
Un mal día, la empresa traslada a uno de nuestros mejores amigos al otro lado del país. Celebramos su fiesta de despedida y nos prometemos estar en contacto. En seguida, extrañamos esos planes que antes hacíamos y el tiempo que pasábamos juntos. Sin embargo, ya nadie se va del todo; siempre se queda en el Whatsapp. El intercambio de mensajes, fotos, vídeos, audios es intenso. Seguimos su nueva vida, el piso alquilado, los amigos que conoce, su jefe, el nuevo gimnasio. Nuestro móvil se ha convertido en una ventana que supera cualquier distancia. Pese a estar alejados, podríamos suponer, sin miedo a equivocarnos, qué hace nuestro amigo cada día de la semana. ¿No es esto lo maravilloso de la tecnología?
El último Salvados exploraba las consecuencias de la adicción a los móviles. En el programa, Jordi Évole entrevistaba al fallecido sociólogo Zygmunt Bauman, quien decía que no éramos conscientes del diablo que habíamos metido en el bolsillo. En una entrevista anterior en el suplemento Babelia de El País, Bauman aseguraba que las redes sociales son una trampa, refiriéndose, en esa ocasión, al activismo de click. Explicaba que, antes de la llegada de Facebook, cuando veíamos algo que nos indignaba, la energía que generaba nuestro malestar nos movía a la acción, nos hacía salir a la calle, afiliarnos a alguna organización o participar en una protesta. En el mundo-Zuckerberg, nuestra respuesta es el click, el like o una declaración de solidaridad en el estado de nuestro muro. Ese gesto virtual reestablece el equilibrio en nuestra conciencia y nos permite seguir con nuestra vida sin que se empañe demasiado la imagen que tenemos de nosotros mismos. Sentimos que hemos hecho algo y ese algo-digital anula, en buena parte de los casos, cualquier posibilidad de acción en el mundo real. Las redes sociales se convierten, por lo tanto, en la trampa a la que alude Bauman, en un pararrayos, en un desagüe por el que se desvanece la energía que podría movilizarnos. Siguiendo este mismo razonamiento, ¿y si Whatsapp fuese también una trampa para las amistades a distancia?
Volvamos a la historia de nuestro amigo. Whatsapp minimiza el sentimiento de echar de menos ya que basta meter la mano en el bosillo para contactar con alguien. Sin embargo, esta posibilidad desactiva el impulso de actuar, a menudo apaga la energía que necesitamos para organizar un viaje y encontrarnos cara a cara. Un amigo me recomendó el libro En defensa de la conversación de la profesora Sherry Turkle, una completa investigación acerca de como los smartphones están cambiando la manera de relacionarnos con los demás. A esta psicóloga del MIT le llama la atención el aumento de casos de adolescentes habituados a intercambiar a través de Whatsapp confidencias e información personal con un grado de intimidad alto, pero incapaces de reproducir ese nivel de comunicación en la vida real; el cara a cara cara les bloquea y lo evitan. En su manera de entender las relaciones, creen que determinadas cuestiones no tiene sentido decirlas en persona ya que las consideran emocionalmente demasiado exigentes. El Whatsapp lo facilita todo; ni siquiera la llamada de voz la ven necesaria.
Mi amigo C. vive en Bruselas, nos vemos una o dos veces al año. Cenar con él y tener una larga sobremesa es uno de los momentos más agradables de mis viajes a Bélgica. Siempre he considerado a C. uno de los mejores conversadores que conozco. Cuando vivíamos juntos solíamos tener desayunos interminables, que se prolongaban hasta el mediodía, arreglando el mundo y nuestras vidas entre tazas de té y tostadas de mantequilla salada. Cuidadoso con su vida privada, C. no usa Facebook, aunque sí Whatsapp. Sin embargo, sus mensajes son infrecuentes y breves, nunca más de dos líneas y jamás una conversación. Su estilo me hace pensar en lo que me decía mi padre de niño: ‘Cuelga ya, Nacho, que el teléfono está para dar un recado’.
Cuando C. y yo nos reencontramos, elegimos un restaurante, pedimos una botella de vino y nos contamos cómo nos ha tratado la vida durante los últimos meses; lo hacemos sin prisa, alejados de móviles, sin esa sensación molesta de que cualquiera de los dos preferiría estar en otro lugar o de que sólo dispones de un parte de la atención de quien te escucha, ocupado en consultar los mensajes que le llegan a través de WhatsApp, Instagram, Facebook, Tinder o cualquier otra de las aplicaciones diseñadas para acaparar nuestro interés. No debería haber nada de especial en esto y, sin embargo, la presencia de estos ingredientes en una conversación lo cambia todo. Supongo que es algo parecido a ir al cine y, en el silencio de la sala, con la luz apagada, la pantalla gigante y sin distracciones, sumergirse por completo en la historia o conformarse con ver una película en la tele de casa, con el portátil sobre las rodillas, el móvil iluminándose en la mesa y alguien hablándonos a gritos desde la cocina.
Como tantos otros amigos, C. y yo nos apreciamos, nos interesa lo que nos ocurre y creemos que las opiniones de ambos nos aportan. Todo eso hace fácil que seamos capaces de disfrutar de algún tiempo juntos sin necesitar saber qué ocurre en otro lugar. La sensación de que lo que cuentas interesa a quien te escucha, de que su atención está completamente contigo lleva a que las conversaciones ganen en calidad, que lo que se comparta sea algo más profundo. Cuando me despido de C., pienso en lo que me gustaría que se mudase a Coruña y poder hablar a menudo, sin embargo, también me parece especial que ocurra un par de veces al año. Aunque fuese capaz de convencerle de que abra un perfil en Facebook o de que use Whatsapp, nada de eso tendría que ver con las conversaciones que tenemos.
Hablar en persona nunca será igual que hacerlo a través de una pantalla porque hablar no es sólo escribir mensajes de texto, por nuevos emoticones que Whatsapp idee. Conversar implica silencios, titubeos, frases que no son redondas, tics, exponernos a una reacción inesperada, enfrentar miradas que se fijan, que brillan o se desvían, imperfecciones, olor, tacto, la piel que se ruboriza o palidece, naturalidad. Una conversación supone un ejercicio de empatía, de sentir que alguien nos escucha y escuchar, de entender y ser entendidos, de apreciar y ser apreciados y esa es una de las experiencias más reconfortantes que podemos vivir. Todos tenemos el recuerdo de salir de un restaurante, montarnos en un taxi para volver casa y disfrutar del poso de bienestar que deja una conversación con amigos.
La promesa de estar siempre en contacto que nos ofrece la tecnología de Whatsapp y las redes sociales encierra un engaño, la ilusión de hacernos creer que una noche chateando hasta la madrugada nos proporciona intimidad, conformándonos con un sucedáneo de conversación que calma las ganas de oírnos, de sentirnos cerca y que nos hace pensar que la frecuencia de los mensajes puede ser suficiente. No tengamos miedo. Echémonos de menos, dejemos que esas ganas de vernos crezcan hasta que nos empujen a comprar un billete y sentarnos cara a cara.