
Yo necesitaba uno de esos trenes que huelen a naranja, a la naranja que un pensionista monda sobre un kleenex, clavando sus uñas mal cortadas y chupando las gotas de zumo sobre sus dedos huesudos de araña, un viaje sentado encima de la mancha seca de coca-cola que vertió un niño caprichoso hace seis veranos.
Yo necesitaba un tren con salpicaduras de barro, como si al vagón le creciesen pelos, con el logotipo de Renfe descolorido y una cafetería dominada por una camarera rubia, mofletuda y con una permanente tan alegre como una mata de hortensias, una camarera que me dirá que adora Coruña y que quizá se mude cuando se jubile porque ella necesita una ciudad con mar, como Málaga. Yo le diré que Coruña no es Málaga, y ella hundirá la vista en la sección de televisión de El Mundo, buscando algo con su dedo índice, aunque sabré que me ha oído y se hace la tonta. De regreso al asiento cabecearé antes de llegar a la segunda página de un libro nuevo, resbaladizo y pesado, un libro de 22 euros de Relay, de esos que uno compra seguro de terminarlo antes de Chamartín, pero el sopor nos rebota una y otra vez al principio de la misma página y leer es como forzarse a subir una cuesta con nieve.
Yo necesitaba un tren así para dormirme sin pretenderlo y despertarme desorientado, frotándome los ojos, con la mirada pasmada, desenfocada, frente al monitor donde ponen Ice Age, y darme cuenta de que todavía huele a naranja de pensionista y de que ese olor se quedará todo el viaje e incluso después. Un tren que pase cerca de un desguace de maquinaria pesada que riega el campo de aceites y, en ese mismo instante, abrir la libreta y escribir la primera frase, que es la única frase de la que estoy seguro porque nada de lo que añada después puede tener demasiado sentido. Entonces me detendré. Una sola frase puede agotarnos y, al girarme buscando una distracción, veré a ese hombre con una mancha roja en la frente que parece el mapa de un país diminuto, y que quizá sea dueño de un asador en una carretera nacional o de una gestoría con carpetas de cartón azul, y que duerme como una estatua, con un sueño limpio y plácido, interminable, un sueño de mármol, indestructible. A través de la ventana aparecerá una gasolinera abandonada, pero que quizá sea la gasolinera más importante de Zamora, uno nunca sabe, y veré a un adolescente en cuclillas arreglando una moto blanca con ruedas de tacos, aunque desde el tren no se ven los tacos, y me acordaré de aquel viaje con fiebre en el que me temblaba todo el cuerpo y nos paramos a tomar café en un bar con jamones grasientos colgando del techo y luego me quedé dormido en el coche, debajo de tu plumífero, mientras cantabas canciones de REM inventándote la letra.
Necesitaba uno de esos trenes en los que los móviles se descargan, y los pasillos se vuelven tan estrechos que rozo con mi mejilla el cuello áspero de camisas que raspan, mientras chirría en el suelo uno de esos plásticos triangulares de sandwiches. Afuera anochece, y pienso que una frase no es una carta y me siento a hacer un esfuerzo, rebuscando archivos, revisando la letra pequeña de todas las actas que levantamos, de todos los acuerdos que firmamos. Y me adormece ese calor de invierno, de radiador y moqueta, ni siquiera veo las primeras luces de la estación, sigo pensando que el viaje es infinito y que tendré tiempo todavía para hablar un poco más con la camarera que quiere mudarse a Coruña pensando que Coruña es Málaga. Y al llegar al andén de hormigón de Chamartín, con mi maleta y mi frase, veo al hombre de la mancha roja subirse a un taxi y me pregunto cuántos trenes más que huelan a naranja tendré que coger para escribirte esa carta.