Libros que cambian vidas

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El pasado domingo, miles de personas se lanzaron a compartir en redes sociales una fotografía de la novela que leían. Se celebraba el Día del Libro y nuestro muro de Facebook nos pretendía convencer de que la Literatura había conquistado el mundo. Sin embargo, esa misma mañana, una radio informaba de un funesto estudio en el que se estima que el número de lectores habituales apenas supera un cinco por ciento, lo que nos permitiría declarar la lectura actividad en peligro de extinción.

Acompañado de mi Lama y unos amigos, nos acercamos esa tarde a Berbiriana, una de las librerías más activas de Coruña, en la que organizaban una lectura colectiva. Curioseando ejemplares, la novela de Lucia Berlin Manual para mujeres de la limpieza llamó la atención de mi amigo Borja. Al momento, escuchamos exclamar a nuestra espalda: ‘¡Ese libro me ha cambiado la vida!’. Sorprendidos, nos giramos y descubrimos a un veinteañero con esa mirada reverencial que reservamos para nuestros ídolos.

La frase, tal vez un elogio naive o una exageración adolescente, no se desvaneció en el aire. Sería la mirada fanática del chico o su convicción al pronunciarla, pero Borja compró la novela y yo, mientras el alcalde de Coruña iniciaba una tediosa lectura, me preguntaba si realmente puede un libro cambiar la vida de alguien. No pensaba en esas constituciones o biblias que han provocado guerras o revoluciones, ni tampoco en tratados científicos que cambiaron el modo de entender el mundo, sino en Literatura y en las vidas de personas corrientes.

Hace años visitaba a menudo Waterstones de Bruselas y me dejaba engatusar por esas cartulinas pegadas a ciertos libros, en las que alguien había escrito a mano Changing Life, intentado atraparnos con la promesa de que una novela pudiese darnos la vuelta como a un calcetín.  Sin duda habrá quien piense que la vida está hecha de cemento armado y que se necesita golpearla con mucho más que palabras para hacerle mella. Esos mismos aceptarán tal vez que el efecto acumulado de la lectura, como el de la humedad en los huesos, acabe por calar en nuestro carácter, pero otra cosa es encontrar una historia que nos impacte con tal potencia que desvíe la ruta trazada.  Quizá los libros tengan ese poder solo si se lo concedemos y, al igual que la hipnosis, funcionen con quienes se acercan a ellos con fe. La pregunta, en ese caso, sería otra: ¿Es posible encontrar aún personas que permiten a un libro cambiarles la vida?

Al salir de Berbiriana, Borja me preguntó dónde guardaba lo que leía y, mirando a su novio arquitecto como si le formulase un secreto, nos confesó que soñaba con una casa forrada de paredes con estanterías del suelo al techo, con diferentes niveles y escaleras a las que subirse y deslizar golosamente los dedos por los lomos de un mundo de historias leídas y por leer.  Mis doce mudanzas me han convencido de que el lugar más adecuado para acumular Literatura es la memoria y, sin embargo, la descripción del hogar ideal de Borja me hizo asentir.

Esa misma semana, Raquel Cabest, amiga de mi Lama, publicó Concédeme esta guerra, su primer poemario, y digo primero porque vendrán más.  Raquel forma parte de esa generación de millennials que inesperadamente han regresado a la poesía y, mientras la crítica sigue celebrando entierros a la espera del próximo Premio Planeta, ellos se juntan en bares de Malasaña para recitar y continúan después practicando ese vicio a través de instagram y lugares peores, en un auténtico fenómeno que alguna editorial ha sabido respaldar.

Quizá celebrando a su manera el Día del Libro, mi amigo Quim ligó hace unos días con un profesor de Literatura y, en la crónica de su cita, me confesó que uno de los momentos estelares fue cuando el chico le piropeó diciendo: ‘¡Cómo me gusta que seas tan barroco!’. A los pocos días, su experto en el Siglo de Oro le sorprendió enviándole por correo un ejemplar de La vida es sueño. Puede que el planeta de los lectores mengüe, pero mientras exista gente que confíe en Calderón para enamorar, mientras contemos con Borjas que quieran ser Borges o Raqueles que se reúnen en bares a beber poesía, ese cinco por ciento lo garantiza todo.

He leído novelas que me han helado la sangre, otras que me han robado el sueño, algunas con las que me he desternillado de risa o me han tumbado de aburrimiento. Ese domingo volví a casa pensando si, pese a todas las emociones que puedan despertar, hablar de libros que cambian la vida no será nada más que una metáfora. La respuesta caminaba a mi lado. Si ambos no hubiésemos leído y releído hasta aprendernos de memoria  El Guardián entre el centeno, si él no hubiese elegido Caulfield como nick, en honor al protagonista de Salinger,  jamás habríamos empezado un chat que, años después, lo ha convertido en mi Lama. ¿Y si el país donde te gustaría vivir, el trabajo al que te querrías entregar o la persona de la que te enamorarás esperase a ser leída?, ¿no cambiaría un libro tu vida?

Libros que cambian vidas

Pequeña y bien cocida

Panadería

Begoña desempaña el cristal y cuelga el cartel de abierto. Dos minutos para las ocho. Al otro lado de la general, la luz de la casa está encendida. ‘Sácame una pequeña, anda, y que esté bien cocida’, le dice a la nueva, que rebusca con torpeza en los cestos de pan. Begoña se coloca detrás del mostrador y señala al reloj con el mentón, como queriendo explicarle algo, pero sin que la chica entienda nada. A las ocho en punto se abre la puerta y suena ese horrible avisador que se ha empeñado su hijo en instalar. ‘Buenos días, Suso’, le saluda, envolviendo la barra en papel. La nueva observa atenta a ese hombre de ojos azules pescado y mejillas coloradas que estruja el currusco hasta oírlo crujir. Luego deja un euro, manchándose de harina al guardar la vuelta. Antes de irse, Begoña distingue un gesto difuso y rápido en los labios de Suso y se pregunta si será una sonrisa. No reacciona a tiempo y se queda mirándole mientras se va.

El sábado, un minuto antes de las ocho, la nueva prepara la barra pequeña bien cocida, demostrando que se queda rápido con los gustos de los clientes. La puerta no se abre y Begoña piensa que Suso anda raro. Afuera, el mismo cielo gris cemento y esa lluvia aburrida que agota el ánimo. A media mañana, la nueva se queda pasmada y, un segundo antes de soltarle algo para que arree, Begoña se da cuenta de que la chica ha reconocido al ciclista que llega a la casa de enfrente. Hace memoria y le salen diez años desde la última vez que vio a Suso en la bici. Entonces, tenía otra figura; nunca fue un atleta, pero tampoco le colgaba esa tripa que casi no le deja pedalear. Cómo le habrá dado por volver, se pregunta.

A los tres días, un estruendo metálico la saca de la modorra y, con un gesto automático, baja la radio. No puede creer lo que está viendo. La persiana del garaje está abierta y asoma el morro de la DKV, con ese azul sucio de submarino. Begoña siente un escalofrío, como si una hilera de hormigas corretease debajo de la piel. Al girar para entrar en la carretera, ve a Suso al volante y la puerta hundida, sin cristal. Se asombra de que el cacharro ese todavía funcione, que sea lo único que salió vivo del accidente y piensa que, si a ella se le agita el pulso al ver a Suso dentro, menudo cuajo deber tener él para montarse.

De pronto repara en el calendario y siente un calambre en la tripa: 30 de noviembre. Al momento, le viene la imagen de aquel otro 30 de noviembre, con todos en la sala de estar celebrando el santo del abuelo Andrés; entonces, escucharon el llanto y luego la imagen de Suso en la puerta, doblado de dolor, con los de la Guardia Civil dándole la noticia. Y justo hoy esa furgoneta, desenterrada tras diez años en ese garaje con pinta de tumba. La idea de que aquello tenga algo de ritual alarma a Begoña, que se siente revuelta, temerosa de que haga alguna tontería, que lo mismo ha perdido la cabeza por la soledad. Cierra la tienda y se sienta en silencio, sin radio ni nada, esperando.

Al acercarse a la panadería al día siguiente, ve el garaje abierto y con luz. Son las siete y media, todavía noche. ¿Qué estará haciendo a estas horas ese hombre? El frío ha helado los charcos en el asfalto. La bicicleta apoyada contra el portal, algunas cajas con herramientas apiladas, una bombona y Suso limpiando, barriendo enérgico. Disimulando su desconcierto, Begoña le saluda desde lejos con un gesto. Comprueba que el garaje está vacío y se alegra de que la furgoneta haya desaparecido, qué valor dormir sabiendo que debajo se encuentra el trasto que le dejó viudo. Una hora más tarde, desde el ventanuco del horno, ve salir a Suso por la carretera del río, pedaleando a todo meter, como si le persiguiese el demonio, y piensa que definitivamente ha perdido la cabeza.

Esa noche, Begoña escucha ruido. Aparta una punta de la cortina y ve un Fiesta blanco que no reconoce. Siente curiosidad, pero también temor a ser sorprendida, como si no tuviese más que hacer que ocuparse de chismes. Se dice que tal vez debería haber visitado más a Suso estos años, haberle ayudado a echar fuera las penas, que si uno no habla, se quedan dentro, pudriéndose unas encima de otras. Al principio, lo intentó; al fin y al cabo, ella también sabe lo que es estar sola. Suso se mostró amable, pero frío y ella no volvió. Nunca habían sido amigos, pero le tenía afecto. Le parecía un hombre bueno, decente, alguien que va a lo suyo, sin molestar y, aunque no se lo había dicho a nadie, alguna vez se había imaginado cómo sería la vida de ellos juntos.

Al cerrar, Begoña mira a la cocina y descubre dos sombras a través de la ventana. Escucha una voz de mujer, una conversación animada y, de pronto, le llega un sonido alegre que reconoce, esa risa contagiosa de Suso, una risa que parece cambiar la casa y la calle entera y Begoña se queda parada, mirando y escuchando. La ventana de la cocina se abre y se asoma una mujer que enciende un cigarro. Las miradas de ambas se cruzan y Begoña se marcha avergonzada.

Al día siguiente, Suso entra a las ocho, como siempre. La nueva se gira y, con agilidad, encuentra una barra pequeña y bien crujiente, pero se da cuenta de que Begoña se le ha adelantado y está ya en el mostrador. Suso y Begoña se sonríen en silencio. La chica no entiende. Sólo cuando Suso se da la vuelta para irse, repara en el tamaño de la barra que lleva bajo el brazo.

Pequeña y bien cocida

Unas buenas malas vacaciones

Txagorritxu

Esta Semana Santa la hemos pasado en Txagorritxu, uno de los hospitales de Vitoria. El martes antes de los festivos nos dieron la noticia de que le había dado un infarto a alguien cercano y mi Lama y yo salimos disparados, todo lo disparados que un Yaris permite. A medida que nos acercábamos, las novedades nos calmaban y pronto supimos que estaba fuera de peligro. Tras un día y medio en la UCI, le trasladaron a planta y esa habitación se convirtió en nuestro campamento.

Han sido días de preocupación, pero también de otros sentimientos. Mi Lama y yo nos instalamos en Txagorritxu sin más posibilidad que esperar y hacer compañía; esperar a que pasasen los días y ese corazón se recuperase, esperar a que los festivos terminasen y se pudiesen hacer las pruebas necesarias, esperar a la normalidad, que tanto se echa de menos cuando falta. Y esperando, encontramos tiempo para estar juntos, para quedarnos sentados confiando en que todo saldría bien, alegrándonos de no estar solos cuando ocurren estas cosas, pero también aburriéndonos en esas tardes largas de festivo, con el sol radiante al otro lado de la ventana y un hospital apacible, sin bullicio, rodeado de jardines y calles vacías; y nosotros mordisqueando lápices, entre sudokus y cubos de rubik, ayudando en lo que podíamos, haciendo lo que se hace en un hospital a la espera de que un médico le diga a uno que se puede ir a casa.

Si pienso que han sido unas buenas vacaciones, me siento raro, como si pudiese ofender a alguien. Sin embargo, entre los nervios y la inquietud, mi Lama y yo hemos encontrado tiempo porque incluso cuando dos personas viven juntas necesitan tiempo, un tipo de tiempo que nada tiene que ver con las rutinas del día a día, con el cansancio de una cena rápida o el sueño que nos deja fritos en el sofá, un tiempo largo que permite reírnos de estupideces que no hacen gracia a nadie más, que nos deja callados, cada uno a los suyo, desayunando adormilados en un área de servicio, pasmados frente a un taza de té, imaginando cómo va a mejorar todo.

Los hospitales aproximan, nos hacen sentir cerca de desconocidos, de ese extraño de la cama de al lado que ahoga los quejidos contra la almohada para no molestar, de su mujer y sus hijos en los que reconocemos las mismas ganas y el mismo temor y, cuando nos vamos, pedimos sus señas para escribirles porque, aunque no volvamos a coincidir, nos sentimos conectados y necesitamos saber que también ellos se han ido a casa. Tal vez sea el miedo, que se lleva por delante lo pequeño, pero lo cierto es que los hospitales nos enfrentan a lo que de verdad importa y quizá por eso, y porque todo ha salido bien, voy a recordar estos días como unas buenas vacaciones que nunca debieron haber sucedido.

 

Unas buenas malas vacaciones

Hospitales

Hospital

Esa chica y yo somos ahora los únicos en la sala. Suena el móvil y se levanta con urgencia. Se aleja, camina de un lado a otro y se detiene frente a una ventana abierta. Abril satura de color esta ciudad de primaveras breves. A lo lejos, la silueta oscura de una sierra se recorta contra un cielo azul y limpio como una piscina. Levanto la mirada y la descubro llorando. Se da cuenta y, avergonzado por recordarle que no está sola, me oculto tras el libro. No sé nada de ella, pero es fácil imaginarlo.

Frente a mí, un matrimonio espera. La mujer agarra una carpeta de gomas. Se sientan los dos con la espalda recta, en silencio. Ella le toca la mano sin mirarle, una mano nudosa de carpintero viejo y me pregunto si esas manos se habrán tocado cuando fueron lisas y no existía siquiera esa carpeta. Una enfermera se acerca, les explica algo en voz baja y se lo lleva. Todo pasa rápido. Ella se queda con las manos cruzadas, sin más distracción que sus pensamientos. Al rato entra una máquina ruidosa de abrillantar el suelo. Con un dedo, la mujer levanta el puño de su chaqueta, lo justo para mirar un reloj diminuto, luego comprueba el pasillo y agarra con fuerza su carpeta, esperando como solo la gente mayor teme esperar.

El ruido gomoso de unas zapatillas despegándose del suelo se ha vuelto rítmico y ya no me molesta, me adormece. Un hombre corpulento camina enérgico y algo envarado, con andares de militar. Llevará veinte minutos apareciendo y desapareciendo tras la columna de los ascensores, bordeando el perímetro de esta sala. El pijama verde le va grande y le ha dado vueltas al dobladillo, dejando ver un tobillo harinoso. Pese al aspecto frágil y ridículo que le da esa prenda, el hombre conserva una actitud digna. Del hombro cuelga una bandolera con una de esas máquinas que controlan el corazón. Camina balanceando ligeramente los brazos, dispuesto a cansarse, como si fuese el único allí que tuviese un propósito, que se resistiese a ver pasar las horas.

Un olor dulce se extiende por la sala. El chico con la sudadera del Arsenal pela una naranja. Tiene cara de niño, pero solo la cara; en las manos se ven cortes de algún trabajo que no parece fácil. Con mueca seria, comenta que la naranja está jugosa y el padre asiente. Los dos tienen los ojos chicos y el pelo se les dispara. El día se apaga, afuera apenas circulan coches. Padre e hijo se quedan callados; de pronto, al chico se le ocurre una pregunta y le dice si quiere una de esas tarjetas para ver la tele. El padre menea la cabeza. Tal vez les gustaría tener más cosas que decirse o quizá ninguna y simplemente permanecer en silencio, sin pensar que deberían hablar.

De pronto me sobresalta un ruido metálico y destartalado. Aparece una camilla empujada por dos enfermeras jóvenes y una pareja de ertzainas detrás, un poco separados. El enfermo se incorpora y bromea frente al ascensor, dejando ver una dentadura ruinosa. Los policías parecen escucharle, pero no participan de la conversación. Las enfermeras sonríen y, un segundo antes de que se cierre la puerta, una le desea que le sea leve. Entre risas, desaparecen en el pasillo, pensando quizá en el único paciente que las extrañará.

Afuera es de noche; alrededor, puertas cerradas y, al fondo del pasillo, un zumbido eléctrico. Me veo desenfocado en el cristal de una máquina de vending y descubro a la chica y a la mujer, al hijo y al preso. Sé que yo seré todos ellos algún día, que también agarraré nervioso mi propia carpeta, que haré una llamada que me hará llorar y querré tener tiempo para hacer preguntas nuevas, y veo esos reflejos en este espacio cargado de alivio y miedo, donde la vida se suspende a la espera de saber qué dirección tomar, aguardando un ascensor que nos saque de allí y una enfermera que nos diga que será leve.

Hospitales

Ni partes, ni mitades

 

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Yo me había propuesto enseñarle todo, contarle las historias detrás de mis lugares. Él sonreía complaciente, sin entusiasmo. Le quería, sin atreverme aún a usar esa palabra, pensando que querer era un verbo del pasado, de actores, de farsantes, de madres, de poetas. Tardaría poco en darme cuenta de que querer es sencillo y común, que es tan solo lo que ocurre cuando se desea a alguien sin alternativa, cuando lo buscas con urgencia y leerías todos los libros para encontrar la manera de tenerlo. Él me apartaba y me buscaba a su antojo, dejándome asumir el riesgo de volver. Fracasamos de todas las maneras y, después, lo volvimos a intentar. Decidimos que no escucharíamos a nadie y nos fuimos. Yo peleaba por imponer mis palabras, como si un nombre pudiese cambiar una sola cosa.  Él replicaba: ‘¿Qué quieres, que seamos novios?’. La última vez me dijo que formaba parte de su vida. Hasta lo más hermoso suena cruel si uno no puede conformarse con ser parte. Ahora que quiero y me quieren, me alegro de haber aprendido que pocas veces enamorarse es cosa de dos, y nunca de mitades.

Ni partes, ni mitades