El chasquido del jefe

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A Raúl le han dado la patada por no chascar los dedos.  Ahora al menos podrá tirar la americana roja que le obligaban a ponerse, dos tallas más grande, con las mangas colgándole, como un espantapájaros disfrazado de chico de los recados. Tras casi dos años sin trabajo, le faltaba nada para perder el paro, así que los trescientos euros le venían de perlas. Sin embargo, quedarse sin dinero no ha sido lo peor. Un cabrón le ha metido en la cabeza que le despiden por débil. Cuando andamos con la autoestima floja, nos echamos encima todas las culpas, creyendo lo primero que nos cuentan y a mí me hierve la sangre cuando le veo tentado de darle la razón al crápula de su jefe. Yo sé que se siente así porque las cosas no le van bien y que pronto se convencerá de que tener carácter no es levantar la voz al más tarugo, que de eso sobran los que son capaces, sino hacer lo que él hizo.

El primer mes no le fue mal, aunque le colocaron junto a los perfumes y no paraba de estornudar. Hace un par de años, el médico le diagnosticó rinitis y le explicó que tenía una nariz hiperreactiva, a la que le afecta cualquier cosa. En realidad, mi amigo cree que todo él se ha vuelto hiperreactivo desde que pasó por ese trabajo. En los papeles, había pedido la sección de Electrónica, que es lo que estudió y de lo que sabe. Sin embargo, su jefe se empeñó en ponerlo en la puerta de acceso, al lado de Cosmética. ‘Verás como te gusta, con lo fino que eres tú’, se mofaba delante del resto. En un mes, su nariz se había cansado de reaccionar y aguantaba hasta los sábados a la tarde, cuando la planta se llenaba de señoras probando perfumes y el aire acondicionado esparcía una nube densa y dulce, mezcla de aromas de todas las muestras.

Con su jefe nunca se entendió. En la formación le miraba torcido y le llamaba Raulcito, marcando el dinimutivo. Cuando empezó a trabajar se alegró porque dejó de verle, pero esa voz de cuartel, áspera y viscosa, le llegaba por el pinganillo de la oreja, reptando como un gusano hacia su tímpano. Aquella tarde, le ordenó que saliese a la calle Gustavo Bueno  y espantase al rumano que tocaba bajo los soportales, que hasta los parterres todo era propiedad del centro.

Sentado en una banqueta plegable, el chico abría y cerraba el acordeón, sujeto a su cuerpo con correas de cuero. Frente a él, el cajón de madera que sirve de funda al instrumento, esperando abierto la primera moneda.  Al ver a Raúl,  giró la cabeza y continuó tocando, siguiendo el ritmo con el pie. Raúl podía sentir la mirada de su jefe en el cogote, observándolo a través de las cámaras de seguridad. Con calma empezó a hablar, sin que el chico le prestase atención. Raúl levantó la voz y el acordeón se detuvo. Entonces volvió a explicarle que no podía tocar, el chico se llevaba su índice al oído, fingiendo no entender el idioma. Había comenzado a llover y algunas personas se refugiaban bajo los soportales, siguiendo divertidos la escena. Raúl intentaba hacerse entender por gestos, aún estando seguro de que no era un problema de comprensión.

‘Sal de ahí, estúpido’, escuchó a su espalda, al tiempo que una mano le quitaba del medio. Al girarse se topó con el gesto desencajado del jefe, que de una patada cerró el cajón y con un chasquido de dedos señaló el camino al músico, mientras se acercaba a sólo unos centímetros de su cara, mirándole con ojos nublados de ira y sin mediar palabra. Intimidado, el chico dobló la banqueta y, sin tiempo a guardar el instrumento, se arregló para recoger todo atropelladamente y largarse. Algo más lejos se giró gritándole algo al jefe, que tras mirar a Raúl con desprecio regresaba al interior.

Luego vino la charla, preguntándole con sorna a qué venían tantos remilgos,  que el centro no era una ONG y que o aprendía a sacarse de encima a esos rumanos o a buscarse otro trabajo, que los clientes estaban para cuidarlos y no para que les molesten. A Raúl se le disparaba el pulso, pero tragaba saliva, pensando que mejor dejarlo, hacer sus horas y volver a casa con los euros. El resto de los días fueron algo más tranquilos, pero las bromas no paraban y siempre el Raulcito de marras al final de cada frase. Mi amigo regresaba furioso, con un resquemor abrasándole por dentro, imaginando cómo le gustaría decirle cuatro cosas.

Raúl andaba inquieto, rumiando las frases del jefe, que se le quedaban girando en la memoria,  y los domingos a la tarde se le ensombrecía el ánimo pensando en el lunes. Su padre lo notaba y no tuvo más remedio que contarle, aún ahorrándole detalles, que no era cuestión de describirle las humillaciones. El padre le dijo que, en la vida, había que endurecer la piel, que no sería el último amargado con el que se iba a encontrar y que uno debe aprender a tirar para adelante, sin dejar que le coman la moral.

Aquella tarde, nada más verlo a través del cristal de la puerta notó los nervios agarrándole las tripas. Sería algo más joven que el del otro día, unos veinte años. Colocó su banqueta en el mismo sitio y empezó a sonar el acordeón. Raúl rezó para que su jefe no estuviese en la sala de las cámaras. ‘Ya sabes lo que hay que hacer, Raulcito’, le llegó su voz pausada, casi susurrando, cerrando la frase con uno de sus chasquidos.  Salió a la calle y se acercó. El chico le miró y se detuvo. Tenía los ojos negros y pequeños como granos de café. Una moneda de cincuenta céntimos sobre el forro rojo del cajón. Raúl se quedó parado. El chasquido de su jefe volvió a sonar en su oído, y otra vez más, como latigazos al aire, el pulso se le disparaba, las lágrimas se le venían a los ojos de rabia y los puños bien cerrados, apretando fuerte para no mover un músculo, escuchando el acordeón.

El chasquido del jefe

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