Silencios incómodos

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Mi Lama camina por casa como una monja y cierra los cajones con la delicadeza de un ladrón de joyas. No da portazos, jamás arrastra sillas y nunca me despierta si se levanta antes. Si se encierra en su estudio, olvido que ha llegado y grito ‘¡Dani!, solo para comprobar que existe y no he imaginado que tengo un novio. Al entrar en el salón, lo primero que hace es robarme el mando, me mira como si fuese un anciano y baja el volumen. Cuando me habla al otro lado del pasillo, su tono de voz es tan bajito que no consigo oírle y finjo entenderlo para evitar levantarme del sofá. Yo, en cambio, soy el ruido. Me crie en una familia numerosa, rodeado de personas hablando a la vez, compitiendo cada una por su cuota de conversación. En realidad, no conocí lo que era una casa silenciosa hasta que mi Lama se mudó y me ha costado acostumbrarme. Nada más llegar de la calle pongo de manera automática la tele y, si uno cierra los ojos y se queda en la entrada del piso, adivinará qué estoy haciendo sólo por el ruido. Un ejemplo es mi manera de usar los grifos. Para mí, existen dos posiciones: completamente abierto o completamente cerrado. El resultado es que, cada vez que friego, se forma una riada. Mi Lama los maneja como un instrumento musical, capaz de regular la cantidad exacta de agua para cada tarea.

Mi relación con el silencio siempre ha sido complicada. Desde niño he tenido facilidad para la conversación. En buena medida, me viene de familia, aunque también de mis amigos del colegio, con los que hablar en los portales era nuestro pasatiempo favorito y el único deporte en el que destacábamos. Una discusión para decidir una fiesta de fin de año se convertía en el Debate de la Nación, poniendo a prueba todos nuestros recursos de oratoria. Desde siempre he sido preguntón, convencido de que cada persona lleva dentro una historia y que encontrarla depende de la habilidad para formular las preguntas adecuadas. Por regla general, compruebo que a la gente le gusta que me interese por su vida, aunque no siempre es así. En más de una ocasión me he llevado un buen corte por meterme donde no me llaman y en otras, tengo que admitir que pregunto más de lo que soy capaz de escuchar. Cuando trabajaba como periodista, si el entrevistado me aburría, le dejaba hablar y me limitaba a repetir sus tres últimas palabras, un truco infalible para convencer a alguien de que le prestas atención. Supongo que, en ocasiones, preguntar es solo mi manera de evitar un silencio incómodo.

Hace casi seis años que viajo a Santiago en tren a diario, una media hora fantástica para una siesta, un capítulo de Benjamin Black  o el descubrimiento semanal de Spotify. Sin embargo, sobre esa promesa de tiempo de recreo planea una amenaza. Ocupas tu plaza e, inesperadamente, se sienta enfrente alguien que no es ni amigo ni extraño, una persona a la que conoces lo suficiente como para no quedarte callado, pero de quien no sabes bastante como para construir una conversación decente. Yo envidio a gente como mi amigo Benito, que no tiene reparo en enfrascarse en su novela, sin que le importe un rábano que el semi-conocido se quedé con cara de pez. Yo no soy capaz y los 25 minutos de placer se convierten en 25 minutos de dentista. La conversación no arranca, se atasca, la reavivo con alguna anécdota, pero pronto se vuelve a encasquillar. Soy consciente de los esfuerzos y me irrita esa necesidad estúpida de sentirme obligado a decir algo, como si Renfe me pagase para entretener.

En Bruselas compartí piso con Lars, un alemán de un pequeño pueblo cerca de Hamburgo que hacía prácticas en la UE. Cuando regresaba de su trabajo por la tarde, bajaba de su habitación unas latas de cerveza, se reclinaba en la silla y se limitaba a escucharme. A veces se reía o emitía algún sonido mostrando interés, simplemente para dejarme ver que seguía el hilo de mi historia. Yo me sentía como un transistor que aquel joven alemán encendía a su antojo. Un día me confesó: ‘Nacho, donde yo vivo hay gente que no dice tantas palabras en un mes como tú en un día’. Aquello no sonó a broma, sino a dato estadístico y me pregunté si tal vez las habría estado contando en secreto. Uno nunca sabe qué hace un alemán en silencio. Para mi tranquilidad, descubrí que Corentin, otro de los compañeros de piso, evitaba por todos los medios coincidir con Lars para ir al centro. El trayecto se le volvía interminable.

Conozco pocas personas con quien disfrutar del silencio. Mi peluquero Jorge es una de ellas, completamente alejado del estereotipo de chismoso o barbero filósofo. En su local nunca he visto más de dos clientes y la otra suele ser una señora con suficiente papel de aluminio en la cabeza como para no enterarse de nada. Tras un saludo breve, Jorge se pone a la tarea y pronto nos quedamos callados. No me siento incómodo, ni obligado a decir nada. Simplemente me quedó allí, estudiando sus gestos, preguntándome por qué entorna tanto sus ojos, como si descubriese paisajes en mi coronilla. Me relaja el sonido metálico de las tijeras y verle moviéndose alrededor, ágil, concentrado, como un bailarín. De vez en cuento me devuelve las gafas y se retira un par de pasos, dejándome cierta intimidad. Yo me miró en el espejo, asiento y él sigue.

Quizá todo tenga que ver con los lugares. En los taxis, el silencio tiene esa cualidad hipnótica y relajante de las imágenes en movimiento. Me quedó ensimismado mirando el tráfico por la ventanilla y olvido que existe un conductor. Tal vez dé por hecho que no volveré a verle o que no espera de mí más que el precio de la carrera. Lo cierto es que, pese al espacio reducido, no siento esa molesta sensación de tener que decir algo, la que aparece cuando subo en ascensor con alguno de mis vecinos. A modo de experimento, alguna vez me he forzado a llegar al cuarto sin abrir la boca. Noto entonces como la ansiedad aletea hasta que, derrotado, meto la mano en el bolsillo y me refugio en la pantalla del móvil.

El silencio ofrece un lenguaje complejo, un idioma que nos permite comunicarnos cuando las palabras se vuelven incapaces de expresar. El silencio que traslada el mayor de los respetos, cuando lo guardamos ante una desgracia para la que cualquier gramática resulta insuficiente. El mismo silencio que se llena de tensión, cuando lo acompaña la mirada furiosa que demanda una explicación o que se transforma en castigo, si dolidos retiramos la palabra a un amigo. El silencio, como caja de secretos, cuarto de confidencias o manta que cubre lo que nos avergüenza, que vuelve invisible el tabú prohibido. El silencio que nos enmudece ante el asombro y el silencio confortable de las tardes en casa, cómplice de las parejas que viajan juntas, el silencio nocturno que aparece en los momentos de mayor intimidad, cuando quedarse callado es lo único que tiene sentido.

El verano pasado, mi Lama y yo llevamos a un chico a Vigo, una de esas personas que usan Blablacar, la aplicación para viajar en coches de otros. Mi Lama ocupó el asiento de copiloto y el chico se sentó detrás. Todo resultó agradable, nada incómodo. Trabajaba como guía y nos reímos con sus anécdotas de guiris estrafalarios. Sin embargo, me llamó la atención el desparpajo con el que mi Lama se dedicaba a contemplar el paisaje, a escucharnos o a cerrar los ojos para descansar, como si contribuir a la conversación no fuese cosa suya. ‘Pero si ya sé que vas a hablar tú’, me dijo y, aunque me crispe esa respuesta, envidio su capacidad natural para sentirse cómodo en el silencio y me pregunto si alguna vez seré capaz. Un par de días después de ese fin de semana en Vigo, mi Lama y yo leímos la valoración del viaje que nuestro pasajero había escrito en mi perfil: ‘Ha sido un placer viajar con Ignacio y Nacho’. Supongo que queda trabajo por hacer.

 

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