
Las instrucciones de mi padre eran precisas: ‘Si os perdéis, vais a la caja y decís vuestro nombre’. Camino de Vigo, los cinco le escuchábamos aburridos desde los asientos de atrás, cansados de las tácticas de familia numerosa. Rara era la visita al Corte Inglés en la que no desaparecía alguno de mis cuatro hermanos. Curtidos en sustos, mis padres no perdían la calma y se limitaban a recogerlo al acabar las compras. De regreso al parking, entre bolsas y paquetes, nos contaban de nuevo, asegurándose de que montábamos todos en el Renault 18. En verano, ocurría lo mismo en el camping. ‘Una niña con bañador de estrellas y fanequeras rosa, que responde al nombre de Sonia espera en recepción’, se escuchaba por megafonía. Mi padre soltaba el periódico, levantaba la vista al cielo y me miraba. Como hijo mayor, me tocaba pasar a reclamar a mi hermana Sonia, la más aficionada a alejarse de la caravana para perderse entre pinos y tiendas de campaña.
Valiente, en una familia de miedosos. Emprendedora, en una familia a plazo fijo. Práctica, en una familia de dispersos. De pequeña gateaba por el pasillo de casa, arrastrando su panza sobre la moqueta, el estilo militar le valió el mote de Tanqueta, del que logró desprenderse con los años y las dietas. Atrevida e inconsciente a partes iguales fue la primera en aprender a tirarse de cabeza a la piscina, a montar en bicicleta sin ruedines y la única de la familia capaz de cambiar una rueda del coche sin ayuda y de entender todo lo que te piden que hagas cuando pasas la ITV.
De niña se paseaba con la falda plisada y el jersey azul marino de las franciscanas y esas gafas redondas sobre la punta de una nariz diminuta, siempre a punto de escurrirse. En cuanto se liberó de las monjas respiró aliviada y aprendió a colarse entre las rendijas de libertad que daba el instituto, tomándose con relax la obligación de ir a clase. Los gemelos recuerdan como se presentaba voluntaria para recogerlos a la salida del colegio, consiguiendo una coartada para darse el lote con algún noviete, mientras dejaba a los enanos en las pistas del Pabellón.
Se empeñó en estudiar Fisioterapia, pese a que la media no le daba. Tras algunas vueltas, encontró la manera, pero tuvo que mudarse a Ponferrada, a un piso helado con un pasillo interminable, cortinas pesadas de película de terror y cuadros de cacerías. Llegó llorando de pena y se marchó suspirando de nostalgia. En el Bierzo, encontró buenos amigos y una profesión de la que se enamoró y, tras un etapa corta de aprendizaje, decidió que no estaba hecha para enriquecer a otros y abrió su clínica.
En una familia donde ninguno repasamos la cuenta en el restaurante, Sonia sabe de ofertas, precios y promociones, entiende lo que cuestan las cosas, negocia, protesta y exige descuentos cuando la calidad no es la convenida. Si el resto evitamos crear situaciones de tensión, mi hermana se crece en el pollo. Este verano logró bajarse del crucero sin pagar las propinas, después de una queja incendiaria en el mostrador de atención al cliente. Eso lo ha heredado de mi madre, capaz de tirar de las orejas al camarero del café más pijo si se atreve a servirle un cortado sin una pasta para mojar.
Rodeada de hipocondríacos, Sonia adora asustarnos contándonos con pelos y señales todas las enfermedades terribles que conoce y puntualmente nos pone al día de los amigos ingresados o de las muertes de la provincia. Su espinita es no haber estudiado Medicina; recientemente amagó con volver a la universidad, pero el plan Bolonia no está hecho para madres y se lo pensó dos veces. Terca y segura de sus decisiones, me jugaría un brazo a que se acabará matriculando.
Desde sus tiempos de Tanqueta adora la velocidad. Cada dos años, un coche nuevo. Quizá la afición a acelerar le llevó a alguna decisión precipitada en su vida, pero tuvo valor para rectificar y encontró a un copiloto con el que formar una familia. Ahora tiene un hijo que agota su batería y convierte su vida en una ciclogénesis permanente, aunque le basta un pestañeo para derretirla. Siempre está si la necesitamos, sin embargo, mis hermanos y yo a veces la echamos de menos porque, cuando los Mojones nos atascamos, sólo ella sabe como ponernos en marcha.