El día que fui Adriana Zapata [#2]

20km

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Completar una media maratón se ha vuelto algo tan común que nadie con un gramo de pudor presumiría de hacerlo. Sin embargo, en aquel momento, correr veinte kilómetros me parecía inimaginable. Supongo que todos tenemos una idea de lo que podemos hacer en la vida y yo nunca me he visto como un deportista. Sólo era una persona que corría. Sufriendo, había conseguido llegar alguna vez a los quince kilómetros. Ése era mi límite. A partir del diez, la conversación desaparecía, mi respiración se agitaba, los gemelos se volvían rígidos y comenzaba a sentir pinchazos en el pecho.

Desafiado por Corentin, el orgullo me hizo entrar en la web de ‘Los 20km de Bruselas’. El plazo se había cerrado. Un minuto antes estaba lleno de dudas, a punto de descartar la idea, y ahora me enfadaba conmigo por no haberme decidido a tiempo. Pensaba que tal vez el destino quería librarme de una humillación. Sin embargo, pronto descubriría que el destino quería algo distinto. Adriana Zapata, una amiga colombiana de la escuela de francés, que se entrenaba también para la media, tuvo que regresar de urgencia a su país. Se enteró de mis planes y me cedió su dorsal. Ya no había excusa. Correría con el nombre de Adriana Zapata, pero correría.

Los 20km de Bruselas eran con diferencia la carrera más popular de Bélgica, con miles de participantes de un centenar de nacionalidades. Mi objetivo era modesto: terminarla. Sin embargo, en secreto fantaseaba con hacer mejor tiempo que Corentin y vengarme de las derrotas al squash, deporte en el que llevaba tres años aplastándome. Para prepararla, corría tres días a la semana una hora y el sábado completaba el circuito de quince kilómetros en el Forêt de Soinges. Nunca hacía veinte.

El domingo de la carrera amaneció con un espléndido cielo de primavera, un soleado 29 de mayo de 2009 en el que todas las nubes desaparecieron de la ciudad. En el chip atado a los cordones de mi zapatilla se podía leer ’20 years Fall Berlin Wall’, inscripción que la organización había añadido para conmemorar la caída del muro. La prensa hablaba de cifra récord: 27.000 participantes y la carrera saldría de L’Arc du Cinquantenaire, un enorme arco coronado por una cuadriga de bronce, construido para celebrar la independencia Belga y que preside un parque de treinta hectáreas próximo al barrio de las instituciones europeas.

Corentin y yo nos levantamos a una hora prudente, con tiempo para desayunar un plato de pasta y hacer la digestión. En el metro de Albert a Schuman se respiraba ambiente de carrera. Todo parecía tan oficial que resultaba difícil no motivarse. En la salida nos separamos deseándonos suerte. Los novatos saldríamos de últimos. Corentin había participado en otra edición así que se colocó algo más adelante. Yo ocupé mi puesto al final, sumergido en el río de colores fluorescentes de prendas deportivas, flanqueado por banderolas, altavoces con música estridente y corredores estirando, dando saltitos, ansiosos por empezar. Pensé que también para ellos sería la primera vez y la idea me dio confianza.

El rey Felipe de Bélgica dio el pistoletazo de salida desde lo alto del arco, del que colgaba una bandera belga gigante. Pasarían veinte minutos desde que sonó el disparo hasta que pude empezar a correr. Salimos caminando, evitando tropezar unos con otros. Al atravesar el Parc du Cinquantenaire, a unos metros de la meta, decenas de corredores se detenían a mear contra los setos de boj, en el mismo jardín sobre el que vería más tarde tirarse a descansar a los primeros corredores en cruzar la meta.

Resultaba extraña la sensación de avanzar torpemente en medio de una multitud. Encontraba difícil mantener el ritmo, no dejarme llevar por el impulso de acelerar, al notar que siempre había alguien adelantándome. Entonces, encontré un miembro de la organización sujetando el globo que marcaba dos horas y me pegué a él. Me parecía un ritmo lento, pero preferí ser prudente. Me repetía que mi meta era terminarla. Además, sólo conocía la primera parte del circuito. Corentin me había aconsejado que reservase energía, que la pendiente aumentaba al final y no conseguía quitarme esas cuestas de la cabeza. Me arrepentí de no haber recorrido antes el itinerario, en lugar de conformarme con verlo en el mapa. Nunca se me han dado bien los mapas.

Atravesamos las avenidas del barrio europeo, una zona fantasma los fines de semana, rodeada de bloques de oficinas, edificios grises y gigantes, sede de lobbies y eurofuncionarios. Bordeamos el Parc Royal y seguimos por el centro hasta el Mamut, como llamaban al gigantesco Palacio de Justicia, un edificio eternamente en obras, con las paredes y sus columnas ennegrecidas por la contaminación. Desde allí giramos para encarar la Avenue Louise, con sus hoteles caros y sus lujosas boutiques, una subida larga, pero suave que desembocaba en la Bois de la Cambre, uno de los parques más concurridos de la ciudad, donde se concentraba más público animando, algunos con pancartas caseras o pequeños megáfonos. Por un instante me vi desde fuera, con la cara congestionada, roja, sudando a mares, con la posición ya encorvada hacia adelante, desprovisto de toda elegancia,  y me alegré de no tener a ningún conocido entre la gente que se apiñaba en las aceras. Despistado mirando a los lados, a punto estuve de resbalar en las balsas de agua que se formaban en el asfalto al pasar los puntos de avituallamiento. Todo el mundo agarraba una botella de agua, bebía un par de tragos y la tiraba al suelo medio llena, miles de botellas que creaban charcos inmensos.

Al llegar a Uccle apareció la molestia en la rodilla derecha. Se trata de un dolor familiar, que me acompaña desde los diecisiete años, tras una lesión en el menisco en una ruta de montaña en el Valle de Pineta, en Pirineos. Normalmente se queda en un dolor leve que aparece tras cuarenta o cincuenta minutos corriendo, perfectamente aguantable. Con los entrenamientos había bajado de peso, lo que agradecía la rodilla. Hasta ese punto todo había ido bien. Pensé en David, un amigo corredor habitual, que me confesó como no recuerda una sola carrera en la que no haya tenido al menos un dolor.

A mi lado corrían familias enteras, flamencos perfectamente conjuntados, con ropa recién estrenada, como fotografías del catálogo del Decathlon, grupos de amigos disfrazados con pelucas y la cara pintada de colores, con banderas belgas colgando como capas, compañeros de trabajo con logos de empresas en sus camisetas, ancianos fibrosos que me hacían pensar en esos peregrinos del norte que llegan a Santiago y uno se imagina que pueden caminar años y años, como si temiesen que al detenerse se fuese a acabar su batería. Corría y no pensaba. Sólo observaba y me dejaba llevar. Aquella parte del circuito la conocía de memoria, formaba parte de los barrios por los que me movía en mi día a día. Podía avanzar tranquilo, sin temer una pendiente traidora al doblar una curva.

Al perder de vista los últimos árboles de la Bois de la Cambre, la ruta transcurría por una zona residencial que no me resultaba tan familiar. Apenas había ido alguna vez con mi tía Malena a La Cité du Dragon, un restaurante chino con el suelo de cristal, a través del cual se veían nadar carpas gigantes, peces monstruosos que parecían haber abandonado su escala natural tras décadas alimentándose con los restos grasientos de comida. Por alguna razón inexplicable, aquel era el restaurante favorito de mi tía.

Me di cuenta de que tenía la camiseta manchada, y sentí que me sangraba un pezón. Hacía demasiado calor, un calor pesado y sucio. Me pregunté dónde estaría Corentin. Lo imaginé avanzando ligero, sin pesar. En casa se movía sin hacer apenas ruido, podía saltar al sillón desde la parte de atrás y caer como una pluma. Entones vi la señal de diez kilómetros, la mitad de la carrera. Pensé que me sentía bien y decidí aumentar el ritmo, dejando atrás al globo de las dos horas, al que no había perdido de vista desde la meta, como si fuese la garantía de llegar a la meta.

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El día que fui Adriana Zapata [#2]

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