La paciencia de las semillas (3/4)

Capítulo 3

manifa-2

<- Leer capítulo 2

Primero oyó una percusión. Rápidamente, el ruido se volvió atronador, acompañado de sirenas, pitos y megáfonos. El paseo le había llevado a deambular por las callejuelas de la ciudad vieja. Al doblar una esquina, se sobresaltó: una manifestación avanzaba hacia él. Intentó leer la pancarta que abría la marcha, pero no comprendía. Aturdido, se echó a un lado, pegando su espalda a la pared para evitar ser arrollado. Tras la primera fila, un grupo golpeaba bombos con furia, vestidos con chalecos reflectantes y pegatinas rojas; detrás, un bosque de puños en alto, paraguas y banderas. Algunos fotógrafos avanzaban delante, caminando de espaldas mientras disparaban. De repente, un chico con sudadera negra le apartó con violencia, sacó un spray de una mochila y pintarrajeó el cristal. ‘Please!‘, protestó Cormac. ‘Mejor cállate, guiri’, le amenazó el muchacho, agarrándole de un hombro y mirándole a los ojos con ira. Todo duró treinta segundos. El desconocido desapareció entre la tromba de gente y Cormac se quedó paralizado, pensando que ni era su crisis ni su país. Sobre el cristal, leyó: ‘Ladrones’. Se trataba de la sucursal de un banco. En el reflejo comprobó que tenía salpicaduras negras sobre su anorak.

Al llegar al hotel, notó un ligero dolor de cabeza y temió que se tratase de sus inoportunas migrañas. Al momento, tomó una de sus pastillas. En menos de una hora tendría su cita y quería estar activo, enérgico. Con 54 años, sabía que lo mejor que podía ofrecer era la promesa de una vida interesante y eso no lo conseguiría con manzanillas y jaquecas. Al salir de la ducha, dudó en enviar un último mensaje a Guillermo, pero lo vio innecesario. Cerró la puerta de la habitación y, por primera vez, se sintió optimista.

Llegó al Federal veinte minutos antes de las diez. No era su primera cita con un desconocido, y le daba seguridad ser el primero. Le desagradó el ambiente metálico de aquella nave transformada en bar, pensó que habría sido un taller y lamentó la obsesión de convertir cualquier espacio industrial en un restaurante o museo. La luz tenue, las paredes de hormigón, los techos altos, parecía uno de esos lugares donde raramente puede suceder una buena conversación. Eligió una de las mesas con taburete, se colocó mirando a la puerta y pidió vino. Le hubiese apetecido cerveza, pero pensó que un blanco sería apropiado. Mientras esperaba, empezó a anticipar cómo transcurriría todo. Hablarían de sus ciudades, de sus cursos de español en Granada, de viajes y, por supuesto, del trabajo, ambos eran profesores y eso les daba un terreno común.

No se atrevió a pedir una tercera copa. Le avergonzaba que el camarero estuviese descifrando qué ocurría. Eran las once menos cuarto, pronto haría una hora desde que esperaba. Casi todas las mesas estaban ocupados, aunque el Federal continuaba siendo una enorme nave llena de vacío. Volvió a mirar el móvil. Le habría gustado ser una persona colérica, sentirse herido, dejarse llevar por el deseo irreprimible de llamarle para destruirle a reproches, censurando su sentido de la educación y removiendo su conciencia. Sin embargo, aquello iba en contra de su naturaleza. Por mucho que lo ocultase, lo cierto es que siempre había previsto que la silla vacía entraba dentro de las opciones posibles,  y que cambiar de país no añadía garantía alguna a la ecuación, sólo encarecía el desaire. De pronto le asqueó su realismo y aparentó un ataque de dignidad, dejó un billete de diez  y se precipitó a la salida, como si temiese que Guillermo se fuese a presentar y le diese miedo que lo encontrase allí sentado, esperando por él como una esposa entregada. Visualizarlo entrando en el bar y descubriendo una mesa vacía le produjo un alivio infantil.

En la calle, el viento le despejó, barriendo esa fina capa de dignidad fingida y dejando al descubierto una profunda sensación de estupidez; la certeza de comprobar que nada escapa a las leyes de la improbabilidad. Había cogido un avión, había engañado a sus jefes, a sus amigos y había mentido a su madre, todo para conocer a un extraño de quien tenía la intuición de que sería especial. Por las calles pasaban estudiantes agitando bufandas de algún equipo de fútbol. Una grupo de chicos hacía cola ante un cajero y una mujer se esforzaba por bajar la ruidosa persiana de una farmacia. La noche de viernes comenzaba. No quería volver al hotel. No quería volver a Oxford. Apagó su móvil. Tampoco quería una explicación. Sólo le apetecía caminar y no pensar en nada. ¿No era eso precisamente lo que la gente buscaba en esa ciudad?

Al otro lado de una plaza escuchó risas. Subió unas escalinatas y vio un grupo apoyado contra la pared de una vieja casona de piedra, fumando y charlando animadamente. Alzó la vista y descubrió un escudo presidiendo la fachada, más arriba un balcón de hierro forjado y gárgolas escupiendo el agua de la lluvia. Desde el interior llegaba música folk. Aborrecía ese mundo de torcales y símbolos celta, pero decidió entrar. A trompicones se abrió camino a la barra. Al fondo, tocaba una banda; un acordeón, violines y guitarras, ritmos que le recordaron a los insoportables pubs de Cork, la ciudad de su abuelo, donde pasaban los veranos de niño. La gente daba palmas, golpeaba el suelo con los tacones y bailaban sin levantarse de las sillas, contoneándose como plantas de maíz agitadas por el alcohol y la música. En la pared, entre las grietas de las piedras que la recubría, descubrió monedas. Le divirtió esa variante de la fuente de los deseos. Aprovechando una oportunidad se hizo un hueco en la barra y pidió una Guiness. Tuvo que señalar el grifo para hacerse entender. De pronto, su español tampoco funcionaba. Con el primer trago en la garganta se alegró de que el ruido de aquel local apagase cualquier pensamiento. Allí nadie le encontraría, pensó.

Sin nada sólido en el estómago, comenzaba a sentirse mareado. La banda descansaba, pero no dejaba de entrar gente y  Cormac encontraba cada vez más difícil conservar su posición en la barra. De repente, un empujón le hizo derramar parte de su Guiness sobre el vaquero. Al girarse descubrió una cara familiar. ‘Dos veces en un día’, protestó en inglés. A punto de disculparse, el chico se quedó callado, entornó los ojos enfocando la memoria y se preguntó sorprendido: ‘¿El guiri?’. Sin contestarle, recuperó su anorak debajo de la barra y le mostró las manchas de spray.  La banda regresaba, Comarc deseó que estallasen las cuerdas de todos los violines y el chico sonrió, quizá presintiendo sus pensamientos.

Seguir leyendo ->

 

La paciencia de las semillas (3/4)

Deja un comentario