido rojo brillante, con su gesto de diva petrificado bajo un empedrado de maquillaje. Me pegué a la pared en busca de una bocanada de aire limpio y me pregunté si echaría de menos aquel local oscuro, sucio e impregnado de olor a sudor, cerveza y a esas colonias afrutadas de maricas peluqueras.

La parte de atrás se vació, con todas las fieras apelotonadas sobre la barra, celebrando el descenso de su reina. Al otro extremo, vi su silueta, como el dibujo desgarbado de un personaje de cómic. Llevaba una americana oscura y una sudadera de algodón, demasiado abrigado y, sin embargo, parecía rodeado de frío. Uno de los focos le iluminó. Su piel me pareció lo único blanco de aquella noche. Tenía una mano en el bolsillo, y uno de los pies apoyado en  la pared, fingiendo tranquilidad. No apartaba la vista de lo que ocurría, con su mirada de bisturí, intentado adivinar como cien kilos de carne podrían contonearse sobre una barra de bar.

Él hablaba español y yo aparentaba entenderlo, aturdido por los gritos de La Maman, que subía las escaleras despidiéndose, lanzando una última salva de Baltimore and me. La trampilla se cerró y  volvió la oscuridad. Se llamaba Damien y acababa de llegar de Burdeos para estudiar un doctorado en Ciencias Políticas en la ULB. Yo me limitaba a preguntar, alimentando la conversación, como quien arroja monedas en una juke box. A él le interesó que fuese periodista; a mí me asustó que fuese tan joven. De nuevo, demasiado. Me contó que se especializaba en muros y fronteras. Sonreí y noté que le irritaba mi gesto. Aquella noche duró horas y cada hora pensaba que volvería a casa solo. Subimos al ropero y tomamos una más, él continuaba con sus viajes a Israel, con argumentos cada vez más encendidos y llenos de energía. Temí que me propusiese un café, por suerte aceptó ir al Bonefois. Allí el dj sobre el piano, sus ojos azul fluor y aquel beat eléctrico y metálico, acuchillando frases, dejando sólo un acento y marcándonos el camino a casa.

Aquellos días brillaba un sol de marzo y yo ya no tenía planes; sólo esperar a que llegase mi avión. Que extraño conocer a alguien mientras uno se despide de todos. Fueron días tristes y hermosos. Me dan miedo los cambios, pero, sin ni siquiera darse cuenta, él me ayudó a irme. Comimos en algunas terrazas y también cocinó algo con queso en aquel piso de Flagey. Luego vimos Tu marcheras sur l’eau. Como turistas, bebimos cerveza de cereza sobre los barriles del Moeder Lambic, mientras mi hermana se escandalizaba con su edad. Compramos ropa vieja, y él me hablaba de como también se encontraría una solución a las guerras que duran siglos, a las que todos han dado por perdidas, esas en las que la única alternativa ha sido levantar un muro. Por un momento dejaba de ser un cínico y le daba la razón, pensaba que algún día pondría las noticias y aparecían políticos firmando ese acuerdo y detrás estaría él, con sus ojos de dibujo animado: el estudiante empeñado en encontrar ideas que derriban muros.

Algunas personas llegan y apenas se quedan, pero cuando se marchan, descubrimos que nos han ayudado a encontrar la salida. Como esas gasolineras que aparecen justo a tiempo o el último bar abierto antes del taxi, también ellas se cruzan para hacer algo por nosotros. Sin pretenderlo, deshacen el nudo y se marchan. No nos pedirán nada. No formarán parte de nuestra historia, pero sin ellas esa historia sería otra. Habríamos doblado esquinas distintas y quién sabe cuánto tiempo habríamos pasado en la nebulosa donde nos encontraron.

Contra los muros

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