
Mi Lama acaba de dejar su trabajo y no uno cualquiera, sino uno de esos que llamaríamos ‘de lo suyo’; de los que, cuando contaba a qué se dedicaba, la gente le miraba como si fuese un bicho raro. ¿Un español con menos de treinta años ganándose la vida con lo que estudió, en lugar de estar en un Pret a manger de Oxford Street aprendiendo a decir ensalada césar en inglés? Sin embargo, a mi Lama su trabajo le aburría de una manera absoluta. Le aburrían sus proyectos, los ataques de histeria de su jefa, el silencio plomizo de la oficina y esa cena de Navidad en la que nunca acababa de fluir la conversación. Todo resultaba un bostezo en forma de jornada partida.
Cada vez que confesaba a algún amigo la posibilidad de marcharse, recibía como respuesta una de esas miradas de ‘uuyyyy peligro’, como si mi Lama creyese en un mundo de unicornios y contratos indefinidos o nadie le hubiese contado que las historias de esas personas que duermen en cajeros empezaron el día que encontraron poco motivante ir a la oficina. Intimidado, aguantó. Pensó que sería una mala racha y que, con tiempo y voluntad, se acostumbraría. Al final, ni los proyectos cambiaban, ni su jefa se calmaba ni quiso esperar a la siguiente cena de Navidad.
Lo suyo no ha sido un salto al vacío. Hace meses que da forma a una idea y, aunque todavía está en pañales, sabía que lo primero era encontrar tiempo para ponerla en marcha. Así que se ha buscado un trabajo alimenticio en un súper, un puesto temporal que le proporciona algo de dinero para sobrevivir y horarios compatibles con ese proyecto. Si dejar un trabajo ‘de lo tuyo’ suena temerario, marcharse para irse a un súper resulta todo un disparate a ojos del mundo licenciado. Sin embargo, mi Lama no sólo lo hizo, sino que no tuvo el menor reparo en explicárselo a sus jefes y ser completamente sincero con ellos, que todavía se pellizcan para creérselo.
Yo he dejado también algún trabajo en mi vida y sé que uno no suele encontrar demasiadas personas que te animen a irte, especialmente si las condiciones son aceptables y lo único que ocurre es que preferirías algo que te hiciese más feliz. Supongo que nadie se quiere sentir cómplice de una decisión que puede llevarte a la cola del paro. Pareciese que el único motivo socialmente aceptable para dejar un trabajo es encontrar otro mejor pagado o escapar de un jefe sádico. Para la mayoría, el resto de las opciones no son más que la reacción caprichosa de un niño mimado que no se ha enterado aún de lo dura qué es la vida. ‘Verás el frío que hace afuera’, me advirtieron cuando conté en la empresa que me quería ir.
En mi caso lo dejé poco después de que me ascendiesen y teniendo una relación fantástica con mis jefes. Además, lo hice para irme a ningún sitio: a pensar. Por supuesto, nadie me creyó. Todos sospechaban que escondía una oferta en la manga. La realidad era distinta. Había subido un escalón y, por fin, podía tener una visión más amplia y realista de la empresa. Entonces comprobé que ninguno de los puestos que veía era compatible con una vida personal normal. El trabajo había dejado de ser lo que era y, a cambio de un poco más de dinero, me pasaba el día en reuniones, atado al teléfono y explicando a los de abajo encargos de los de arriba, instrucciones que no tenía más remedio que defender por estrafalarias que me pareciesen. Quizá me faltó creatividad o paciencia, pero la única salida que encontré fue irme.
Recuerdo que mi último día en aquel trabajo salí tarde. Ya había anochecido, apenas quedaban los de seguridad. Al llegar al aparcamiento, un compañero me dio un susto de muerte. Me esperaba, entre los coches, para despedirse. Se trataba de un jefe intermedio, alguien con quien no tenía confianza, pero con el que compartía reuniones habitualmente. Insistió en tomar una copa y, al segundo gin-tonic, me confesó que, si no fuese por su hipoteca y sus hijos, haría lo mismo. Culpó al trabajo de todo lo que le iba mal y me desveló las mil y una estrategias que ideaba cada semana para salir de allí. Seguro que el alcohol le hizo dramatizar, pero nada me sorprendió demasiado.
Algún tiempo después me contaron que le diagnosticaron una enfermedad grave. Le imaginé pensando en los años atrapado en un trabajo que le hacía infeliz, que le robaba nueve horas al día, lamentando no haber sido capaz de cambiar de vida, dándose cuenta tarde de que el tiempo que tenemos es limitado y nunca sabemos cuánto queda. Tras un largo tratamiento, afortunadamente se recuperó. Supongo que una experiencia así debe remover los pilares de cualquiera y llevarle a replantearse muchas cosas. Esta persona regresó a su trabajo y hoy sigue en el mismo puesto. Por triste que pueda parecer, no veo en su ejemplo un gramo de cobardía o conformismo, solo el esfuerzo de un padre para sacar adelante a su familia de la mejor manera que puede.
Digan lo que digan los manuales de coaching, no todo el mundo puede permitirse el lujo de firmar su finiquito y lanzarse a perseguir su verdadera vocación. Las curvas y responsabilidades de la vida tejen, en ocasiones, callejones de difícil salida. Sin embargo, no siempre es así. Luego están esos otros casos, donde lo único que frena ese paso es un miedo difuso a la incertidumbre, un temor alimentado por la cultura de mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer, ideas que se vuelven coartadas para aplazar una decisión que finalmente nunca llega.
Cuando agobio a mi Lama con mis dudas acerca de su proyecto, me llama ‘pincha-sueños’. Dice que tengo un ojo de halcón para ver las dificultades, pero un talento todavía mayor para contárselas con todo lujo de detalles. Estos días, él y yo coincidimos poco, aunque sólo nos separe un pasillo. Cuando voy a la cocina, le espío a través de la puerta entreabierta del estudio. Le veo concentrado pegado al portátil, siguiendo tutoriales y aprendiendo cosas que tienen que ver con diseño web e impuestos. Podría jugar a parecer el novio perfecto y asegurar que creo al cien por cien en su proyecto. Lo cierto es que el ‘pincha-sueños’ tiene alguna duda. Sin embargo, deseo de corazón que salga bien y, si hay algo de lo que estoy seguro, es de la suerte de estar con alguien que se atreve; alguien que, aun teniendo miedo como el resto del mundo, no se ha resignado a quedarse en un sitio que no le gusta, conformándose con imaginar vidas que no se atreve a intentar.






