
La carrera llegaba a Watermael-Boitsfort y ni rastro de las temibles cuestas sobre las que Corentin me había prevenido. Agotadas las novedades que me habían distraído los primeros kilómetros, la carrera se volvía monótona. Había aumentado el ritmo, pero sin acelerar demasiado. La rodilla me seguía molestando, aunque el dolor no iba a más.
El itinerario transcurría pegado a la línea del tranvía, entre relucientes torres de cristal, con entradas ajardinadas, seguridad privada y logotipos de marcas farmacéuticas o tecnológicas. Al dejar atrás las sedes de empresas llegamos a una parte de Bruselas donde se intercalaban campos de césped impecable con zonas boscosas en las que, entre las copas de los árboles, asomaban tejados puntiagudos de viejas mansiones, residencias de familias belgas adineradas, protegidas de las miradas indiscretas tras muros de ladrillo rojo, recubiertos de yedra y musgo. Recordé haber leído que Boitsfort era la comuna con menor porcentaje de inmigrantes e imaginé una vida con jardineros, pistas de tenis y un horrible salón con un ajedrez de marfil y tallas del Congo.
Corrimos siguiendo la valla del hipódromo y de un campo de rugby vacío desde el que se veía el destello de un marcador electrónico. Algunas familias encantadoras, con niños de jerseys de pico y abuelas de pelo blanco, hacían pícnic en los estanques de Leybeek. Tras alejarse de Boitsfort, la carrera se dirigía al parque de Saint-Lambert. Había estado allí en dos ocasiones: jugando al freesbie con Corentin y Vagner y paseando con Jose, tras un gulash apoteósico en casa de Beatrix. Noté que los gemelos se endurecían y se entrecortaba la respiración. Mala idea acordarme del gulash. Intenté concentrarme en inspirar lentamente por la nariz y evitar que me diese un punto. A lo lejos distinguí la banderola roja del kilómetro 15. Quizá sentía las primeras señales de haber llegado a mi límite. A partir de aquí, todo serían sensaciones nuevas.
Intenté sacarme de encima el miedo a mi debilidad, recordando que el cansancio no avanza de manera uniforme. Uno puede sentirse agotado en el kilómetro quince, pero recuperarse. Corremos con la cabeza tanto o más que con el cuerpo, me repetí, echando mano de mi arsenal de tópicos. Dudé en detenerme un instante; afortunadamente, decidí que sería mala idea. Bajé el ritmo a un trote ligero. Alguien gritó algo y le escuché aplaudir. Poco a poco, la respiración volvía a su ritmo.
El tramo a través de las fuentes y los rosales de Saint-Lambert me recargó. Sólo quedaban cinco kilómetros. Por primera vez, sentí que lo iba a conseguir. Ya no era un pensamiento forzado para motivarme. Superado el bache de Boitsfort, me encontraba en ese punto en el que uno corre sin saber en qué piensa, con la respiración acompasada a los pasos, dejándose llevar. Supongo que esa sensación de equilibro y placidez explica la adicción que genera correr.
Al llegar a la avenida de Tervueren me sentía con fuerza. Sabía que, al final de aquella calle de fachadas art déco, me esperaba l’Arc du Cinquantenaire, casi podía distinguir su silueta. Entonces pensé que no iba a reservar fuerzas. No me importaba donde estuviesen las cuestas o si Corentin se las había inventado para asustarme. Me parecía absurdo cruzar la meta con reservas. Aceleré, convencido de que la adrenalina me haría aguantar.
Flanqueada por una hilera de plátanos, Tervueren ofrecía una sombra en la que aliviar el calor; el sol se filtraba a través de las copas dibujando sobre el pavimento juegos de luces. Poco a poco, la avenida aumentaba la inclinación, pero de manera tan gradual que costaba percibirlo. ¿Aquellas eran las cuestas? La pregunta me hizo reír y me irritó a la vez. ¿Para esto había reservado energía? Aceleré más. Oí el eco de la magafonía de la meta mientras adelantaba a corredores que avanzaban arrastrando sus pies. Pensé en el aspecto lastimoso que debíamos tener, todo fuerza de voluntad, tan diferentes a esos corredores erguidos, que avanzan flotando, livianos, sin pisar el suelo.
Atravesé la glorieta de Montgomery y dejé a un lado la bandera de los 19 kilómetros. Enfrente se extendían los jardines geométricos del Cinquantenaire atestados de gente, con puestos de bebidas energéticas y un murmullo de conversaciones. En las aceras volvían a sus casas caminando algunos corredores, luciendo las camisetas limpias que regalaba la organización. Me sentí como si todo se estuviese desmontando y llegase el último. Me giré y, a mi espalda, una cadena interminable y anárquica de corredores se perdía de vista. Aceleré de nuevo, alargué las zancadas casi hasta avanzar a saltos.
Atravesé el arco. No ocurrió nada. Nadie me miró, nadie me esperaba; ni siquiera sonó el estúpido chip. ¿Qué esperaba? Simplemente crucé el kilómetro veinte en medio de corredores desconocidos. Me habría abrazado a ellos. Seguí moviéndome por inercia, caminado cada vez más despacio, levantando los brazos, recuperando el aliento, dejando que el corazón regresase a sus pulsaciones.
Al detenerme, sentí las piernas algodonosas. Me temblaban, pero fueron unos instantes y el hormigueo desapareció. Me tiré en el césped, disfrutando del cansancio. No necesitaba esos veinte kilómetros que había corrido. Sin embargo, sin lógica o razón, sentía que había hecho una de esas cosas que nos construyen. ¿Quién puede considerar esto una hazaña cuando en cualquier comunidad de vecinos vive hoy un corredor de maratones? Sin embargo, casi ocho años después, escribo mi pequeña historia.
Fue una marca terrible para Adriana Zapata: 1 h. 55′. Ella me envió un correo cariñoso desde Colombia, felicitándome. Yo sabía que el tiempo no estaba a su altura. En la web descubrí que había sido el corredor número 11.345 en atravesar la meta. Corentin hizo un tiempo de 1 h. 53′. Dos minutos. Esas malditas cuestas…