Caracocha, la leyenda del roble sagrado

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La Caracocha (izquierda) y el monasterio de Santa María de Montederramo. Foto: Concello

El viejo roble protege al pueblo desde hace siglos, sin embargo, pocos conocen la historia de la Caracocha, este árbol sagrado al que razones no le faltan para figurar en el escudo de Montederramo, conservando en su tronco centenario la memoria de uno de los monasterios más poderosos de Galicia.

En los años que siguieron a las guerras con Portugal, la peste negra se infiltró en las tierras de Lemos y Caldelas, llevando a las casas miedo y muerte. Del priorato de Xunqueira a los montes de Queixa, llegaban noticias de ese mal que estampaba manchas oscuras en la piel de los contagiados y acababa con su vida entre fiebres terribles. Sin que curanderos ni boticarios dieran con el remedio, los contagios se propagaban como un incendio descontrolado, alarmando al mismísimo Pedro Fernández de Castro, hombre de confianza del rey Alfonso XI y poderoso señor de Sarria y Lemos.

Asustado por la ferocidad del brote, el noble veía como la peste diezmaba a sus vasallos, dejando casas vacías, campos sin cultivar y mermando sus ingresos. Preocupado por su propia seguridad se encerró con su familia en el castillo de Monforte, evitando contacto con el exterior. Sin embargo, el aislamiento no le protegió y la menor de sus hijas cayó enferma. Presa del pánico, Fernández de Castro envío a sus soldados a buscar a Pelagio, abad de Montederramo, monasterio conocido por contar con el boticario más sabio de la Corona. Este monje, de origen francés, se llamaba Bernardo y se había recluido en Montederramo en busca de un lugar tranquilo donde envejecer tras una vida atendiendo a enfermos en los hospitales de Toledo, donde se decía que no sólo había estudiado la medicina galena, sino también la islámica. Con paciencia, el monje había creado una botica llena de morteros, alambiques, básculas, frascos, tamices y hasta un horno para los destilados. Sin embargo, el tesoro de Bernardo era el huerto donde cultivaba hierbas de efectos poderosos y que contaba con un pequeño estanque en el que criar sanguijuelas para los sangrados.

Aterrorizado ante el estado cada vez más débil de su hija, el señor de Lemos advirtió al abad de Montederramo de que o encontraba un alivio a la peste o quemaría el monasterio y mandaría ajusticiar a todos los monjes. A su regreso, el abad se reunió de inmediato con Bernardo y le confesó que la vida de todos estaba en sus manos. El  viejo boticario y sus ayudantes se encerraron a trabajar sin descanso, preparando tisanas, aceites y emplastes, sin que nada apareciese. Fernández de Castro, siendo consciente de que el tiempo corría en su contra, se trasladó con su hija a la villa de Castro Caldelas, donde había mandado construir una fortaleza. Quería estar cerca del monasterio para no demorar el viaje si se hallaba el remedio.

En Montederramo, la amenaza de muerte del noble extendió el terror por toda la comunidad. Una mañana se dieron cuenta de que Samuel, el aprendiz más joven y con más talento del boticario, había desaparecido. Todos interpretaron su huida como una señal fatal. Sin duda había escapado convencido de que su maestro no daría nunca con la cura. Sin embargo, Samuel regresó diez días más tarde, acompañado de una anciana de ojos claros, con la cara cuarteada por arrugas hondas y terrosas y el pelo desmarañado del color de los topos. La presencia de aquella mujer levantó una oleada de murmullos entre los monjes, escandalizados por el atrevimiento. Nervioso, Samuel la presentó como Elvira de Boborás y confesó que había ido en su busca  porque de niño había crecido escuchando hablar de los milagros de una ermitaña capaz de curar la sífilis, la gota y hasta la lepra con la que regresaban algunos soldados.

Indignado al escuchar hablar de milagros, el boticario acusó a su aprendiz de blasfemo, de haber perdido el juicio por el miedo y convenció al abad de que debía encerrar a los dos, ya que, bajo ningún modo, debía una bruja entrar en la comunidad. Presionado, el abad los envió a las celdas de castigo. Sin embargo, las noticias de muertes seguían llegando, sin que Bernardo consiguiese avanzar. Los soldados del señor de Lemos visitaban cada día Montederramo y regresaban con las manos vacías. Desesperado y temiendo por la vida de toda la comunidad, el abad liberó una noche a Samuel y a la mujer en secreto, abriéndole las puertas de la botica.

Elvira pidió unas tijeras y, resguardada por la oscuridad, salió del monasterio, dirigiéndose a un roble plantado en el medio del pueblo, un árbol gigante al lado de una fuente modesta que servía agua a todas las casas. Con una agilidad extraordinaria, la mujer se encaramó al árbol y rebuscó entre las ramas, como si supiese exactamente cuáles debía cortar. Después se encerró en la botica. A la mañana siguiente entregó al abad un ungüento. Los soldados, que esperaban en el patio, regresaron al galope con el remedio para administrárselo a la hija del noble, a la que las fuertes fiebres apenas dejaban hablar.

Cuando el boticario descubrió lo ocurrido, montó en cólera, acusando al abad de haber llegado a un pacto con una sierva del diablo, y advirtiendo a todos de que Dios descargaría su ira sobre el monasterio, castigándoles por haber dejado entrar a una bruja a la comunidad. El miedo le permitió disponer a sus ayudantes contra el abad, convenciéndolos de que si seguía al frente les conduciría al desastre. De noche, el boticario y sus aprendices le apresaron y lo encerraron. Tras deshacerse de él, corrieron a la celda de Elvira, que sentada sobre su cama parecía esperar resignada su llegada.

Maniatada y desnuda la condujeron a la plaza y la ataron al roble. El ruido despertó a los vecinos, que salieron de sus casas estremecidos al toparse con los monjes y su prisionera. Amanecía y las primeras luces llegaban detrás del monasterio. Con los ojos inyectados de odio, el boticario se acercó con una antorcha y prendió fuego. Entre gritos que retumbaban en el valle, las llamas se alzaron, consumiendo a Elvira. Samuel se despertó sobrecogido y llegó corriendo a la plaza. El boticario dio orden de prenderlo, acusándolo de merecer también el fuego por haberse convertido en discípulo de ella.

Atado al mismo roble en el que Elvira acababa de arder, Samuel cerró los ojos y comenzó a rezar. El boticario se disponía a prender la hoguera cuando un silbido cortó el aire y una flecha le atravesó por la espalda. Samuel abrió los ojos y vio a un hombre a caballo con la ballesta en su mano y en la otra un escudo donde rápidamente reconoció  los seis roeles azules de la Casa de Lemos. El remedio había funcionado y el noble en persona y su guardia habían regresado a agradecer a la mujer que, con su sabiduría, había salvado a su hija.

Fernández de Castro liberó a Samuel. A su lado, las cenizas y la huella negra de las llamas sobre el roble. Al regresar al monasterio, pensaba apesadumbrado que la hija del noble se había salvado, pero el boticario había matado a la única persona que conocía el secreto contra la peste, que ahora seguiría segando vidas y extendiéndose por Galicia. Sin embargo, al entrar en la celda de Elvira, el corazón le dio un vuelco al ver lo que había grabado en el interior de la puerta de madera. Sin duda, había anticipado lo que ocurriría y, segura de su muerte, quiso dejar la cura de las hojas de roble.

Los preparados de Samuel curaron a cientos de enfermos, aunque la ‘muerte negra’ siguió cobrándose miles de vidas, sin que hiciese distinción entre ricos y pobres y hasta se llevó al propio rey Alfonso XI, infectado en el sitio a Gibraltar. El abad Pelagio nombró a Samuel boticario de Montederramo, y el señor de Lemos mandó que el roble apareciese en el escudo. En gratitud por haber salvado a su hija, el noble aprobó donaciones de tierras que acrecentaron el poder de este monasterio. La huella que las llamas dejaron en el árbol jamás desapareció. Esa cara del roble se secó con el tiempo y los vecinos lo bautizaron como Caracocha. Aún podrido en uno de sus lados, el roble creció vigoroso durante siglos, proporcionando remedios y sombra a los vecinos de Montederramo. Hace cuatrocientos años, la Caracocha ardió en un incendio. Entristecidos por la perdida de su símbolo, los vecinos plantaron otro roble en el mismo lugar. Como si se tratase de una reencarnación, el árbol creció expresando la marca de su historia, mostrando también una cara hueca y negra, memoria de la historia de Elvira de Boborás.

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El 1 de diciembre del año 2013, técnicos forestales de Medio Ambiente realizaron la medición oficial del diámetro de este roble centenario para incluirlo en el catálogo de Árboles Singulares de la Xunta de Galicia. El resultado: 4,80 metros. A partir de estos datos se estima que la Caracocha tendría cuatrocientos años. Los historiadores están convencidos de que, en el mismo lugar, hubo antes otro roble, lo que explicaría su presencia en el escudo del monasterio.

La Caracocha se relaciona con el origen del término Ribeira Sacra,  que aparece por primera vez en el documento fundacional del Monasterio de Montederramo y en el que figuraba ‘ryvoira sacrata‘  que se tradujo entonces como Ribeira Sacra, convencidos de que la denominación respondía a la concentración de monasterios en las orillas del Sil. Años más tarde, aplicando técnicas que permitieron una lectura más clara del documento, se apreció que no decía ‘ryvoira‘, sino ‘rovoyra‘, derivada de  la voz latina robur (roble), lo que respaldaría la tesis de que la Ribeira Sacra es en realidad el Roble Sagrado.

Sea cuál sea la historia y la leyenda, lo cierto es que la Caracocha  sigue hoy en la plaza y en el escudo del pueblo, velando por el futuro de Montederramo y su monasterio.

Caracocha, la leyenda del roble sagrado

Un comentario en “Caracocha, la leyenda del roble sagrado

  1. Ignacio Abella dijo:

    Hola, me ha encantado esta entrada sobre el carballo, me gustaría saber la fuente de la leyenda, si es tal o si se trata de un texto literario. Investigo sobre temas históricos relacionados con los árboles y me sería de utilidad cualquier información al respecto. Un saludo
    Ignacio Abella ign.abella@gmail.com

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