
A nosotros nos encantaría ser una familia de sobremesas, pero la prisa nos puede. Lo hacemos todo al ritmo de mi padre, que vive en algún lugar entre el apuro y la impaciencia, como si alguien le persiguiese o le esperasen siempre en otro sitio. Esta Nochebuena nos propondremos de nuevo tener una cena lenta, de conversaciones largas y reposadas, demorándonos en los postres mientras desmigamos el corcho del cava y las historias se suceden entre silencios y uvas pasas. Fracasaremos. Nuestra cena se parecerá más a una yincana frenética y ruidosa, una prueba de velocidad con mi padre gritando ‘vamos, vamos, vamos’. Cuando el Rey empiece su discurso, iremos por el segundo plato y el Flecha reclamará ya el postre con la mirada, temeroso de que, en algún hogar de la península, alguien pueda estar adelantándose con el turrón. Podríamos ser, sin saberlo, la familia de España que antes se levanta de la mesa la noche del 24.
Hace tres años decidimos que pasaríamos las Nochebuenas en casas rurales. La idea buscaba liberar a mis padres de la carga de la organización y disfrutar de más tiempo juntos, sin nadie atrapado en la cocina o rebuscando centollos en oferta. Por ahora nos ha tocado Vila de Cruces, cerquita del monasteiro de Carboeiro; Trives, en una casa de gaiteiros a dos pasos de Cabeza de Manzaneda, y Celanova. Este año iremos a Boborás, a una casa de la que sólo sabemos que sus dueños crían dálmatas. Todos esos cachorritos contribuirán a elevar aún más el nivel de azúcar en sangre de estas fechas, eclipsando los regalos para nuestros sobrinos.
Como un buen thriller, la Nochebuena está llena de momentos de tensión, empezando por la llegada. No hay gps que corrija el ‘gen Mojón’, y planea siempre sobre nosotros la duda de si todos seremos capaces de dar con la casa. Sea como sea, la Navidad en familia comienza con alguno de mis hermanos perdido en una pista forestal, recibiendo indicaciones contradictorias por el móvil y gritando: ‘Por favor, no me habléis todos a la vez, que no os entiendo’.
Por supuesto, el Flecha llega a la casa de mañana para inspeccionar los alrededores. Adora recibirnos y contarnos donde está cada cosa, como si llevase cinco años viviendo allí y fuese el guía oficial. ‘¿No habéis visto todavía el estanque de la parte de atrás? Vaya…’, nos dice, haciéndose el interesante. Sin tiempo a soltar la maleta, nos urge a dar un pequeño paseo para abrir el apetito. A zancada limpia nos acerca a algún bar próximo y, antes de pinchar la primera aceituna, estamos regresando porque cree que se hace tarde y la comida está en la mesa. El tramo de sprint es la cena. En Nochebuena, no es extraño que se una algún amigo sin parientes en Galicia. Duele ver sus esfuerzos por seguirnos el ritmo, tanto en la velocidad a la que pasan los platos como para meter baza en las conversaciones. Agotados terminan.
Tras la cena, llega el jo,jo,jo. Toca apagar la luz, correr a escondernos y montar un cierto barullo para distraer a mis sobrinos, Adrián y Victoria. Entonces, mi cuñado Marcos se escabulle a colocar los regalos bajo el árbol y, mientras esperamos agazapados, se escucha un jo,jo,jo, grave, atronador, bíblico, un sonido de tenor siniestro. Sonia intenta endulzar los efectos especiales haciendo que suene en el móvil algún vídeo con campanillas. Sin embargo, ese jo, jo, jo de ultratumba lo llena todo. Mis sobrinos se estremecen y suspiran aliviados cuando el señor Noel y su garganta cavernosa siguen su camino. Al momento se enciende la luz y se vuelven locos rasgando paquetes. Mientras tanto, los mayores fruncimos el ceño y repetimos que deberíamos detener este festival consumista por que, entre tanta cosa, no aprecian nada. Dicho esto, empezamos a competir por el título de mejor tío de las Navidades, empujando a los peques a que digan que el nuestro es su regalo favorito.
Los mayores hace años que abandonamos el ‘amigo invisible’, juego insípido donde los haya, y nos pasamos al pongo, una variante con más emoción y picardía. Las reglas son sencillas. Se fija un importe máximo y cada uno compra un regalo, pero no sabe para quién será. Debe ser algo, por tanto, que no entienda de edad o sexo. Todos se apilan en un montón. Se reparten cartas y la persona con el número más bajo empieza eligiendo. El afortunado puede quedarse con el paquete que más le guste de entre todos, pero pronto veremos como su supuesta ventaja no es tal.
Por ahora no abrirá su regalo. Nadie lo hará hasta el final. El segundo escoge uno del montón, pero puede optar entre quedárselo o cambiárselo al primero. El tercero, de igual modo, escoge el suyo y puede conformarse o intercambiarlo con el segundo, y así sucesivamente. El último, al que no le quedaría más que uno, es el jugador con más suerte ya que puede resignarse a aceptar el que le queda o cambiarlo por otro de cualquiera de los participantes. De esta manera nadie sabe hasta el final si podrá retener el que ha elegido. Año tras año, vamos perfeccionando las técnicas de empaquetado para disimular lo que guarda en el interior, lo que hace del pongo todo un juego de estrategia. Por ahora, mi balance es un par de raquetas de ping–pong, un altavoz wifi y una plancha de viaje (por estrenar) y no he sido el peor parado.
Hay familias que van a misa el 25. Nosotros salimos al monte. Como boas constrictor que no han tenido tiempo de digerir su cena, el día de Navidad -después de la foto oficial- nos calzamos las botas y seguimos al Flecha, confiando en que la ruta de este año, ¡por el amor de dios!, esté señalizada y que alguien se haya acordado de consultar la previsión del tiempo.
El tema de conversación también es una tradición y varía entre el repaso a enfermedades -habitual en nuestras reuniones familiares- y los propósitos para el año 2017. Sara nos avanzará a qué selva asiática viajará este verano; Rebeca desvelará la terapia que ha elegido en su estrategia para ser inmortal; Alex se pasará la andaina quejándose de su trabajo, de sus anginas, de su piso, de su corte de pelo, hasta que se dé cuenta de que se ha quedado solo, y Sonia … En realidad, Sonia lo habrá vuelto a hacer. Habrá encontrado una excusa para ir en coche. Ausente de la conversación, mi padre caminará cien metros por delante y, en lo alto de cada cuesta, se girará y nos mirará sacudiendo la cabeza. La pobre de mi madre no podrá meter baza, conformándose con escuchar la batería de tratamientos de estética con los que mis hermanas intentan devolverla a la adolescencia. ¿Y yo? No sé, pero quizá me esté preguntando qué tiene esta familia para no dejar de escribir sobre ella.