¿Me enseñas a abrazar?

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Envidio a la gente que abraza con desparpajo. Mi Lama, sin ir más lejos, lo hace con ferocidad. Sin pensárselo dos veces se lanza y durante cinco segundos se queda pegado a la otra persona como un geco a una pared. No importa que lo haya conocido esa misma tarde.  Yo le miro intrigado, fascinado con sus gestos, apretando, como si empujase una puerta. Sus abrazos tienen intensidad, duración y decisión. Los míos, en cambio, resultan vacilantes, precedidos de un me voy o me quedo, como si estuviese balanceándome al borde una piscina. Casi nunca tomo la iniciativa y, con los brazos pegados al cuerpo, me dejo atrapar. Finjo entusiasmo, pero temo tanto el exceso que se puede leer en mi cara una mueca de es-realmente-necesario. Esta aversión al abrazo social hace que no me sienta cómodo en los saludos y despedidas. Deseo que esos momentos pasen pronto y cada uno se vaya a su casa o todos nos sentemos a cenar.

Crecí en una familia donde los abrazos se acababan cuando uno empezaba a hablar y, en mi grupo de amigos, ir más allá del apretón de manos era una explosión de emociones reservada a las finales de Champion que se ganaban. Que nadie me malinterprete, no estoy describiendo ausencia de cariño, hablo de contacto físico. Tal vez sea una cuestión geográfica y, por mucho que nos hayamos empeñado en incorporarlo a nuestra dieta, el abrazo no se dé con facilidad en el Atlántico. Probablemente los gallegos nos sintamos más cómodos con una leve inclinación de cabeza nipona que con las melés en las que, a veces, he visto fundirse a pandillas enteras en el sur.

El problema es que abrazar se ha puesto de moda. Lo centros sociales ofrecen cursos de abrazoterapia, los médicos los prescriben porque segregamos oxitocina, celebramos el Día Mundial del Abrazo y, si uno se despista frente a un escaparate, corre el riesgo de acabar atrapado en los brazos de un desconocido con nariz de payaso, miembro de una ONG especializada en regalar cariño. Yo siempre había llevado mi aversión con normalidad, sin embargo, todo ese boom de la educación emocional me hace sentir raro y plantearme si debería buscar un profesor.

A veces he pensado en ponerme en manos de mi amiga Ana, toda una catedrática de los abrazos. Trabaja para una conocida compañía tecnológica, rodeada de informáticos e ingenieros poco acostumbrados a lo femenino, en un entorno laboral donde la edad normal para tener la primera novia supera los treinta. El otro día me contó que ha incorporado el abrazo como técnica de gestión de equipos. Todo empezó por casualidad, consolando a uno de sus chicos de una decepción en un proyecto. Se corrió la voz y el tratamiento se popularizó. En la oficina le confesaron que encontraban sus abrazos reparadores, una cura contra las frustraciones. Asombrados por los resultados, le han suplicado que les enseñe y mi amiga se plantea ahora la posibilidad de organizar algo así como un club de abrazos para informáticos.

A veces me pregunto si mi rechazo al abrazo social vendrá de haber sido el único gay en una pandilla de heteros, aprendiendo enseguida a no mostrar más afecto del estrictamente necesario. Algún sociólogo debería estudiar como varía el lenguaje corporal entre heteros y gays. Una de las diferencias más evidentes es la de saludar con dos besos o un apretón de manos.  Cualquier gay compaginará ambos formatos en su día a día, saltando del beso al apretón en función de con quién y dónde esté y evitando incomodar a nadie. Hasta hace poco, las fronteras eran claras, sin embargo, los modernos han levantado una nube de confusión y uno no sabe a qué atenerse. Ahora ofreces la mano al monitor de cross-fit y este te planta dos besos de abuela, de esos que estallan en la mejilla como un petardo fallero.

Para mí, los abrazos forman parte de lo privado y me cuido de administrarlos con exclusividad, hasta con racanería, marcando con ellos intimidad. No veo nada atractivo en abrazar a discreción, por mucha oxitocina que el mundo necesite. El lenguaje corporal ofrece gestos suficientes para modular el grado de afecto hasta el punto adecuado. Me ocurre algo parecido con el nudismo. No tengo nada contra los nudistas, excepto contra esos que se quedan con los ojos en blanco en las sobremesas contando lo maravilloso que es sumergirse con el culo al aire en el Atlántico. Con la misma tolerancia, yo defiendo el derecho a no practicarlo sin que uno sea tildado de mojigato. Sin llegar a extremos de pudor absurdos, no me gusta la idea de banalizar el desnudo con el argumento de quitarle hierro, como si volver algo normal fuese necesariamente sinónimo de hacerlo mejor. Como con los abrazos, me atrae la idea de la reserva, de decidir delante de quién y por qué nos desnudamos.

Con todo, el verdadero problema casi nunca son los abrazos que sobran, sino los que faltan. Esos que nos gustaría haber dado y no nos atrevimos, pensando tal vez que habría una oportunidad más; abrazos en los que querríamos habernos quedado, haciendo que durasen, sintiendo al otro sin distancia, como si en la tensión y la fuerza de lo que se quiere retener se fabricase el molde de los recuerdos principales.

 

¿Me enseñas a abrazar?

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