
No hagáis experimentos. ¿Cuántas veces lo hemos oído? Sin embargo, ¿no los necesita la ciencia para avanzar? Formulamos hipótesis sobre nosotros, las contrastamos y nos definimos. Experimentar es atreverse a tomar una decisión sin saber qué pasará. Con los años, el miedo nos puede y no damos un paso sin tener claro qué espera en la siguiente casilla. Hemos aprendido a temer la incertidumbre. Sin embargo, hubo un tiempo cuando la vida era un puro laboratorio. Entonces, asumíamos riesgos, poníamos a prueba las certezas más íntimas y, también entonces, como en cualquier experimento que sale mal, nos hacíamos daño.
Ella aparcó un Peugeot 505 cerca de los Escolapios. El chico esperaba fumando, sentado en el bordillo. Pensó que jamás había visto un coche con un color verde moco tan horrible. Todavía no eran las once y un yonki con voz gangosa merodeaba pidiendo monedas. Él recordó una estadística sobre el Sida y el elevado consumo de heroína en aquella localidad de paso entre Galicia y Castilla. Antes de apagarse el motor, reconoció un ritmo flamenco desde la radio y pensó algo así como ‘madre mía’. Entonces, la vio bajar y tuvo la certeza de que era la persona con la que pasaría el verano.
Alta, pelo negro, vaquero blanco, zapatillas de deporte y camisa de cuadros. Todo encajaba y, sin embargo, nada de eso hizo que estuviese seguro. La prueba definitiva fue el bolso de cuero y el cuaderno Oxford de tapa dura. Era una réplica de sus compañeras de facultad. La misma pulcritud de primera de la clase, suavizada con un aire de mercadillo hippie. Casi pudo adivinar su letra redondeada, sus apuntes con tres colores de fluorescente e imaginarla tapándose los ojos ante el tablón de notas, murmurando nerviosa ‘voy a suspender, voy a suspender’, un segundo antes de comprobar su 9,5. La siguió con la vista cruzando el empedrado, confirmando con la dirección que seguía que estaba en lo cierto.
Todo sucedió despacio; fácil de predecir, casi inevitable. Eran los únicos de prácticas en aquella delegación con mesas metálicas, fotos de paisajes en blanco y negro y gruesos ceniceros de cristal. Cada mañana, el jefe repartía temas a voces desde la puerta de su despacho y cada uno salía a cubrir su pequeña historia. Incendios en campamentos gitanos, desprendimientos de nidos de cigüeñas, reportajes sobre bodegas, tediosos plenos, entrevistas a poetas de barrio… Verano en el sur de Lugo, no se puede decir que fuese un hervidero, sin embargo, siempre había algo que echarse a la boca y masticar con la excitación de los primeros bocados.
Ella había nacido en una aldea a veinte kilómetros de allí, aunque para llegar fuese necesario aventurarse por una estrecha carretera de montaña, con socavones, puentes sin barandillas y ramas de sauces y abedules inundando los carriles, una espiral de asfalto que convertía esa distancia en un viaje de cuarenta minutos. Él llegaba cada día desde Ourense con su Visa destartalado, al que no le funcionaba la aguja de la gasolina y con un motor tan ruidoso que hacía imposible escuchar la radio hasta meter quinta.
Al mediodía, comían en La Polar, una cafetería llena de espejos y sillas de mimbre, con aceitosos platos combinados al alcance de sus becas. Si había algo que celebrar se iban al italiano, la pizzería de paredes rugosas verde-farmacia, cuadros de gondoleros bigotudos y un empalagoso olor a queso derretido. Él se terminaba la tarta de whiskey de los dos y salían a la terraza a tomar café con hielo mientras ella le contaba historias siniestras de alcaldes-dinosaurio que sobrevivían en la zona, blindados por las ayudas de la todopoderosa diputación. Él escuchaba atento, animándola a seguir, imitando el carraspeo aguardentoso de Maligno, que, en realidad, se llamaba Benigno y era su jefe.
A ella le aburrían las prácticas y hacía pocos esfuerzos por disimularlo. Sólo necesitaba los créditos para terminar y poder buscar un trabajo en algún programa cultural, quizá en Radio 3. Él fingía que tampoco le emocionaba aquel periodismo de pueblo, pero en secreto vivía el verano de su vida, deseando que llegase cada mañana para ver su firma en el periódico. Los dos se leían en secreto y los dos se mentían, asegurándose con indiferencia que no habían tenía tiempo de ver el artículo del otro. Luego ella cambiaba de tema y le obligaba a escuchar algo de flamenco, alguna canción en la que él sólo conseguía oír mujeres gritando. Entonces, se burlaba de su obsesión con los Sabinas de turno y del error de exigirle a la música que fuese poesía.
Sentado detrás de ella, la espiaba mientras escribía, silenciosa, rápida, con ojos inquietos de ratón de campo. Sus frases salían limpias, ordenadas, el cursor verde siempre avanzando sobre la pantalla oscura. Una vez terminaba, entregaba la página sin revisarla y su página siempre estaba bien, al menos, suficientemente bien. Su primera versión era su única versión. Luego se despedía de todos despreocupada y bajaba al Molinón, donde esperaba leyendo y bebiendo cañas de Mahou con más espuma que cerveza.
Al chico le irritaba verla salir con prisa, sin entender que no intentase algo mejor. Él era lo contrario. Aporreaba el teclado, consultaba las notas y, distraído, dejaba caer la ceniza del cigarro ensuciando el cuaderno. Redactaba con esfuerzo físico, como quien pasa el cepillo a un tablón para eliminar los nudos hasta dejarlo liso, siempre revisándolo todo, de adelante hacia atrás, cambiando palabras, dudando de cada adjetivo, hasta que Maligno le apremiaba a gritos: ‘Espabila chaval, que lo mejor es enemigo de lo bueno’. Entonces, imprimía una vez más y, avanzando lentamente hacia el despacho de Maligno con la página en la mano, la leía en voz baja, casi silabeando, manchándose sus dedos con el rotulador rojo, apurando los últimos segundos, como el estudiante que cree que, mientras el timbre no suene, queda tiempo para recordar alguna respuesta.
En agosto ya no se leían a escondidas, se criticaban a la cara y, entre risas, ella le decía que a sus historias le sobraban demasiadas palabras y, como una jardinera despiadada, tachaba adjetivos, adverbios, frases enteras para demostrarle como los textos se volvían ligeros sin que la historia se desdibujase, consiguiendo que el lector resbalase sin esfuerzo del principio al final, deslizándose con suavidad de párrafo a párrafo.
Con el tiempo, las anécdotas de Maligno y las batallitas de los alcaldes se arrinconaban en sus conversaciones y ella le hablaba de su padre, que había muerto hace algunos años, y de un novio mayor que todavía la llamaba para verse. Le enseñó el chiringuito de las piscinas, donde su primo les invitaba a claras, la vista desde la torre a todo el valle, el cine cerrado, que demostraba que realmente había existido un cine, y la cafetería del círculo recreativo, donde los viejos leían el ABC mientras se reservaban La Razón sentándose sobre ella. Él empezó a sentir que quizá esta vez todo podría salir bien o simplemente podría salir, como una historia más entre todas las que empiezan en verano, una historia que le demostrase lo absurdo de sus miedos y como, después de todo, se trataba solo de esperar a la persona.
Una mañana, Maligno les anunció que Calamaro tocaría con Los Rodríguez en Pantón y ofrecía una entrevista. Por primera vez, los dos saltaron de la silla al mismo tiempo. Ninguno cedió y la preparon juntos. Él le hizo las preguntas, ella escribió el perfil y el titular se negoció en un agitado viaje de vuelta. Esa noche bebieron mucho licor café, brindaron y decidieron que habían acertado y que eso era lo que querían hacer para ganarse la vida, aunque no tuviese nada que ver con esas clases de la facultad, en las que aprendían cosas como a leer un texto con un bolígrafo en la boca.
Septiembre terminaba, las persianas metálicas de los colegios se levantaban de nuevo, el periódico volvía a engordar y sus sobremesas dejaban de saber a café con hielo. La última semana, Maligno organizó una cena en un mesón a las afueras, un lugar con sonido a tragaperras y la cabeza de un jabalí encima de una chimenea. Exaltados por el alcohol, llegó el momento de sincerarse, el jefe se enteró de su mote y lo celebró tanto que pagó dos rondas y le eligió como pareja de futbolín, obligándole a que le llamasen Maligno toda la noche. Borrachos, se despidieron de los demás y, aunque el Peugeot era más grande, el Visa estaba más cerca.
Él se despertó primero. A través de la ventanilla del coche, vio la niebla saliendo del río. Sin moverse por miedo a despertarla, la miró con calma, cada línea, examinándola. Decidió que era hermosa y se sintió triste. Parecía que había pasado un año desde la mañana del aparcamiento, cuando todo era posible. En unos días se verían en Santiago, con un montón de cuadernos Oxford listos para estrenar. Conduciendo de regreso a casa, tuvo el presentimiento de avanzar hacia un lugar equivocado y de que, por dulce y suave que fuese aquella carretera, tarde o temprano no tendría más remedio que parar y encontrar su dirección.