
En casa, nadie contaba con que el número de hermanos se fuese a mover y la noticia llegó como un huracán. A mí no me parecía para tanto, pero me hacía gracia que fuesen a ser dos. Me sentía original, protagonista, viendo como todo el mundo se asombraba y levantaba las cejas al oír la palabra gemelos. Entonces, no entendía el gesto de preocupación de mis padres, aunque ahora lo veo normal. Uno no pasa de tres a cinco hijos sin fruncir un poco el ceño. Después de aquellas Navidades, nada volvió a ser lo mismo. Cambiaron las habitaciones, se vendió el coche, perdí el derecho a cuarto propio y ya no bastaba una persona sola para cuidar de nosotros. Hasta tuvimos que prescindir de la caravana. Eso sí que me dolió.
Que fuesen niño y niña lo vi como un fraude. Precisamente, lo mejor de que fuesen gemelos era tener dos copias de una misma persona. Yo los imaginaba vestidos iguales y me relamía con la cantidad de bromas que se me ocurrían. Cuando me dijeron que serían mellizos, me sentí estafado. Al final, sería simplemente como tener dos hermanos normales, pero de una vez.
Nacieron un 15 de diciembre hace 31 años. Sara se había tragado casi toda la comida, así que Álex salió tan flaco que tuvo que quedarse en el hospital. Viéndolo en la incubadora me obsesioné con el tamaño de su cabeza, como una chincheta enorme, roja y arrugada, uno de esos marcianitos imaginados por Tim Burton para Mars Attack. Al final, se recuperó pronto y el 24 pudimos celebrar nuestra primera Nochebuena como familia de siete. Además, poco a poco, el cuerpo de mi hermano fue creciendo y su cabeza adquirió una escala normal.
Luego llegaron los gatches: la silla para dos, el Renault 18 con tres filas de asientos, las literas en las habitaciones, todo se volvió grande o plegable. A mi padre, le dio una fiebre de ahorro y compraba sólo ofertas 2×1 y cajas gigantes de fruta, como si necesitamos víveres para sobrevivir a un desastre nuclear. Yo odiaba aquella manera de abastecernos, que nos obligaba a tomar naranja de postre día sí y día también. Además, el pobre empezó a trabajar por las tardes y, por si fuese poco, se instaló en casa una señora para cuidarnos, a la que, siendo honestos, no soportábamos.
Para mí, mis hermanos eran sólo los responsables de ese olor a polvos de talco y colonia que lo impregnaba todo, hasta mi ropa. A lo sumo, encontraba divertido asomarme para ver como los bañaban, tocarles el cráneo para notar esa zona blandita de la cabeza o empujar el carro biplaza Avenida de Buenos Aires abajo, encantado de que todo el mundo me mirase, como si llevase una BH nueva.
Ellos fueron creciendo y yo me hice adolescente, una edad en la que mi mundo era mi ombligo. Me acostumbré a ser familia numerosa, a enseñar aquel carné que nos daba descuentos en el tren, a quedarme a estudiar bajo un flexo mientras Alex dormía, a escuchar a todas horas ‘da-ejemplo-a-tus-hermanos’, a vivir en el ruido, a las peleas por tener sitio en el sofá, a defender mi posición de primogénito a la hora de elegir qué ver en la tele, a correr para ducharme el primero y asegurarme el agua caliente y, sobre todo, a que nada fuese totalmente mío. En realidad, cuando pienso en esa etapa, no creo que hayan cambiado demasiado las cosas, quizá mis padres se han relajado y ahora aceptan que la unidad familiar no peligra por dejar migas en el sofá.
En mi casa aprendimos que la twin connection nada tiene de leyenda. Los gemelos crecieron compartiendo colegio, pandilla, sillón en la parte de atrás del coche, confidencias, viajes y hasta gripes, enfermando y sanando de manera sincronizada. La vida debe de ser distinta cuando uno crece en compañía de alguien con el que pasa por todo al mismo tiempo. Al llegar a la universidad, a Sara empezaron a gustarle los bares de cerveza y futbolín y a Alex los de mojito y reguetón; a ella, las vacaciones de mochila y Ryanair y a él las de tumbona y playa; uno acabó en la moda y otro mirando a través de un microscopio. Sin embargo, nada ha cambiado. Ese hilo invisible sigue ahí, tan largo como sea necesario para comunicarse de ciudad a ciudad, de país a país.
Cuando mi Lama conoció a mi familia, los gemelos le fascinaron. Si vamos a ver a mis padres, lo primero que me pregunta es si estarán Álex y Sara. Le encanta ver la química que se crea cuando están juntos; como esos amigos con los que podemos ver tan de lejos lo que dirán que nos sobra tiempo para preparar la réplica perfecta, personas con las que la confianza es tal que el concepto pasarse de la raya ni siquiera tiene sentido. Si algo he aprendido de gemelos es que no tiene nada que ver con ser iguales, sino con ser únicos y conectados, todo al mismo tiempo, como si se completasen de una manera tan perfecta que hubiese tres versiones de ellos: Álex, Sara y los gemelos.
Hace poco leí en una revista científica un reportaje sobre dos hermanos que habían nacido unidos por la cabeza y que compartían un tálamo, una parte del cerebro que controla sensaciones físicas y motoras, de tal manera que uno podía oír los pensamientos del otro e incluso ver a través de sus ojos. Aunque, hasta donde yo sé, Álex y Sara tienen cada uno su propio tálamo, basta con escucharles para entender esa conexión, la misma que les permite explicarnos al resto cómo piensa y siente de verdad el otro, sin miedo a equivocarse, con la seguridad que les da saber que no sólo han salido del mismo lugar, sino también del mismo momento.