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2016

A Coruña, 31 de diciembre de 2016

Desde el tejado de diciembre
despido el año en el que firmé las paces conmigo.
Se van viajes que me han traído más cerca de lo que estaba.
Llego a este último piso
disparando historias que estallan en cristales,
que cuentan la única historia posible
la que da miedo escribir.
Ahora lo sé: la memoria son palabras.
Este año es un mar que desemboca en un río,
la copa de un árbol, el reloj roto, la luna azul.
Ahora tengo tiempo para no empezar nada,
para quedarme en blanco y explorar los cielos de mi casa
para besar fuerte los lunes y los martes
tiempo para recuperar al amigo que olvidé
y plantar juntos un árbol de recuerdos
para quedarme
y doblar la esquina de los días que estreno contigo.
Justo antes de abrir la puerta me giro.
Hace tanto tiempo que aún estamos todos.
Sonrío, antes de seguir.

El arte de la Concepción

mama

La cola de clientes llegaba a la puerta de la sucursal, pero mi madre me escuchaba sin inmutarse. Yo, un mocoso de ocho años, apenas levantaba para verla al otro lado del mostrador. ‘¿Llevas la ropa de judo?, ¿te has acordado de tomar el sobre de frenadol?’, y así pregunta tras pregunta, con calma, ajena al jaleo de la oficina. Detrás empezaban a desesperarse, levantando la vista, resoplando y lanzando miradas de ‘señora-nos-atiende’. La escena, habitual durante sus años trabajando en la caja, resume su filosofía de vida: el trabajo importa, pero la familia es lo único que no puede esperar.

Desde que se jubiló suele llamarme por teléfono a las once o doce de la mañana, y me pregunta: ‘¿Qué haces, hijo?’. Le contesto que trabajar, como si le diese una noticia. Nada le importa que me haya cogido en una rueda de prensa o en una reunión con mi jefa, empezará a contarme que mi padre ha vuelto a salir solo al monte y cualquier día le pasará algo o que el fin de semana se acercaron a Chaves a comer el bacalao a la brasa, pero que ya no lo hacen como antes. Si me nota apresurado, me reprenderá sin contemplaciones: ‘¿Ocupado? Anda, anda, ni que fueras ministro’, dejándome claro que, a mi edad, aún no me he aprendido las prioridades.

Cuando mi madre llama, no podemos hacerla esperar. Si tardamos en contestar, lo intentará cada dos minutos, luego probará el fijo y, si sigue sin haber respuesta y has olvidado avisarla de que no estarás disponible, empezará la operación ‘localizando-al-hijo’. Primero los novios, luego los hermanos y después se lanzará  a contactar a amigos y parientes cercanos, antes de tirar de agenda para movilizar a instancias mayores. Casi todo nuestro círculo cercano ha recibido, en algún momento, una llamada suya preguntándole por nosotros.

Tras la familia, la segunda cosa más importante en la vida de mi madre es el café y la tostada de la mañana. Hace cuarenta años que no desayuna en casa. Levantarse y empezar el día hojeando La Región en el Xestal, su bar de cabecera, es su pequeño placer cotidiano. Si está de viaje, lo bien o mal que vaya el día dependerá del desayuno. No importa la ciudad en la que estemos: planificar los desayunos es la única tarea imprescindible. En París casi le provoca una crisis de ansiedad a una camarera del Starbucks, devolviéndole el café todas las veces necesarias hasta conseguir que le cambiase el vaso de cartón y el palito de madera por una taza y una cuchara y que la mezcla de leche, café y espuma tuviese las proporciones ‘correctas’, como dice ella.

A mi madre le gusta Bertín Osborne cuando saca a los mariachis, la revista Mía y el actor que sale en  El Príncipe. Le encanta decirme que he engordado y, un minuto después, cebarme con su ‘cena-total’, cuando sacude el frigorífico y pone todo sobre la mesa -desde una crema de verduras, hasta los restos de un guiso, pasando por un variado de entremeses-. A mi madre le fascinan las gafas de sol grandes, como de Ava Gardner, y regalarme americanas de Massimo Dutti  -siempre marrones o azul marino- para que me arregle un poco. No perdona que falte alguien el día de su santo y siempre lía a mi Lama para pedir una tarta de queso a medias, que la acabo comiendo yo.

Le gusta venir a Coruña y cambiarme todo de sitio en la cocina, además de pasear por la casa repitiendo ‘¿y no tienes un…?’.  También le encanta competir en secreto por ser la abuela favorita de Victoria y Adrián y que nos reunamos en Vigo, aunque preferiría que nos viésemos algo más en Ourense, que se nos va a olvidar de dónde venimos. Últimamente nos quiere convencer para que compremos entre los cinco una casa cerca de la playa, pero no en algún monte apartado, como querría mi padre, sino cerquita de un pueblo con una buena calle comercial, donde ir de escaparates y heladerías.

Regaña al camarero si le sirve un café sin una pasta, llena la puerta de la nevera de artículos sobre las propiedades del aguacate y le da una rabia enorme que olvide devolverle los túpers. No soporta que descuide la barba, que suba fotos de ella a facebook o que nos movamos demasiado mientras subimos en ascensor. Adora que le haga preguntas sobre la familia de Argentina y le gustaría tener valor para viajar a Buenos Aires, pero le aterran los aviones.

A mi madre la crió Camila, una de sus hermanas mayores. Llegó a una casa sin hijos y, nada más poner el pie en ella, nacieron seis. Creció en una familia numerosa y quiso tener la suya propia. Lo consiguió. Mi madre se llama Concepción y, con esta historia, su nombre suena a título ganado por su don  para dar vida.

A medida que mis hermanos y yo nos hacíamos mayores, ella soñaba con cinco bodas por la iglesia. Sin embargo, ha aprendido que los padres tienen sus planes, pero los hijos aparecen con los suyos propios y lo ponen todo patas arriba. Ahora está encantada con su familia de yernos, sin novias ni altares. Sabe que vivir es entender que los tiempos cambian y que sólo hay una norma que merece la pena cumplir a rajatabla: ayudarnos a encontrar nuestra manera y, cuando todos lo hayamos conseguido, asegurarse de que la seguimos necesitando, cada día más cerca.

El arte de la Concepción

Una familia sin sobremesas

navidad

A nosotros nos encantaría ser una familia de sobremesas, pero la prisa nos puede. Lo hacemos todo al ritmo de mi padre, que vive en algún lugar entre el apuro y la impaciencia, como si alguien le persiguiese o le esperasen siempre en otro sitio. Esta Nochebuena nos propondremos de nuevo tener una cena lenta, de conversaciones largas y reposadas, demorándonos en los postres mientras desmigamos el corcho del cava y las historias se suceden entre silencios y uvas pasas. Fracasaremos. Nuestra cena se parecerá  más a una yincana frenética y ruidosa, una prueba de velocidad con mi padre gritando ‘vamos, vamos, vamos’. Cuando el Rey empiece su discurso, iremos por el segundo plato y el Flecha reclamará ya el postre con la mirada, temeroso de que, en algún hogar de la península, alguien pueda estar adelantándose con el turrón. Podríamos ser, sin saberlo, la familia de España que antes se levanta de la mesa la noche del 24.

Hace tres años decidimos que pasaríamos las Nochebuenas en casas rurales. La idea buscaba liberar a mis padres de la carga de la organización y disfrutar de más tiempo juntos, sin nadie atrapado en la cocina o rebuscando centollos en oferta. Por ahora nos ha tocado Vila de Cruces, cerquita del monasteiro de Carboeiro;  Trives, en una casa de gaiteiros a dos pasos de Cabeza de Manzaneda, y Celanova. Este año iremos a Boborás, a una casa de la que sólo sabemos que sus dueños crían dálmatas. Todos esos cachorritos contribuirán a elevar aún más el nivel de azúcar en sangre de estas fechas, eclipsando los regalos para nuestros sobrinos.

Como un buen thriller, la Nochebuena está llena de momentos de tensión, empezando por la llegada. No hay gps que corrija el ‘gen Mojón’, y planea siempre sobre nosotros la duda de si todos seremos capaces de dar con la casa. Sea como sea, la Navidad en familia comienza con alguno de mis hermanos perdido en una pista forestal, recibiendo indicaciones contradictorias por el móvil y gritando: ‘Por favor, no me habléis todos a la vez, que no os entiendo’.

Por supuesto, el Flecha llega a la casa de mañana para inspeccionar los alrededores. Adora recibirnos y contarnos donde está cada cosa, como si llevase cinco años viviendo allí y fuese el guía oficial. ‘¿No habéis visto todavía el estanque de la parte de atrás? Vaya…’, nos dice, haciéndose el interesante. Sin tiempo a soltar la maleta, nos urge a dar un pequeño paseo para abrir el apetito. A zancada limpia nos acerca a algún bar próximo y, antes de pinchar la primera aceituna, estamos regresando porque cree que se hace tarde y la comida está en la mesa. El tramo de sprint es la cena.  En Nochebuena, no es extraño que se una algún amigo sin parientes en Galicia. Duele ver sus esfuerzos por seguirnos el ritmo, tanto en la velocidad a la que pasan los platos como para meter baza en las conversaciones. Agotados terminan.

Tras la cena, llega el jo,jo,jo. Toca apagar la luz, correr a escondernos y montar un cierto barullo para distraer a mis sobrinos, Adrián y Victoria. Entonces, mi cuñado Marcos se escabulle a colocar los regalos bajo el árbol y, mientras esperamos agazapados, se escucha un  jo,jo,jo, grave, atronador, bíblico, un sonido de tenor siniestro. Sonia intenta endulzar los efectos especiales haciendo que suene en el móvil algún vídeo con campanillas. Sin embargo, ese jo, jo, jo de ultratumba lo llena todo. Mis sobrinos se estremecen y suspiran aliviados cuando el señor Noel y su garganta cavernosa siguen su camino. Al momento se enciende la luz y se vuelven locos rasgando paquetes. Mientras tanto, los mayores fruncimos el ceño y repetimos que deberíamos detener este festival consumista por que, entre tanta cosa, no aprecian nada. Dicho esto, empezamos a competir por el título de mejor tío de las Navidades, empujando a los peques a que digan que el nuestro es su regalo favorito.

Los mayores hace años que abandonamos el ‘amigo invisible’, juego insípido donde los haya, y nos pasamos al pongo, una variante con más emoción y picardía. Las reglas son sencillas. Se fija un importe máximo y cada uno compra un regalo, pero no sabe para quién será. Debe ser algo, por tanto, que no entienda de edad o sexo. Todos se apilan en un montón. Se reparten cartas y la persona con el número más bajo empieza eligiendo. El afortunado puede quedarse con el paquete que más le guste de entre todos, pero pronto veremos como su supuesta ventaja no es tal.

Por ahora no abrirá su regalo. Nadie lo hará hasta el final. El segundo escoge uno del montón, pero puede optar entre quedárselo o cambiárselo al primero. El tercero, de igual modo, escoge el suyo y puede conformarse o intercambiarlo con el segundo, y así sucesivamente. El último, al que no le quedaría más que uno, es el jugador con más suerte ya que puede resignarse a aceptar el que le queda o cambiarlo por otro de cualquiera de  los participantes. De esta manera nadie sabe hasta el final si podrá retener el que ha elegido. Año tras año, vamos perfeccionando las técnicas de empaquetado para disimular lo que guarda en el interior, lo que hace del pongo todo un juego de estrategia. Por ahora, mi balance es un par de raquetas de pingpong, un altavoz wifi y una plancha de viaje (por estrenar) y no he sido el peor parado.

Hay familias que van a misa el 25. Nosotros salimos al monte. Como boas constrictor que no han tenido tiempo de digerir su cena, el día de Navidad -después de la foto oficial- nos calzamos las botas y seguimos al Flecha, confiando en que la ruta de este año, ¡por el amor de dios!, esté señalizada y que alguien se haya acordado de consultar la previsión del tiempo.

El tema de conversación también es una tradición y varía entre el repaso a enfermedades -habitual en nuestras reuniones familiares- y los propósitos para el año 2017. Sara nos avanzará a qué selva asiática viajará este verano; Rebeca desvelará la terapia que ha elegido en su estrategia para ser inmortal; Alex se pasará la andaina quejándose de su trabajo, de sus anginas, de su piso, de su corte de pelo, hasta que se dé cuenta de que se ha quedado solo, y Sonia … En realidad, Sonia lo habrá vuelto a hacer. Habrá encontrado una excusa para ir en coche. Ausente de la conversación, mi padre caminará cien metros por delante y, en lo alto de cada cuesta, se girará y nos mirará sacudiendo la cabeza. La pobre de mi madre no podrá meter baza, conformándose con escuchar la batería de tratamientos de estética con los que mis hermanas intentan devolverla a la adolescencia. ¿Y yo? No sé, pero quizá me esté preguntando qué tiene esta familia para no dejar de escribir sobre ella.

 

Una familia sin sobremesas

Twin connection

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En casa, nadie contaba con que el número de hermanos se fuese a mover y la noticia llegó como un huracán. A mí no me parecía para tanto, pero me hacía gracia que fuesen a ser dos. Me sentía original, protagonista, viendo como todo el mundo se asombraba y levantaba las cejas al oír la palabra gemelos. Entonces, no entendía el gesto de preocupación de mis padres, aunque ahora lo veo normal. Uno no pasa de tres a cinco hijos sin fruncir un poco el ceño. Después de aquellas Navidades, nada volvió a ser lo mismo. Cambiaron las habitaciones, se vendió el coche, perdí el derecho a cuarto propio y ya no bastaba una persona sola para cuidar de nosotros. Hasta tuvimos que prescindir de la caravana. Eso sí que me dolió.

Que fuesen niño y niña lo vi como un fraude. Precisamente, lo mejor de que fuesen gemelos era tener dos copias de una misma persona. Yo los imaginaba vestidos iguales y me relamía con la cantidad de bromas que se me ocurrían. Cuando me dijeron que serían mellizos, me sentí estafado. Al final, sería simplemente como tener dos hermanos normales, pero de una vez.

Nacieron un 15 de diciembre hace 31 años. Sara se había tragado casi toda la comida, así que Álex salió tan flaco que tuvo que quedarse en el hospital. Viéndolo en la incubadora me obsesioné con el tamaño de su cabeza, como una chincheta enorme, roja y arrugada, uno de esos marcianitos imaginados por Tim Burton para Mars Attack. Al final, se recuperó pronto y el 24 pudimos celebrar nuestra primera Nochebuena como familia de siete. Además, poco a poco, el cuerpo de mi hermano fue creciendo y su cabeza adquirió una escala normal.

Luego llegaron los gatches: la silla para dos, el Renault 18 con tres filas de asientos, las literas en las habitaciones, todo se volvió grande o plegable. A mi padre, le dio una fiebre de ahorro y compraba sólo ofertas 2×1 y cajas gigantes de fruta, como si necesitamos víveres para sobrevivir a un desastre nuclear. Yo odiaba aquella manera de abastecernos, que nos obligaba a tomar naranja de postre día sí y día también. Además, el pobre empezó a trabajar por las tardes y, por si fuese poco, se instaló en casa una señora para cuidarnos, a la que, siendo honestos, no soportábamos.

Para mí, mis hermanos eran sólo los responsables de ese olor a polvos de talco y colonia que lo impregnaba todo, hasta mi ropa. A lo sumo, encontraba divertido asomarme para ver como los bañaban, tocarles el cráneo para notar esa zona blandita de la cabeza o empujar el carro biplaza Avenida de Buenos Aires abajo, encantado de que todo el mundo me mirase, como si llevase una BH nueva.

Ellos fueron creciendo y yo me hice adolescente, una edad en la que mi mundo era mi ombligo. Me acostumbré a ser familia numerosa, a enseñar aquel carné que nos daba descuentos en el tren, a quedarme a estudiar bajo un flexo mientras Alex dormía, a escuchar a todas horas ‘da-ejemplo-a-tus-hermanos’, a vivir en el ruido, a las peleas por tener sitio en el sofá, a defender mi posición de primogénito a la hora de elegir qué ver en la tele, a correr para ducharme el primero y asegurarme el agua caliente y, sobre todo, a que nada fuese totalmente mío. En realidad, cuando pienso en esa etapa, no creo que hayan cambiado demasiado las cosas, quizá mis padres se han relajado y ahora aceptan que la unidad familiar no peligra por dejar migas en el sofá.

En mi casa aprendimos que la twin connection nada tiene de leyenda. Los gemelos crecieron compartiendo colegio, pandilla, sillón en la parte de atrás del coche, confidencias, viajes y hasta gripes, enfermando y sanando de manera sincronizada. La vida debe de ser distinta cuando uno crece en compañía de alguien con el que pasa por todo al mismo tiempo. Al llegar a la universidad, a Sara empezaron a gustarle los bares de cerveza y futbolín y a Alex los de mojito y reguetón; a ella, las vacaciones de mochila y Ryanair y a él las de tumbona y playa; uno acabó en la moda y otro mirando a través de un microscopio. Sin embargo, nada ha cambiado. Ese hilo invisible sigue ahí, tan largo como sea necesario para comunicarse de ciudad a ciudad, de país a país.

Cuando mi Lama conoció a mi familia, los gemelos le fascinaron. Si vamos a ver a mis padres, lo primero que me pregunta es si estarán Álex y Sara. Le encanta ver la química que se crea cuando están juntos; como esos amigos con los que podemos ver tan de lejos lo que dirán que nos sobra tiempo para preparar la réplica perfecta, personas con las que la confianza es tal que el concepto pasarse de la raya ni siquiera tiene sentido. Si algo he aprendido de gemelos es que no tiene nada que ver con ser iguales, sino con ser únicos y conectados, todo al mismo tiempo, como si se completasen de una manera tan perfecta que hubiese tres versiones de ellos: Álex, Sara y los gemelos.

Hace poco leí en una revista científica un reportaje sobre dos hermanos que habían nacido unidos por la cabeza y que compartían un tálamo, una parte del cerebro que controla sensaciones físicas y motoras, de tal manera que uno podía oír los pensamientos del otro e incluso ver a través de sus ojos. Aunque, hasta donde yo sé, Álex y Sara tienen cada uno su propio tálamo, basta con escucharles para entender esa conexión, la misma que les permite explicarnos al resto cómo piensa y siente de verdad el otro, sin miedo a equivocarse, con la seguridad que les da saber que no sólo han salido del mismo lugar, sino también del mismo momento.

Twin connection

No es mi pareja; es mi novio

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‘Nacho tiene un novio que es gay’. La enrevesada frase con la que mi amiga hablaba de mí me dejó confundido. Ella se dio cuenta del extravagante circunloquio e intentó arreglarlo. ‘Quiero decir, mi amigo es gay también, claro. Lo dos lo son: él y su novio’. Todo el mundo en la mesa asintió con naturalidad fingida  y siguió comiendo, mientras repasaban el galimatías.

La palabra novio, a veces, intimida porque delata el género. En relaciones entre dos chicos o chicas, todavía se escucha hablar de ‘mi pareja’, expresión que no puedo detestar más -seguida por la de ‘mi chico’-. En realidad, el uso de ‘pareja’ nada tiene que ver con la elección de un sustantivo apropiado para una relación formal, sino que es una decisión estratégica, relacionada con el miedo a declararse abiertamente gay en el curso de una conversación. Mi pareja puede ser chico o chica, por lo tanto, esa palabra protege el ‘secreto’ y nos permite referirnos a  él/ella desde una confortable ambigüedad. ‘¿Qué hiciste el domingo?’, nos pregunta el jefe. ‘Nada especial, fui con mi… pareja al cine’. Pueden estar seguros de que, detrás de esa palabra-máscara, se esconde no pocas veces alguien que habrá salido del armario, pero lo mantiene abierto para entrar de vez en cuando.

Por supuesto, esto no es un reproche contra quienes la usan. Yo también me he vestido con trajes de esa tela, y de colores más opacos aún. Sólo se trata de evidenciar la dimensión política del lenguaje, la importancia de las palabras que elegimos, que pueden ser un acto de afirmación o una trinchera en la que refugiarnos. ¿A cuántos heterosexuales hemos escuchado presentarnos a su novia/novio como pareja? El término tendría en esa frase un tufo casposo. Como excepción, ‘pareja’ encuentra acomodo para referirse a los matrimonios ‘de hecho’, aquellos que no han pasado por el altar o el juzgado, a falta de una palabra mejor en castellano.

Entre las personas de la generación de mis padres, he escuchado más de una vez hablar de ese tío de la familia que tenía ‘un amigo’ y se marchó a Holanda. Entonces, un leve cambio en el tono de voz o un gesto cómplice en la mirada basta para entrecomillar la palabra ‘amigo’, dando a entender de qué tipo de amistad hablamos, sin que quien lo cuenta sienta que compromete su moral siendo más explícito.

‘El amor que no se atreve a decir su nombre (Love that no dare to speak its name)’, escribió Alfred Douglas, amante de Oscar Wilde, en el poema Two loves, usado como prueba contra Wilde en su juicio por homosexual en la Inglaterra del siglo XIX. Estos eufemismos y palabras tabús me hacen pensar en un capítulo de Maurice, la novela de E. M. Foster publicada en 1910, llevada al cine por James Ivory. En ella, un estudiante en una clase de Cambridge lee en alto fragmentos de ‘El Banquete’ de Platón y, llegado a cierto punto, el profesor le interrumpe diciéndole: ‘Omita el innombrable vicio de los griegos y continúe, por favor’. Siempre ha sido así: lo que no se dice no existe.

Durante el debate previo a la aprobación de la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, quienes rechazaban este avance social concentraban su oposición en evitar a toda costa que se llamase ‘matrimonio’. Podrían aceptar cualquier otra denominación, pero jamás matrimonio. La homofobia se camuflaba bajo un debate inocente o técnico, como si los obispos se hubiesen echado a la calle por una mera cuestión de léxico. ‘Pero qué más os dará que le llamemos unión’, nos reprochaban entonces, como si nuestra demanda fuese la pataleta de un niño malcriado al que se la antoja el juguete del hermano.

El lenguaje construye la realidad y dos palabras diferentes remiten a dos realidades distintas. Aprendamos una palabra y aprehenderemos un concepto. Destruyamos una palabra y estaremos haciéndonos más pequeños. El lenguaje es portador de ideología y se infiltra tan sutilmente en nuestros pensamientos que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de las estructuras mentales homófobas, sexistas o racistas que aceptamos al emplear determinadas palabras. Ser conscientes es el primer paso para cuestionar una visión de las cosas que otros han elegido por nosotros.

Cuando llamamos al trabajo para avisar de que llegaremos tarde porque debemos acompañar a nuestra pareja al médico, si la palabra ‘pareja’ desplaza a  ‘novio’ o al nombre de esa persona,  esa elección en apariencia banal, automática e inconsciente lleva la marca del miedo, la vergüenza y la culpa, las tres vigas sobre las que se sostiene la historia de la homofobia. Reconquistemos las palabras y estaremos haciendo algo tan grande por la visibilidad como ocupar la Cibeles con carrozas de colores.

No es mi pareja; es mi novio

El ‘grand tour’ de sol, ruinas y camping gas

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Si ciertos viajes nos graban imágenes inolvidables, nuestro grand tour por Italia nos dejó un olor que nos acompañará para siempre: el de un coche con cinco veinteañeros de talla hermosa, apretados como espárragos en bote, con el maletero a rebosar de conservas y bien macerados tras quince días de carretera en plena canícula de agosto. Amigos de la facultad, comenzábamos a trabajar y aquellos sueldos magros nos permitieron una aventura de sol, ruinas y camping gas, un viaje alejado de refinamientos, pero con la magia de las primeras veces, que nos descubrió un país maravilloso al que no hemos dejado de regresar y que, por uno de mis habituales despistes, comenzó a trompicones.

Habíamos reservado un coche de alquiler en la oficina del aeropuerto y yo era el responsable del traslado desde Santiago. Despertamos con un humor excelente, sobreexcitados ante la perspectiva de dos semanas de vacaciones en el extranjero, sin embargo, mi Ford Fiesta no aparecía por ningún lado y pronto cundió el pánico. Por más que recorría la acera de arriba a abajo rascándome la coronilla, no lograba recordar donde había aparcado. El resto comenzaba a impacientarse. A punto de tirar la toalla, alguien telefoneó al depósito de la grúa y voilà. Al momento, me exiliaron al asiento de atrás, puesto que no abandoné en todo el viaje.

El retraso se compensó con una noticia que nos salvó. Los vehículos de la gama reservada se habían agotado y, por el mismo precio, nos entregaron un Peugeot 406, considerablemente más espacioso. No quiero imaginar qué habría ocurrido de haber tenido que embutirnos los cinco en el Megane contratado. Resuelto el alquiler, sólo faltaba que alguien compusiese un puzzle imposible:  cerrar el maletero con cinco mochilas, dos tiendas de campaña, el hornillo, los sacos y el resto de bártulos del camping. Nadie sabe cómo, pero Nacho Viñas encontró la solución. Cada objeto ocupaba su lugar y, como un director de obra, supervisaba todas las mañanas que el rompecabezas encajase. Los cinco recibíamos el click del maletero con un suspiro de alivio.

La primera noche en una pensión de Lleida nos sirvió para poner las cartas boca a arriba y dejar claro el nivel de ronquidos que cada uno aportaba al viaje, lo que provocó un cierto revuelo por la organización de las tiendas. Afortunadamente, teníamos dos comodines perfectos para repartir a los trombones de la orquesta. Por un lado, Xurxo, que podía ocupar cualquier tienda ya que no dormiría de ninguna manera y, exactamente por el motivo contrario, Nacho Viñas, capaz de sestear a pierna suelta mientras el Camp Nou celebra una Champion. No era extraño que, cenando a oscuras en el camping, la voz de Viñas desapareciese de la conversación y, al enfocarlo con la linterna, lo encontrásemos frito, reclinado sobre la rueda del coche.

Tras cruzar las prohibitivas autopistas de la Costa Azul, entramos en Italia a través de las carreteras de Liguria, asombrados antes las mansiones que se asomaban al Tirreno, ocultas entre pinares, lujosas villas en las que uno tenía la impresión de que saldría Sophia Laurent al balcón a saludarnos. Acampados cerca de Genova, visitamos pueblos por encima de nuestras posibilidades, como el lujoso Portofino, donde apenas pudimos permitirnos el ticket del aparcamiento por miedo a descuadrar el presupuesto.

A medida que consumíamos kilómetros se iban asentando las reglas del viaje. La primera prohibición inquebrantable: dormirse en el coche. Todos debíamos dar conversación al conductor. Aunque a nadie le faltaba talento para esa tarea, las noches cortas, el descanso frágil en la tienda de campaña, las resacas y el calor asfixiante hacían irresistible el cabeceo. Sin embargo, en veinte días, no conocimos el silencio y no gracias a los espressos dobles, sino a Xurxo. Si alguien cerraba los ojos, le espabilaba al momento con un codazo directo en las costillas.

La pasión por la cultura fue el segundo calvario. Pronto se establecieron dos bandos y un arbitro intermedio. Xurxo y Manolo, insaciables devoradores de ruinas y, frente a ellos, Eliseu y yo, más interesados en el turismo de terraza y sombra, en la caza de pizzerías con ofertas o en localizar playas donde zambullirse al acabar el día. En algún punto intermedio se situaba Nacho Viñas, quien, aunque moderado en casi todo, se mostraba misteriosamente atraído por el interior de las iglesias, asomándose a toda cuanta capilla aparecía en el camino, sin que consiguiésemos adivinar qué era exactamente lo que buscaba.

Atrás quedaron Genova, Florencia, Pisa, Siena, San Gimmiliano y quién sabe cuantos pueblos imprescindibles más de la Toscana y, al final, el atracón de monumentos me tumbó. El segundo día en Roma, supliqué que se me permitiese quedar una tarde en el camping a echar una siesta, ante la mirada atónita de Xurxo y Manolo, que veían incomprensible que su plan de termas y catacumbas no me volviese loco. Rendido, me desplomé en una hamaca de la piscina, hasta que el socorrista me despertó cinco horas más tarde.

Con más elegancia solía zafarse Eliseu de museos y palacios. Sin ruborizarse, aseguraba que lamentablemente su cerebro no estaba preparado para absorber tantos estímulos artísticos de golpe y que, cuando observaba un solo cuadro, extraía tal cantidad de datos que se saturaba al momento. A veces he intentado copiar esa respuesta, pero no resulto creíble. Supongo que me falta la prestancia que a Eliseu le da el haber crecido en las aulas de un conservatorio.

El menú de la cena se convirtió en otra de las reglas inamovibles del viaje. La necesidad de economizar no debía empañar el espíritu de la expedición, así que cada noche cocinábamos una especialidad italiana, que siempre era pasta del súper con salsa de bote. Por las mañanas, tocaba pan de molde con Nutella, raciones medidas para mantenernos a raya a los glotones. Tras el almuerzo, la hora de recoger. Con la práctica llegamos a batir récords desmontando el campamento, dejando solo a Eliseu, abrazado a la colchoneta sobre la que dormía para desinflarla, mientras el resto le animábamos desde el coche tocando el claxo.

A mitad del viaje, los del sector recreativo ganamos una batalla decisiva a la facción monumentos, convenciéndolos para regalarnos  un par de días ‘libres de cultura’ en Ancona, con la excusa de visitar a una amiga-Erasmus de Eliseu y sin más plan que cerrar las guías y encontrar alguna playa de arena, en lugar de esas incómodas calas de piedra, tan monas para las fotos. Tumbados en las toallas, descubrimos que la depilación masculina había llegado para quedarse y nos consolábamos, mintiéndonos unos a otros, diciendo que debíamos resultar tremendamente exóticos entre tanto pecho desplumado.

El Baila Morena de Zucchero sonaba en todos los chiriguitos y, disfrutando de Morettis en lata, nos aprendimos ‘Sotto questa luna piena‘ para presumir de italiano e integrarnos en los bares. Finalmente, la Erasmus apareció acompañada de otra amiga, atractiva, encantadora y aparentemente inofensiva, hasta que se reveló como una hooligan bravissima de Berlusconi, sin imaginarse el incendio que estaba a punto de provocar, ya que si algo nos subía la bilirrubina por aquel entonces, era una buena gresca política.

Con las pilas cargadas y la espalda roja, llegamos a una Venecia desbordada de turistas, donde celebramos la fortuna de encontrar sitio en un camping sin haber reservado. La alegría nos duró hasta las cuatro de la mañana, cuando con el corazón en la boca nos despertó el ruido ensordecedor de motores, descubriendo que estábamos bajo la ruta de despegue del Marco Polo, uno de los aeropuertos con más tráfico de Italia. Por si el castigo no bastase, una tormenta de verano nos obligó a pedir asilo en una caravana vecina. Dos días más tarde, acribillados por los mosquitos, abandonamos Venecia, prometiendo no volver a poner una pie allí hasta poder pagarnos un hotel.

Agotados de ciudades evitamos Milán y nos dirigimos al norte, en busca de la calma y el aire limpio de las Alpes. A orillas del Lago Maggiore y el de Garda, con la vista de las montañas de Suiza al otro lado, encontramos uno de esos campings donde las caravanas llevan años apoltronadas, con jardines recargados, repletos de macetas y enanos de porcelana, casetas de perro y cocinas exteriores forradas en madera, un campamento de lombardos pálidos y silenciosos, que parecían llevar generaciones veraneando en el mismo lugar y nos miraban como intrusos.

Con las aguas heladas de los lagos en la retina regresamos a Galicia. Han pasado dieciséis años desde entonces  y, a esos cinco amigos, la vida nos ha alejado y acercado en ciclos imprevisibles, sin embargo, aquel grand tour sigue siendo uno de esos recuerdos que afloran en los reencuentros, parte del repertorio nostálgico que todo grupo maneja, con anécdotas repetidas, exageradas o idealizadas, pero dejando un buen sabor de boca, el de haber hecho juntos un viaje especial, una aventura que todavía hoy nos hace sonreír cuando la contamos.

El ‘grand tour’ de sol, ruinas y camping gas

Caracocha, la leyenda del roble sagrado

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La Caracocha (izquierda) y el monasterio de Santa María de Montederramo. Foto: Concello

El viejo roble protege al pueblo desde hace siglos, sin embargo, pocos conocen la historia de la Caracocha, este árbol sagrado al que razones no le faltan para figurar en el escudo de Montederramo, conservando en su tronco centenario la memoria de uno de los monasterios más poderosos de Galicia.

En los años que siguieron a las guerras con Portugal, la peste negra se infiltró en las tierras de Lemos y Caldelas, llevando a las casas miedo y muerte. Del priorato de Xunqueira a los montes de Queixa, llegaban noticias de ese mal que estampaba manchas oscuras en la piel de los contagiados y acababa con su vida entre fiebres terribles. Sin que curanderos ni boticarios dieran con el remedio, los contagios se propagaban como un incendio descontrolado, alarmando al mismísimo Pedro Fernández de Castro, hombre de confianza del rey Alfonso XI y poderoso señor de Sarria y Lemos.

Asustado por la ferocidad del brote, el noble veía como la peste diezmaba a sus vasallos, dejando casas vacías, campos sin cultivar y mermando sus ingresos. Preocupado por su propia seguridad se encerró con su familia en el castillo de Monforte, evitando contacto con el exterior. Sin embargo, el aislamiento no le protegió y la menor de sus hijas cayó enferma. Presa del pánico, Fernández de Castro envío a sus soldados a buscar a Pelagio, abad de Montederramo, monasterio conocido por contar con el boticario más sabio de la Corona. Este monje, de origen francés, se llamaba Bernardo y se había recluido en Montederramo en busca de un lugar tranquilo donde envejecer tras una vida atendiendo a enfermos en los hospitales de Toledo, donde se decía que no sólo había estudiado la medicina galena, sino también la islámica. Con paciencia, el monje había creado una botica llena de morteros, alambiques, básculas, frascos, tamices y hasta un horno para los destilados. Sin embargo, el tesoro de Bernardo era el huerto donde cultivaba hierbas de efectos poderosos y que contaba con un pequeño estanque en el que criar sanguijuelas para los sangrados.

Aterrorizado ante el estado cada vez más débil de su hija, el señor de Lemos advirtió al abad de Montederramo de que o encontraba un alivio a la peste o quemaría el monasterio y mandaría ajusticiar a todos los monjes. A su regreso, el abad se reunió de inmediato con Bernardo y le confesó que la vida de todos estaba en sus manos. El  viejo boticario y sus ayudantes se encerraron a trabajar sin descanso, preparando tisanas, aceites y emplastes, sin que nada apareciese. Fernández de Castro, siendo consciente de que el tiempo corría en su contra, se trasladó con su hija a la villa de Castro Caldelas, donde había mandado construir una fortaleza. Quería estar cerca del monasterio para no demorar el viaje si se hallaba el remedio.

En Montederramo, la amenaza de muerte del noble extendió el terror por toda la comunidad. Una mañana se dieron cuenta de que Samuel, el aprendiz más joven y con más talento del boticario, había desaparecido. Todos interpretaron su huida como una señal fatal. Sin duda había escapado convencido de que su maestro no daría nunca con la cura. Sin embargo, Samuel regresó diez días más tarde, acompañado de una anciana de ojos claros, con la cara cuarteada por arrugas hondas y terrosas y el pelo desmarañado del color de los topos. La presencia de aquella mujer levantó una oleada de murmullos entre los monjes, escandalizados por el atrevimiento. Nervioso, Samuel la presentó como Elvira de Boborás y confesó que había ido en su busca  porque de niño había crecido escuchando hablar de los milagros de una ermitaña capaz de curar la sífilis, la gota y hasta la lepra con la que regresaban algunos soldados.

Indignado al escuchar hablar de milagros, el boticario acusó a su aprendiz de blasfemo, de haber perdido el juicio por el miedo y convenció al abad de que debía encerrar a los dos, ya que, bajo ningún modo, debía una bruja entrar en la comunidad. Presionado, el abad los envió a las celdas de castigo. Sin embargo, las noticias de muertes seguían llegando, sin que Bernardo consiguiese avanzar. Los soldados del señor de Lemos visitaban cada día Montederramo y regresaban con las manos vacías. Desesperado y temiendo por la vida de toda la comunidad, el abad liberó una noche a Samuel y a la mujer en secreto, abriéndole las puertas de la botica.

Elvira pidió unas tijeras y, resguardada por la oscuridad, salió del monasterio, dirigiéndose a un roble plantado en el medio del pueblo, un árbol gigante al lado de una fuente modesta que servía agua a todas las casas. Con una agilidad extraordinaria, la mujer se encaramó al árbol y rebuscó entre las ramas, como si supiese exactamente cuáles debía cortar. Después se encerró en la botica. A la mañana siguiente entregó al abad un ungüento. Los soldados, que esperaban en el patio, regresaron al galope con el remedio para administrárselo a la hija del noble, a la que las fuertes fiebres apenas dejaban hablar.

Cuando el boticario descubrió lo ocurrido, montó en cólera, acusando al abad de haber llegado a un pacto con una sierva del diablo, y advirtiendo a todos de que Dios descargaría su ira sobre el monasterio, castigándoles por haber dejado entrar a una bruja a la comunidad. El miedo le permitió disponer a sus ayudantes contra el abad, convenciéndolos de que si seguía al frente les conduciría al desastre. De noche, el boticario y sus aprendices le apresaron y lo encerraron. Tras deshacerse de él, corrieron a la celda de Elvira, que sentada sobre su cama parecía esperar resignada su llegada.

Maniatada y desnuda la condujeron a la plaza y la ataron al roble. El ruido despertó a los vecinos, que salieron de sus casas estremecidos al toparse con los monjes y su prisionera. Amanecía y las primeras luces llegaban detrás del monasterio. Con los ojos inyectados de odio, el boticario se acercó con una antorcha y prendió fuego. Entre gritos que retumbaban en el valle, las llamas se alzaron, consumiendo a Elvira. Samuel se despertó sobrecogido y llegó corriendo a la plaza. El boticario dio orden de prenderlo, acusándolo de merecer también el fuego por haberse convertido en discípulo de ella.

Atado al mismo roble en el que Elvira acababa de arder, Samuel cerró los ojos y comenzó a rezar. El boticario se disponía a prender la hoguera cuando un silbido cortó el aire y una flecha le atravesó por la espalda. Samuel abrió los ojos y vio a un hombre a caballo con la ballesta en su mano y en la otra un escudo donde rápidamente reconoció  los seis roeles azules de la Casa de Lemos. El remedio había funcionado y el noble en persona y su guardia habían regresado a agradecer a la mujer que, con su sabiduría, había salvado a su hija.

Fernández de Castro liberó a Samuel. A su lado, las cenizas y la huella negra de las llamas sobre el roble. Al regresar al monasterio, pensaba apesadumbrado que la hija del noble se había salvado, pero el boticario había matado a la única persona que conocía el secreto contra la peste, que ahora seguiría segando vidas y extendiéndose por Galicia. Sin embargo, al entrar en la celda de Elvira, el corazón le dio un vuelco al ver lo que había grabado en el interior de la puerta de madera. Sin duda, había anticipado lo que ocurriría y, segura de su muerte, quiso dejar la cura de las hojas de roble.

Los preparados de Samuel curaron a cientos de enfermos, aunque la ‘muerte negra’ siguió cobrándose miles de vidas, sin que hiciese distinción entre ricos y pobres y hasta se llevó al propio rey Alfonso XI, infectado en el sitio a Gibraltar. El abad Pelagio nombró a Samuel boticario de Montederramo, y el señor de Lemos mandó que el roble apareciese en el escudo. En gratitud por haber salvado a su hija, el noble aprobó donaciones de tierras que acrecentaron el poder de este monasterio. La huella que las llamas dejaron en el árbol jamás desapareció. Esa cara del roble se secó con el tiempo y los vecinos lo bautizaron como Caracocha. Aún podrido en uno de sus lados, el roble creció vigoroso durante siglos, proporcionando remedios y sombra a los vecinos de Montederramo. Hace cuatrocientos años, la Caracocha ardió en un incendio. Entristecidos por la perdida de su símbolo, los vecinos plantaron otro roble en el mismo lugar. Como si se tratase de una reencarnación, el árbol creció expresando la marca de su historia, mostrando también una cara hueca y negra, memoria de la historia de Elvira de Boborás.

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El 1 de diciembre del año 2013, técnicos forestales de Medio Ambiente realizaron la medición oficial del diámetro de este roble centenario para incluirlo en el catálogo de Árboles Singulares de la Xunta de Galicia. El resultado: 4,80 metros. A partir de estos datos se estima que la Caracocha tendría cuatrocientos años. Los historiadores están convencidos de que, en el mismo lugar, hubo antes otro roble, lo que explicaría su presencia en el escudo del monasterio.

La Caracocha se relaciona con el origen del término Ribeira Sacra,  que aparece por primera vez en el documento fundacional del Monasterio de Montederramo y en el que figuraba ‘ryvoira sacrata‘  que se tradujo entonces como Ribeira Sacra, convencidos de que la denominación respondía a la concentración de monasterios en las orillas del Sil. Años más tarde, aplicando técnicas que permitieron una lectura más clara del documento, se apreció que no decía ‘ryvoira‘, sino ‘rovoyra‘, derivada de  la voz latina robur (roble), lo que respaldaría la tesis de que la Ribeira Sacra es en realidad el Roble Sagrado.

Sea cuál sea la historia y la leyenda, lo cierto es que la Caracocha  sigue hoy en la plaza y en el escudo del pueblo, velando por el futuro de Montederramo y su monasterio.

Caracocha, la leyenda del roble sagrado

La risa loca de Olga

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Decir no dice nada y, mucho menos, Olga le tira de la lengua, pero tiene el pálpito de que su madre se lo huele. El otro día le preguntó si dormía mal porque se le abría mucho la boca y ese frase bastó para subirle los colores. La mujer se habrá hecho su composición de las cosas y no le extrañaría que hubiese acertado. Una madre es una madre y, al final, en el pueblo son habas contadas. Además, aunque los hubiese visto con sus propios ojos, seguiría como si nada, que el mismo talento tiene para vigilar que para fingir. En el fondo, sabe que a su madre no le parecería mal y seguro que hasta reza para que encuentre a alguien bueno, que más miedo le da que se acabe quedando sola. Menudos ojos de pena le pone cuando la ve subirse al coche los domingos, con la niña en la silla y el maletero a reventar. Otra cosa sería que la gente se enterase. Entonces, su madre sería la primera en ponerla verde, que no iba a arriesgar su puesto de coronela de las viudas por una hija que se quiera dar una alegría.

Olga toma precauciones y tiene bien estudiadas sus fugas. Primero, el grifo del baño, señal de que se ha tomado la pastilla. Luego, los pasos, la puerta de su cuarto y, a los viente minutos de reloj, los primeros ronquidos, suaves, espaciados, nada que ver con la artillería de la mañana. Este sábado también esperó a oírla, pero quién sabe. Además, Rufo se ha habituado y no ladra. La primera vez le puso el corazón en la boca, pero el viejo chucho se ha convertido en su cómplice y apenas abre un ojo cuando la ve irse con las botas en la mano, como si supiese a donde se dirige. Lo que no se resuelve es lo de la puerta. Hace poco roció los goznes con aceite de cocina, pero se ve que el de oliva es bueno para todo menos para los chirridos.

En el fondo le divierte verse como una fugitiva, correteando de noche por las huertas. Al principio se sentía ridícula, pero el secreto engancha. Con cuarenta y dos a quién le importa lo que haga. A ella también se la ha llenado la boca mandando al carajo el qué dirán, pero a la hora de la verdad, el pueblo impone; y cuando más viejo se hace uno, más impone, y  el que diga lo contrario no ha vivido en uno. Si se hubiesen conocido en Coruña, todo habría sido fácil, corriente, pero quizás se habría terminado en dos jueves y medio, que ella se conoce y es de aburrirse pronto.

Cuando el sábado regresaba a casa, empezó a clarear detrás de la loma donde la granja de Fermín y se sentó a fumar en el murete de piedra de doña Inés. Entonces, le vino una risa de loca, escandalosa, sin razón alguna, como si algo le encontrase las cosquillas desde dentro, y cuando más miedo le daba que la oyesen, más fuerte y seguida le salía, y ahora cree que quizá la haya escuchado el señor Gerardo, que a las seis suele estar en pie para salir con la furgoneta a repartir.

A veces le da miedo que le venga esa misma risa cuando se cruzan por el pueblo. Él se empeña tanto en disimular que evita mirarla y Olga cree que, por momentos, va a fingir que no sabe ni su nombre, cuando de todos es conocido que son amigos desde críos y alguno recordará que hubo un verano que anduvieron juntos, aunque no tenía ni pelusa donde ahora lleva barba. Si entra en El Molino y la ve con sus amigas, saca la cerveza fuera y se queda al frío, fumando y dándole coba al taxista. Olga no entiende a qué viene tanto temor, pero lo toma como parte del juego. Los dos están de acuerdo en que lo mismo todo queda en nada y que si empiezan a contar, luego tendrán que dar explicaciones.

Olga cree que eso de que la vida es imprevisible va a misa. La de angustias que vivió imaginando como sería después del divorcio, qué ocurriría con Sergio y la niña y, entre todas las escenas que se le venían, cada cual más tremebunda, en ninguna se veía corriendo como una gata por detrás de las casas. Ahora piensa que la vida va hacia atrás y hacia adelante, como un carrete que no manejamos, y trae gente del pasado para alborotarlo todo; que nos golpea en la frente cuando damos el paso, convencidos de que sólo nos espera lo bueno, pero que puede también llevarnos el corazón en volandas, cuando tomábamos aire y nos preparábamos para el desastre.

La risa loca de Olga