No es mi pareja; es mi novio

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‘Nacho tiene un novio que es gay’. La enrevesada frase con la que mi amiga hablaba de mí me dejó confundido. Ella se dio cuenta del extravagante circunloquio e intentó arreglarlo. ‘Quiero decir, mi amigo es gay también, claro. Lo dos lo son: él y su novio’. Todo el mundo en la mesa asintió con naturalidad fingida  y siguió comiendo, mientras repasaban el galimatías.

La palabra novio, a veces, intimida porque delata el género. En relaciones entre dos chicos o chicas, todavía se escucha hablar de ‘mi pareja’, expresión que no puedo detestar más -seguida por la de ‘mi chico’-. En realidad, el uso de ‘pareja’ nada tiene que ver con la elección de un sustantivo apropiado para una relación formal, sino que es una decisión estratégica, relacionada con el miedo a declararse abiertamente gay en el curso de una conversación. Mi pareja puede ser chico o chica, por lo tanto, esa palabra protege el ‘secreto’ y nos permite referirnos a  él/ella desde una confortable ambigüedad. ‘¿Qué hiciste el domingo?’, nos pregunta el jefe. ‘Nada especial, fui con mi… pareja al cine’. Pueden estar seguros de que, detrás de esa palabra-máscara, se esconde no pocas veces alguien que habrá salido del armario, pero lo mantiene abierto para entrar de vez en cuando.

Por supuesto, esto no es un reproche contra quienes la usan. Yo también me he vestido con trajes de esa tela, y de colores más opacos aún. Sólo se trata de evidenciar la dimensión política del lenguaje, la importancia de las palabras que elegimos, que pueden ser un acto de afirmación o una trinchera en la que refugiarnos. ¿A cuántos heterosexuales hemos escuchado presentarnos a su novia/novio como pareja? El término tendría en esa frase un tufo casposo. Como excepción, ‘pareja’ encuentra acomodo para referirse a los matrimonios ‘de hecho’, aquellos que no han pasado por el altar o el juzgado, a falta de una palabra mejor en castellano.

Entre las personas de la generación de mis padres, he escuchado más de una vez hablar de ese tío de la familia que tenía ‘un amigo’ y se marchó a Holanda. Entonces, un leve cambio en el tono de voz o un gesto cómplice en la mirada basta para entrecomillar la palabra ‘amigo’, dando a entender de qué tipo de amistad hablamos, sin que quien lo cuenta sienta que compromete su moral siendo más explícito.

‘El amor que no se atreve a decir su nombre (Love that no dare to speak its name)’, escribió Alfred Douglas, amante de Oscar Wilde, en el poema Two loves, usado como prueba contra Wilde en su juicio por homosexual en la Inglaterra del siglo XIX. Estos eufemismos y palabras tabús me hacen pensar en un capítulo de Maurice, la novela de E. M. Foster publicada en 1910, llevada al cine por James Ivory. En ella, un estudiante en una clase de Cambridge lee en alto fragmentos de ‘El Banquete’ de Platón y, llegado a cierto punto, el profesor le interrumpe diciéndole: ‘Omita el innombrable vicio de los griegos y continúe, por favor’. Siempre ha sido así: lo que no se dice no existe.

Durante el debate previo a la aprobación de la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo, quienes rechazaban este avance social concentraban su oposición en evitar a toda costa que se llamase ‘matrimonio’. Podrían aceptar cualquier otra denominación, pero jamás matrimonio. La homofobia se camuflaba bajo un debate inocente o técnico, como si los obispos se hubiesen echado a la calle por una mera cuestión de léxico. ‘Pero qué más os dará que le llamemos unión’, nos reprochaban entonces, como si nuestra demanda fuese la pataleta de un niño malcriado al que se la antoja el juguete del hermano.

El lenguaje construye la realidad y dos palabras diferentes remiten a dos realidades distintas. Aprendamos una palabra y aprehenderemos un concepto. Destruyamos una palabra y estaremos haciéndonos más pequeños. El lenguaje es portador de ideología y se infiltra tan sutilmente en nuestros pensamientos que, en ocasiones, ni siquiera somos conscientes de las estructuras mentales homófobas, sexistas o racistas que aceptamos al emplear determinadas palabras. Ser conscientes es el primer paso para cuestionar una visión de las cosas que otros han elegido por nosotros.

Cuando llamamos al trabajo para avisar de que llegaremos tarde porque debemos acompañar a nuestra pareja al médico, si la palabra ‘pareja’ desplaza a  ‘novio’ o al nombre de esa persona,  esa elección en apariencia banal, automática e inconsciente lleva la marca del miedo, la vergüenza y la culpa, las tres vigas sobre las que se sostiene la historia de la homofobia. Reconquistemos las palabras y estaremos haciendo algo tan grande por la visibilidad como ocupar la Cibeles con carrozas de colores.

No es mi pareja; es mi novio

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